viernes, 14 de abril de 2006

The Libertine (2004, Laurence Dunmore)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


The Libertine
es la adaptación cinematográfica de una obra de teatro de Stephen Jeffreys en la que dramatiza la vida de John Wilmot, conde de Rochester, escritor que vivió en Inglaterra durante el reinado de Carlos II. Wilmot se convirtió en leyenda tanto por su talento para la literatura como por su talento para el libertinaje. Murió a los treinta y tres años por los efectos del alcohol y, probablemente, a una definitiva sífilis. Tras su muerte, su satírica obra literaria fue estimada por escritores como Voltaire, Goethe o Daniel Defoe, y su libro Sodom or the Quintessence of Debauchery es una de las más antiguas muestras que se conservan de pornografía.


La evolución de Rochester a lo largo del film es confusa y concluye con su prematura muerte. En el camino se muestran su implacable cinismo, su misoginia y su tendencia autodestructiva que dará fin no sólo a su propia vida sino a su amistad con el rey Carlos II, y a su matrimonio con Elisabeth Mallet. Las luces del abyecto Rochester están en el teatro, en su amor por la representación. Un diálogo de Rochester condensa a la perfección el espíritu del personaje: (de memoria) “En la vida todo da igual, da lo mismo actuar de una forma que de otra; en cambio, en el teatro las acciones tienen una repercusión irreversible”. Esa convicción hace que caiga enamorado de la actriz Elisabeth Barret, a la que formará hasta convertirla en una estrella de las tablas londinenses y en el único ser digno de su amor.

La presencia hipnótica de Johnny Depp es imprescindible para comprender al personaje. Es sin lugar a dudas lo mejor de la película, ya que el actor muestra siempre una ambigüedad que, en este caso, es más necesaria que nunca para poder asumir a un personaje como Rochester, que ha crecido al margen de cualquier regla y ha hecho de sí mismo su propia ley, de la que acaba siendo a la vez víctima y verdugo ejecutor. Sus monólogos en el prólogo y en el epílogo tiene gran fuerza, gracias a Depp y a una brillante puesta en escena, y a pesar de las excesivas longitud y reiteración de los textos. El trabajo de Malkovich es simplemente correcto. Funciona bien, pero el mérito es más de las directora de casting que del propio actor, a quien se le ve acomodado en su papel de monarca. En cambio, Samantha Mortion y Rosamund Pike resuelven brillantemente sus interpretaciones, nada fáciles, pues tienen que hallar la parte amable del crápula de Rochester para expresar un amor que muchas, no digo mujeres sino seres humanos, tendrían difícil de encontrar.

También es destacable en este The Libertine la puesta en escena. Abunda la cámara en mano; el grano de la película es ostensible, y hay una vocación de realismo sucio que no funciona mal, pero del que a veces abusa su director, el debutante Laurence Dunmore. Para ejemplo sirva la secuencia en la que libertino y actriz ensayan una escena una y otra vez, y la cámara da vueltas y vueltas en torno a la figura femenina hasta terminar encuadrando al hombre en primer plano.

Capítulo adicional es la música de Michael Nyman, el asiduo de Greenaway, que dota a Rochester, por eso del inconsciente colectivo o la memoria histórica, de un aura despreocupada cercana a El contrato del dibujante y El ladrón, el cocinero, su mujer y su amante (Peter Greenaway, 1982, 1989).

El personaje es sin duda atractivo, deslumbrante, pero la película no lo es, y la culpa la tiene un guión endeble. Un biopic no puede ser una ilustración de las peripecias vitales del biografiado. Un biopic que guarde cierto respeto a la realidad histórica del personaje debe hallar en él su sentido como ser humano al que la naturaleza suelta en el mundo para que se resuelva a sí mismo. La pregunta que el autor debe hacerse es ¿para qué diablos nació el conde de Rochester? Aun en la tumba como Don Quijote, en la cruz como Espartaco, el personaje (o sencillamente el autor a través de la forma) debe hallar sentido al tiempo reconstruido de la película. Si no lo hace, el que va a verla sale del cine diciendo “vale, ¿y qué?”, un grandioso Johnny Depp interpretando a un crápula que encuentra sosiego a su angustia existencial en el teatro, las mujeres y el vino, y que acaba muriendo en una profunda miseria espiritual. La principal consecuencia de esto es el aburrimiento.

The Libertine es pues una película con buenos elementos en la que se demuestra la diferencia que hay entre filmar bien y hacer una buena película.

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