viernes, 28 de abril de 2000

The Million Dollar Hotel (2000, Wim Wenders)

Publicada en Reseña nº301 y en Cine para leer. Enero-Junio 2000, Ed Mensajero, Bilbao.

En The Million Dollar Hotel nadie sabe quién es. Sus personajes son presentados en una larga procesión de espectros que cubren ese vacío de identidad. Todos ellos han llegado al Million Dollar Hotel como si este fuese un cementerio de individuos que ya no lo son, y están sumidos en una devastadora soledad.


En algunos, esa falta de identidad se resuelve en una esquizofrenia corrosiva como es el caso de Dixie, quien no sólo se cree George Harrison sino también el verdadero autor de todas las canciones de The Beatles -estremecedora es la interpretación de I’m the Walrus. Sin llegar a este límite de la patología, todos representan un personaje que no es ellos pero que tienen que adoptar necesariamente para seguir siendo, para existir. Todos excepto Eloise (Milla Jovovich), quien abrazada a la novela Cien años de soledad le susurra a Tom Tom (Jeremy Davies) que es una ficción.

En The Million Dollar Hotel, Tom Tom nos revela esta lucha por la existencia a través de un monólogo que va descubriendo todas las claves de la película. Tom Tom es un joven idiota que vive en el hotel junto con sus tarados compañeros. A pesar de compartir el espacio, todos están solos, sin pasado ni futuro. Tom Tom ama locamente a Eloise, un ángel de enormes ojos donde el cielo refleja la luz que no es; y gasta el tiempo recogiendo los versos que Izzy (Tim Roth), un joven drogadicto, le va dando.


La película comienza con la llegada del detective del FBI Skinner (Mel Gibson) para investigar la muerte de Izzy quien se precipitó desde la azotea del hotel, y averiguar si se suicidó o si hubo alguien que le “ayudó” a despegar el vuelo hacia otro mundo. Contrariamente a como se desarrollan los hechos, Skinner está convencido de que Tom Tom no es el auténtico asesino de Izzy, según su propia teoría sobre el ego. A pesar de la confesión de Tom Tom, que es grabada en vídeo y emitida en la televisión, Skinner no puede admitir este hecho refugiándose en esa teoría de la identidad. Sería extraña tal contumacia en un detective de metodología poco diplomática y exigua humanidad si no fuera porque adolece de la misma patología que los huéspedes del hotel del millón de dolares: la falta de identidad.

Skinner es otro “freak” que no ha encontrado respuesta a su imagen nunca, que siempre ha estado solo, y al encontrarse con Tom Tom reacciona con la protección que cualquier “individuo” da a “uno de los suyos”. Esa afinidad que encuentra Skinner al llegar al hotel es la que también sienten todos los personajes que viven en él desde la muerte de Izzy. La muerte es en el hotel del millón de dolares fuente de vida y de comunión. Esta idea se repite en le genial escena del suicidio de Tom Tom cuando su voz nos dice, mientras le vemos correr hacia el abismo, “la vida es lo mejor, la vida es lo más bello.”

En el centro de este Vértigo se encuentra Tom Tom. Y digo Vértigo de un modo consciente porque creo que existe una relación tan estrecha entre el Scottie (James Stewart) del film de Hitchcock y el Tom Tom de Wenders, que el uno nos puede ayudar a comprender el otro. La semejanza más plausible es el escenario y forma de la muerte: Izzy cae desde la azotea del hotel empujado por Tom Tom al igual que lo hace Judy desde el campanario bajo la mirada de Scottie.

Hasta aquí podría ser una simple coincidencia estética sino fuera porque la causa de las muertes, crímenes ambos -aunque el de Tom Tom sea voluntario y el de Scottie involuntario- es la misma en los dos casos. Tanto Tom Tom como Scottie están aniquilando aquello que les impide la consumación de su amor. Tom Tom acaba soltando a Izzy porque éste violó a Eloise para demostrarle que lo que él amaba no era nada, era una mera ilusión (tal como ella misma afirma: “Soy ficticia.”), y cuando lo suelta y cae, Tom Tom está dejando caer la negación de Eloise.

En Vértigo Judy representa la negación de Madeleine: si Judy existe, entonces Madeleine es una ficción, un producto de ilusión que invalida el amor de Scottie. Scottie regresa al campanario para recuperar a Madeleine reconstruyendo un mundo que pertenece al pasado, y que por tanto ya no es, al igual que tampoco es Eloise, ente de ficción. Cuando Tom Tom está en la azotea con Izzy suspendido en el aire, la cámara da vueltas en torno a ellos de idéntica forma al plano de Vértigo en el que Scottie besa a Judy, y el apartamento se convierte en las cocheras de la hacienda española.
El crimen de Tom Tom adquiere trascendencia si consideramos que el amor por Eloise es la única cosa en el mundo que le da identidad. Hasta tal punto es así, que desde que Eloise le propone acompañarle a su habitación, Tom Tom no quiere que le sigan llamando así, quiere dejar de ser considerado como el “mayordomo de mendigos” que es, y que le llamen Tom, como si fuese una conquista de su auténtico yo. Un loco nos está diciendo: somos lo que amamos.

La película cuenta con una fotografía ejemplar y una excelente música de, entre otros, el líder de U2, Bono, de quien surgió todo el proyecto, y coautor del guión junto a Nicholas Klein. Película compleja y emocionante: un paraíso de monstruos que el alemán Wim Wenders ha construido en medio de la ciudad de los sueños.


viernes, 24 de marzo de 2000

El verano de Kikujiro (1999, Takeshi Kitano)

Publicada en Cine para leer.Enero-Junio 2000, Ed. Mensajero, Bilbao.


Tras la estruendosa aparición de Hana-bi, el japonés Takeshi Kitano ha experimentado con El verano de Kikujiro una virulenta reacción contra las “flores de fuego”, y ha filmado un bello y duro relato con el sentido del humor que cualquiera necesitaría para vivir en la dimensión de Kitano.



Aunque tras un análisis somero de Kikujiro pudiera apreciarse una radical transformación ética en la que las perversiones, asesinatos y violaciones dieran paso a una más dulce y conciliadora visión de la realidad, lo cierto es que si pensamos la película con la perspectiva de unos pocos días nos damos cuenta de que hay la misma violencia, pero desde la visión de su protagonista, Masao, que al ser un niño de menos de diez años, todavía puede redimirse mediante el sentido del humor que Kikujiro, padre adoptivo de Masao durante la película, impone a todas sus experiencias.

El verano de Kikujiro es una peculiarísima road-movie. En esencia, en una road-movie un personaje emprende un camino en busca de algo que necesita, y que encuentra en el propio camino, en su propio movimiento y en las experiencias que lo transforman. El inicial objeto de su búsqueda, o es una creación de la imaginación y no existe como tal, o carece de todo valor sin el camino recorrido.


Masao vive con su abuela y llegan las vacaciones del verano. El colegio se acaba y todos sus compañeros se van de vacaciones con sus familias, pero Masao no puede. Masao pregunta constantemente por su madre, a la que no conoce, y su abuela le responde de modo muy poco convincente. Esa inquietud hace que surja el deseo de buscarla, y en ese instante aparece mágicamente la figura de Kikujiro y su esposa, quienes ofrecen a la abuela que Masao les acompañe durante sus vacaciones. Así, Masao y Kikujiro emprenderán su camino en busca del tiempo perdido, del pasado, de la madre que nunca tuvieron.

Es inevitable hacer referencia a El mago de Oz, otra mágica road-movie, con la que guarda un consciente paralelismo en la estructura y composición de los personajes como ha revelado el propio Kitano (“Sight and Sound”, vol. 9, nº6 junio de 1999). El camino no es de baldosas amarillas, pero los personajes que se encuentran durante su viaje convierten Japón en un país más allá de un arco iris dibujado por el propio Kitano. Con la excusa de hacer una road-movie fantástica, Kitano se convierte en un mayestático mago de Oz presente en sus distintas facetas en todos los aspectos del film.


En primer lugar, Kitano es Masao, quien narra el viaje a través de un álbum de fotos que va haciendo, al estilo del diario que los niños japoneses deben hacer en la escuela: de esta forma, la película está estructurada en distintos capítulos que titulan las fotos de Masao. Los recuerdos de Masao son los recuerdos del propio Kitano, y la búsqueda que emprende en busca de las raíces familiares es la búsqueda de Kitano.


En segundo lugar, Kitano es Kikujiro: no sólo es el sujeto de la búsqueda sino también el objeto, el tesoro en forma de padre que acompaña y educa a Masao durante todo el viaje. La solución de la odisea está en la propia odisea. La figura de los padres se desdobla en dos, en la madre a la que buscan, y en Kikujiro que actúa como el padre que busca en su madre. Y todos los personajes que van recogiendo, y el propio Kikujiro como maestro de ceremonias, se encargan de darle eso que buscaba, transformando la realidad tras el decepcionante encuentro con la madre, que finalmente vemos despidiendo a “su” marido y a “su” hija.


La figura del viajero-poeta con la camiseta rosa; los dos motoristas que viajan en su Harley, y que colaborarán en todas los juegos que proponga Kikujiro; el malabarista que además baila música tecno en medio de un prado verde... todos ellos van haciendo de Masao una persona nueva, un Masao que termina sus vacaciones cruzando, con la imagen ralentizada, el mismo puente en Tokyo que cruza al comienzo de la película pero con una diferencia notable: si al principio se dirigía a la cámara, en busca de una respuesta, al final cruza el puente alejándose de ésta, preparado para seguir viviendo.


En tercer y último lugar, Kitano es el creador de la puesta en escena, es el ojo que presta a Masao para que nos cuente su verano. En este aspecto, son una arriesgada apuesta formal las secuencias de los sueños, el montaje final con los personajes en primer plano, como los dibujos animados japoneses de enormes ojos, el montaje de determinadas secuencias como la de las apuestas en el hipódromo. Todo pertenece a la memoria retiniana de Masao, incluida la selección de los pasajes más gamberros, o la estupenda música de Joe Hishaisi.


Todo en El verano de Kikujiro parece una gigantesca broma creada por Kitano para poder vivir con toda la violencia y soledad que Masao debe afrontar.

viernes, 4 de febrero de 2000

Asfalto (2000, Daniel Calparsoro)

Publicado en Cine para leer. Enero-Junio 2000, Ed. Mensajero, Bilbao.


Asfalto es la cuarta y mejor película del donostiarra Daniel Calparsoro. Tras las truculentas experiencias de Salto al vacío (1995), Pasajes (1996) y A ciegas (1997), Calparsoro rueda otra historia de personajes en busca de libertad, que se enfrentan a las admoniciones del pasado con una violencia excesiva y acostumbrada. Vuelve a trabajar con su actriz y alma gemela Najwa Nimri, y repite con otro de sus incondicionales intérpretes, el extraordinario actor Alfredo Villa.



Con Asfalto Daniel Calparsoro sale por primera vez del País Vasco para rodar en Madrid las dudas y miserias humanas de Lucía (Najwa Nimri). Lucía es el personaje central de Asfalto, participante en todos los conflictos y desarreglos de ánimo que experimentan los personajes, bien por el vínculo emocional que les une a ella, bien por la ruptura de otras relaciones que su existencia provoca. Este es el caso de Antonio (Alfredo Villa) y Chino (Gustavo Salmerón), novio de Lucía.

Antonio quiere mantener la “familia” que ha construido con su hermano; desea que ingrese en el Cuerpo de Policía como él y que abandone a Lucía para seguir cumpliendo con la deuda que ha contraído con él por todos los sacrificios que ha hecho por ser el padre, educador y hermano que ha renunciado. Chino, por su parte, duda entre la seguridad que le proporciona su hermano, y su amor indómito a Lucía. Antonio será el principal instigador de la caída de Lucía. Y además del destino que le tiene preparado, Lucía tiene que aguantar a una madre (Antonia San Juan) y los camellos para los que trabaja... Sólo su amor por Chino y Charli (Juan Diego Botto) logran salvarla.


Lucía, Lucía, siempre Lucía. Como un iceberg sumergido que se eleva por encima del pegajoso asfalto de Madrid, Lucía lucha por su libertad y contra la desesperanza, agarrándose con un amor salvaje a los dos hombres que integran su vida, Chino y Charli. Ella, como Chino, también tiene que eludir la carga de la familia: su madre también ha construido su vida, como Antonio, el hermano de Chino, en torno a la única persona que le hace olvidar de un modo ominoso su soledad. Contra la soledad de su madre, y contra la vida que se ha construido con ella -ambas adulteran y distribuyen la cocaína que les proporcionan los camellos- se eleva Lucía, quien busca desesperadamente el amor de sus dos hombres. Aquí existe un pequeño desequilibrio entre los personajes de Chino y Charli, porque mientras Chino tiene la realidad de su hermano, Charli no tiene nada que le ate ni le condicione y está en mejores condiciones para amar libremente a Lucía.


Todos los personajes de Asfalto son sutiles, complejos, y existen conexiones entre todos como si formaran parte de un solo mundo. Este es el principal valor de la película: parece que Calparsoro tiene las ideas muy claras sobre el origen de los conflictos humanos, y que sitúa en los márgenes de libertad de cada individuo que se acaban donde empiezan los del prójimo. Sin embargo, Calparsoro siempre tiende a llevar al extremo de la violencia física todos los conflictos de sus personajes, y la confina a un sentimiento de normalidad que hace que los momentos más dramáticos de la película pierdan intensidad.


La secuencia de la floristería en que Chino rompe con un bate de béisbol todo lo que encuentra tiene una violencia estremecedora, pero pierde su capacidad de transmitir el rencor y el odio que siente, porque durante todo el metraje Chino muestra una constante actitud de hostilidad y recelo hacia su entorno que lo convierte en algo normal. El otro problema que supone esta exacerbación es un proceso de mitificación de los personajes, que los arranca del paisaje tan cercano del Madrid que aparece en la película, y los hace un poco irreales. Creo que daña seriamente a la película toda esta violencia que ya forma parte de la iconoclastia del cine de Calparsoro.


A pesar de ella, Asfalto es una buena película con algunos aspectos sobresalientes. Uno de ellos es Madrid, el cuarto protagonista. Madrid es un factor decisivo en la vida del trío de amantes, y todas las localizaciones están elegidas con ese fin protagonista: la plaza de Callao donde culmina la acción de la película, la calle Luna, el metro de Antón Martín, y la maravillosa secuencia del apartamento del francés desde la que se ven el edificio de Correos y el del Círculo de Bellas Artes, son algunos trozos del Madrid que aparece. Creo que el resultado no hubiese sido igual sin esa fidelidad reverencial al paisaje (hay pasajes rodados incluso en la cafetería Nebraska de la Gran Vía, y el final de la película está rodado en los pinares de Valsaín).
Los interiores están igualmente muy cuidados y toda la depauperación que se observa es muy real, con la dignidad de quienes la habitan.

A todo ello se añade la perfecta fotografía de José María Civit que ha sido fiel a la “irreal” ausencia de luz blanca en interiores y de la que todos los directores de fotografía de este país se empeñan en abjurar.
La música de Nacho Mastreta es otro sorprendente aspecto a reseñar ya que, aparte de su altísima calidad, está utilizada con mucha inteligencia, y al igual que el paisaje termina formando parte de Lucía, Chino y Charli, las tres conciencias presas en el asfalto de Madrid, la música también es un pedacito de ellos ¿O es que existe una imagen más reveladora que la de Lucía, seductora y cálida, bailando con Chino?

Sólo por verla a ella...

miércoles, 5 de enero de 2000

El viento nos llevará (1999, Abbas Kiarostami)

Publicada en Reseña nº312 y en Cine para leer, Enero-Junio 2000, Ed. Mensajero, Bilbao.


Llega el año 2000, entronizado en el reino de las efemérides. No hay mejor distracción que el tiempo, contarlo, nombrarlo, e incluso celebrarlo. Y mientras media humanidad espera alguna hecatombe para señalar con sangre sus vidas, Kiarostami viaja al Kurdistán iraní para filmar otra película de su cine-espejo.



El viento nos llevará propone un sillar más en la construcción de una estética que propusiera con sus anteriores trabajos -El sabor de las cerezas, A través de los olivos- sobre la que el espectador pueda asentar su propia realidad. Es cine-espejo porque cada fotograma de su cine es una impúdica y perturbadora introspección. En cada fotograma Kiarostami se asoma a una acequia sobre la que deja caer una gota, y observa cómo se trasmuda su rostro por una onda en el tiempo.

La ética del cine-espejo de Kiarostami es sencilla y clarividente: el autor de las imágenes se observa a sí mismo a través de su mirada sobre la realidad circundante. Esa mirada es consciente, y de la conciencia de su existencia, de la vida y la muerte, se desprende el tiempo, y la angustia con que el tiempo oprime a los hombres. Además, observa que la soledad hace más insoportable esa presión del tiempo. Los personajes de Kiarostami buscan o esperan porque están solos, y esta búsqueda que da sentido a la vida, la cual en principio carecía de él, se concreta siempre en la muerte. Entonces se alcanza la eternidad en el instante vivido y la angustia del tiempo, por tanto, desaparece.


En El viento nos llevará el protagonista es un ingeniero (?) que llega junto con su equipo de trabajo Siah Dareh, un pueblo en el Kurdistán iraní, para no se sabe qué; al niño que desde el principio será su confidente le dice que a buscar un tesoro, ¿pero qué tesoro es ese que busca el ingeniero? Están esperando la muerte de una anciana, y hasta que no fallezca ellos no pueden realizar su trabajo, que parece será la grabación del rito que suceda al óbito, pero la mujer no muere. Hasta ese momento ya resulta paradójico que el ingeniero llegue al pueblo con el propósito de grabar unas imágenes, y tenga que esperar observando otras. Esta espera también debe asumirla el espectador porque el personaje, al estar ocioso durante toda la película, libera a ésta de una acción directriz que articule de un modo ortodoxo la narración.

El viento nos llevará
se sostiene entonces en la impresión del tiempo en cada fotograma de una forma muy pura, apenas contaminada por acción, personajes o diálogos. En este aspecto la película es heredera de los postulados del ruso Andrei Tarkovski para quien la esencia del cine era el tiempo: podía prescindir de una historia, de personajes, de sonido, lo que hace que sea cine es la presión del tiempo.
Para el ingeniero, la opresión del tiempo se hace intolerable cuando está más solo, y esa soledad le envuelve tanto por su contumaz oposición a la herencia del pasado, como por el fracaso del proyecto que acomete.

La ociosidad a la que le conduce la supervivencia de la anciana altera e inestabiliza al ingeniero: “Los hombres también se rinden, como las máquinas, cuando están ociosos” Y respira más libremente cada vez que emprende una búsqueda aunque ésta esté alejada de la primitiva. Eso ocurre en las magistrales secuencias en las que sube rápidamente al cementerio, con la urgencia de un desposeído, para que su teléfono móvil tenga cobertura y así poder hablar. Incluso en este caso, la búsqueda tiene un vínculo simbólico con la muerte. Al igual ocurre cuando el ingeniero quiere leche y baja a una cueva (bajo tierra, como los difuntos) para que una joven le ordeñe una vaca. Él le quiere ver la cara, aproximarse a ella pero ella no se deja (otra vez la soledad), y entonces recita los versos de la poetisa Forough Farrokhzad en los que se sintetiza el problema existencial del ingeniero: “¡El viento nos llevará!”, dice, como en los versos de Octavio Paz “Nada fue ayer, nada mañana, / todo es presente, todo está presente.”


También existe en la génesis de esa angustia temporal y de la soledad una impotencia por adaptarse a lo ya existente. La tradición impone aquí las reglas del juego que, al no respetar, aíslan al ingeniero. Tiene una trascendencia fundamental en esta idea de respeto y asunción del pasado el niño, que ya lo está esperando en un recodo del camino cuando se aproximan al pueblo en el todoterreno, y al que se opondrá constantemente en una discusión teórica y fáctica sobre las costumbres, desde la discusión acerca del nombre del valle (lo llaman el “valle negro” cuando la luminosidad y la claridad de las casas inducen a nombrarlo de otro modo) hasta su perpetua insistencia para que lo acompañe a todos sitios cuando el niño tiene que estudiar y examinarse de las enseñanzas de sus antepasados. El fémur que aparece en las excavaciones del cementerio es el elemento que simboliza este conflicto permanente con el pasado, y que parece superado en el plano final de la película cuando el ingeniero lo lanza al río y es arrastrado por él.


Llega el año 2000 y nada ha cambiado pero tenemos la nueva película de Kiarostami. Es una película que ofrece al espectador una libertad a la que no está habituado puesto que debe incorporar su propia memoria y sus deseos, pero precisamente por esto El viento nos llevará y el resto del cine-espejo de Kiarostami es un tesoro que no deberíamos dilapidar.