viernes, 25 de enero de 2008

Hacia rutas salvajes (2007, Sean Penn)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2008, Ed. Mensajero, Bilbao.



En 1990, a la edad de 20 años y tras haberse graduado brillantemente, Christopher McCandless donó sus ahorros de 25.000$ a Intermon Oxfam y abandonó el hogar familiar para iniciar una odisea por los Estados Unidos que culminaría, dos años más tarde, con su muerte accidental en las tierras de Alaska.

En 1996, Jon Krakauer escribió su historia en un libro que se convirtió en un superventas. Cuando Sean Penn descubrió la imagen del joven McCandless junto al autobús abandonado que lo vio morir, enseguida quiso llevar la película al cine. Problemas de cesión de derechos demoraron el inicio de la producción hasta 2007, quince años después de la muerte de McCandless, y lo suficientemente lejana en el tiempo como para que el dolor de la familia permitiera una mirada distanciada sobre su hijo, ahora convertido en personaje.

McCandless es un héroe homérico que recorre toda la experiencia humana en apenas dos años. El film explicita este arco con su división narrativa en los estadios de la vida humana: infancia, adolescencia, madurez, familia, y sabiduría. Su recorrido es la plasmación de lo que Jung denominaba “proceso de individuación”.

Bajo el fango de la familia y un futuro prometedor, Christopher se estrangula día a día en una lenta y arrabalesca agonía. Agonía sin pánico, sin luces de gálibo, agonía absurda como una jaculatoria.

Cuando decide abandonarlo todo –hogar, dinero, coche-, el joven McCandless también decide cambiar su nombre. Bajo la máscara de Alexander Supertramp, se desembaraza de todo lo que significaba Christopher McCandless, y desde esa nueva identidad, sin pasado, sin pecado, limpia y cristalina como la frente de un recién nacido, se dirige paso a paso hacia su verdadero ser.

En ese proceso de crecimiento, surge la soledad como única vía posible de purificación y de encuentro del individuo con el yo verdadero, con la callada voz de Dios. De ahí que Christopher no solo abandone a su familia biológica, sino a los dos conatos de familia adoptiva que encuentra por el camino: al viejo Ron Franz, que pretende adoptarlo y convertirlo en su heredero; y al matrimonio de hippies que lo acoge en su caravana. A ambos los abandona causando un dolor desesperado y mudo.

Su rechazo a cualquier vínculo social va más allá de la familia como concepto. También se aleja de la comuna hippie que vive en el desierto, de la pareja de daneses con que se topa en el río, y de la pequeña Tracy. Por supuesto, el joven Christopher también rechaza cualquier norma y convención social. Es un espíritu libre sobre el que la soledad ejerce un influjo hipnótico, y solo alcanza a realizarse con plenitud al llegar a las heladas tierras de Alaska.

Alaska no es metáfora tanto de la tierra prometida, como del purgatorio dantesco. La grandeza de Hacia rutas salvajes se halla en el destino trágico del protagonista. Todo el discurso “hippie” o “new age” en que podía haber caído el film es abolido de un plumazo por la tragedia. Esta otorga dignidad al personaje y sentido a la obra.

Cuando Christopher descubre que está a punto de morir, culmina su periplo vital, alcanza la suprema sabiduría. Es entonces cuando logra la ansiada reconciliación con el mundo: en primer lugar, consigo mismo (la angustia al conocer su inminente muerte es un salto abismal con respecto a la asepsia con que abandona a los seres que le querían); en segundo lugar, con sus semejantes (sus últimas notas en el diario, el abrazo figurado con sus padres), y en tercer lugar con la Naturaleza como ente consciente (su encuentro con el oso).

En este instante, el film alcanza el clímax. En la muerte no hay lugar para la charada o la especulación, con el parloteo del psicoanálisis y de la falsa comunión que se da en las terapias de grupo. Es el dolor consciente que despierta el alma dormida, la soledad del nacer y del morir, el enfrentamiento con la máscara que cae, el reencuentro con uno mismo. La conciencia de la propia muerte tiene una función dramática y narrativa decisiva para el relato. Moralmente es la medida del valor y la dignidad del hombre; dramáticamente, es el acontecimiento que revela al personaje.

Christopher McCandless es un gran personaje, y su historia, toda una odisea. Como film, Hacia rutas salvajes se alza a lo largo de sus más de dos horas como una montaña mágica, imperfecta, ingenua, mística, irregular, sagrada sobre el valle de Hollywood y sus pequeños habitantes y costumbres. Sean Penn ha logrado transmitir la grandeza del personaje y la tragedia de su destino. Y además lo ha conseguido con un salto al vacío formal, no tanto por la estructura que adopta el relato, llena flashbacks, narradores diversos y diversos niveles de conocimiento, como por la puesta en escena, el montaje, y su particular imbricación con la música de Eddie Vedder.

Hacia rutas salvajes es el cuarto largometraje de Sean Penn, y desde el comienzo estaba claro que se trataba de un proyecto muy particular y alejado de las formas y métodos de trabajo que utilizara en Extraño vínculo de sangre (1992) o El juramento (2001).

Tres son los puntales sobre los que se alza: en primer lugar, el extraordinario trabajo de los actores, comenzando por Emile Hirsch, dirigido con gran inteligencia por Penn. La dirección de actores es fundamental en películas como esta de trama tan débil, ya que la tensión de las escenas, y el ritmo de la película, recaen sobre todo en la tensión de las interpretaciones. Hirsch está sublime. Pero igual de medidas son las actuaciones de Hal Holbrook (nominado a un Oscar por este papel), William Hurt o Catherine Keener.

En segundo lugar, la elección de un director de fotografía ajeno a Hollywood como el francés Eric Gautier (Diarios de motocicleta, 2004, Walter Salles). Habitual de Patrice Chéreau, Olivier Assayas, y últimamente, de Alain Resnais, Gautier era el fotógrafo capaz de asumir los riesgos que exigía el film. Las escenas del autobús fueron rodadas sin ningún tipo de truca, y en un rodaje de tantas localizaciones, fue capaz de imprimir a todo el metraje el mismo aura naturalista.

Y en tercer lugar, la presencia del montador Jay Cassidy durante todo el rodaje. Sorprende en Hacia rutas salvajes el estilo tosco de la puesta en escena y del montaje. Mayestáticos planos generales con grúa son yuxtapuestos a temblorosos primeros planos cámara en mano, creando un discurso sorprendentemente fluido, discurso que no se podría haber creado de otra forma. Seguramente una producción española nunca se habría permitido el lujo de viajar con el montador. Como acotación, decir que esta película independiente ha costado 32 millones de dólares, que decuplica el presupuesto medio de una película española...

El film de Penn sigue la estela de Gerry (2002, Gus Van Sant) y del cine de Terrence Malick (La delgada línea roja, 1998; El nuevo mundo, 2005). Sin llegar a la altura de sus maestros, Hacia rutas salvajes es una extraordinaria y emocionante película con un bellísimo héroe trágico de hoy. Hace quinientos años, ya había uno que decía «Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido...» Por que hoy y mañana siga habiendo sabios, y alguien que cuente sus historias.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El libro es salvaje y la película es demoledora, llevar a la pr´ctica lo que Thoureau describió en el Walden es un maravilloso atrevimiento. Un acierto de Sean Penn llevar una historia tan inmensamente bonita al cine.


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