viernes, 30 de marzo de 2007

Las vacaciones de Mr. Bean (2007, Steve Bendelack)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2007. Ed. Mensajero, Bilbao.


En 1990, Atkinson ya tenía una consolidada carrera en el teatro y la televisión inglesa, en la que había interpretado en los años ochenta al capitán Edmund Blackadder en la genial
La víbora negra, pero fue Mr. Bean el personaje que le dio fama mundial en la década de los noventa. Diez años después del estreno de Bean (Mel Smith, 1997), Rowan Atkinson saca a la luz la segunda incursión cinematográfica de Mr. Bean.


Algunos de los dieciocho capítulos que Atkinson creó desde 1990 hasta 1995 le situaron entre los más grandes cómicos británicos del siglo XX. Pero no ha sido el primero en probar suerte en el celuloide.
Monty Python’s flying circus fue el trampolín televisivo desde el que el grupo británico Monty Python creó Los caballeros de la mesa cuadrada (1975, Terry Gilliam, Terry Jones) y La vida de Brian (1979, Terry Jones). Como los ingleses, también fueron muchos los cómicos americanos que se brearon en las tablas catódicas, y sólo después de muchas horas de monólogos y sketches, se pasaron al largometraje. Bean dio el salto al formato de largometraje en 1997 con dispareja fortuna.


El principal obstáculo que presentaba la transposición cinematográfica de Bean era su mudez, que formaba parte de su franquicia como serie, y de su identidad como personaje. Mr. Bean, como la
Pantera Rosa, no habla, y eso era un aspecto inviolable de su caracterización. Al sacar al personaje de su universo de decorado de la BBC, con sus habituales compañeros de viaje, Mr. Bean se vio obligado a adaptarse a un nuevo marco narrativo que no era el suyo, y en el que Bean era un Bean que hablaba.

En
Las vacaciones de Mr. Bean, la astucia de situar al personaje en un país cuya lengua no habla salva esta circunstancia, y hace que el resultado sea mejor. No obstante, la historia que se cuenta –su viaje desde Londres a Cannes- no es más que una excusa argumental, muy leve pero efectiva, para ir insertando los distintos sketches. Las fuentes de donde beben las escenas cómicas son diversas y bastante cristalinas, por lo que es difícil escapar de la tentación de buscar los orígenes en la memoria. En lo que se refiere al argumento, la influencia más notoria es la de Jacques Tati, que también se llevó a su mítico Monsieur Hulot de vacaciones a la Costa Azul (Les vacances de Monsieur Hulot, 1953), y a quien parece homenajear en el momento en que adelanta con su bicicleta de cartero a un grupo de ciclistas (y en la memoria también aparece Buster Keaton en El colegial, 1927).

Otras escenas, como las de Bean en el rodaje del spot publicitario dirigido por Carson Clay, nos remiten directamente al comienzo de
El guateque (The party, Blake Edwards, 1963); el sombrero de vuelo infinito tras la explosión de la casa (otra explosión, como la del fuerte…) nace de un concepto muy similar al del infinito rollo de papel higiénico de la película de Peter Sellers.

Buceando en la propia antología de Mr. Bean, la escena en
Le Blue Train de la Gare de Lyon de París, o la de Bean como músico callejero, son muy parecidas a otros sketches de su serie de televisión.

El humor de la segunda entrega cinematográfica es más fiel al del personaje televisivo, y se nutre de los grandes maestros del cine cómico y de su propio ‘background’. A pesar de que sus principios son más sólidos, la película adolece de una falta de conflicto interno que desbarata su peso dramático, y los sketches, en general, no están muy elaborados. A ello se añade una puesta en escena bastante torpe y convencional. Más audaz que la primera, sin embargo Las vacaciones de Mr. Bean no ha dado el salto al vacío que requiere el cambio de formato, y la sombra de su pasado televisivo es tan amplia que la criatura apenas levanta el vuelo. Da la sensación de que Rowan Atkinson ha perdido una oportunidad de oro para extender la genialidad de su creación al medio cinematográfico.

No obstante, la película sorprende en algunos momentos, con escenas realmente brillantes, muy por encima del resto, como aquella en la que interpreta a la madre doliente en la pantomima callejera, la escena de la caseta arrollada por el autobús, o el
rush final en el que Mr. Bean por fin alcanza la playa y se pone a cantar La Mer, la canción de Charles Trenet. Si Rowan Atkinson decide finalmente no hacer una tercera entrega, Las vacaciones de Mr. Bean será el agridulce testamento de un genio de la comedia.

jueves, 29 de marzo de 2007

Fundido a negro (2006, Oliver Parker)

Publicado en Cine para leer. Enero-Junio 2007. Ed. Mensajero, Bilbao.


Fundido a negro
es un típico thriller político, ambientado en la Roma de después de la II Guerra Mundial, en el que un recién llegado Orson Welles se encuentra fortuitamente con las últimas palabras antes de morir de un actor asesinado en pleno set. A partir del asesinato, Welles se enamora de la hija del muerto (una guapísima Paz Vega en el papel de Lea Padovani), y entabla amistad con joven comunista (Diego Luna en el papel de Tommaso) tambien interesado en resolver el misterio. El conflicto se desencadena cuando, en la investigación del crimen, Welles descubre que están culpando a los comunistas de delitos perpetrados por los demócrata-cristianos, con objeto de que estos últimos consigan el poder en la nueva Italia. Entonces Welles se debate entre mantener su posición adquirida en los círculos políticos y sociales, encarnada en su relación con el embajador americano Brewster, o seguir fiel a Lea y Tommaso.


Se cuenta que, a mediados de los cincuenta, Orson Welles estaba en un aeropuerto hablando por teléfono con un ejecutivo de la Universal, y éste le preguntó si tenía algún proyecto en mente. Ante la inesperada oferta, cogió de un kiosko la primera novela de bolsillo que vio y le leyó el tíulo. Universal compró los derechos, y Welles hizo Sed de mal (1958). La historia que narra Fundido a negro bien pudiera haber surgido del kiosko de un aeropuerto, y nada hubiera significado. El material dramático de partida es pobre, un relato al estilo de Agatha Christie, un whodonit que gira en torno a la investigación que realiza el propio Welles en busca del asesino. Aunque tópico, el argumento tiene músculo, y es más que suficiente para construir una buena película. Pero ésta no lo es.

Uno de los principales problemas de Fundido a negro es la idea de convertir a Orson Welles en personaje. La interpretación de personajes históricos con una extensa iconografía es de por sí problemática y muy delicada, pues se recrea una imagen muy establecida en el imaginario colectivo. En Fundido a negro se añade que Welles tenía en pantalla una presencia como pocos actores la han tenido. Ningún actor iba a estar a la altura del personaje, y Danny Huston (hijo de John) no es una excepción. La comparación entre modelo y copia se vuelve más patética en aquellas escenas en las que Danny Huston interpreta a un Welles actor, como en el rodaje de la película que le lleva a Italia, o el pequeño corto que acompaña al espectáculo de magia que hace ante los demócrata-cristianos.

Aparte está que los personajes carecen de volumen. Sus motivaciones son demasiado obvias, y casi siempre están verbalizadas, lo que disminuye enormemente el atractivo que pudieran tener. Como siempre en estos casos, resulta más interesante el cinismo del embajador Brewster, que el idealismo de Lea y Tommaso. El personaje de Welles sucumbre completamente ante su propio fantasma.

La película muestra, sin embargo, buenas intenciones, y hay cosas de puesta en escena interesantes, como la primera aparición de Giuseppe Nero, en un primer plano con una maravillosa profundidad de campo, o el espectáculo de magia, con las imágenes de un Welles-Kane al fondo. Pero no va má allá: se queda en película ramplona, con personajes bastante planos, sin arco, y una historia anodina y típica. Habría que destacar por encima de todo el trabajo de Christopher Walken y la presencia de Paz Vega y Diego Luna en un proyecto anglosajón de esta envergadura.

viernes, 9 de marzo de 2007

El despertar del amor (2005, John Irvin)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2007. Ed. Mensajero, Bilbao.


Película basada en una novela del dramaturgo de finales del siglo XIX y principios del XX, Frank Wedekind. Autor de La educación corporal de las niñas (préstese atención a las metamorfosis del título, ‘El fino arte del amor’ y ‘El despertar del amor’), escribió otras novelas con un tema recurrente: la pérdida de la inocencia y el despertar sexual de la adolescencia femenina. En 2004, basada en el mismo libro, Lucile Hadzihalilovic rodó Innocence.


El despertar del amor narra la historia de un grupo de niñas, huérfanas o expuestas, que viven en un bucólico internado entre bosques, en el que reciben una estricta educación para convertirlas en las mejores bailarinas de ballet clásico de Alemania. La culminación de su vida como bailarinas es una representación ante el Príncipe. La bailarina principal ‘gozará’ asimismo de la potencia sexual de su Majestad.

Su director, John Irvin, es un veterano cineasta con una heterogénea filmografía en la que comparten espacio títulos tan dispares como La colina de la hamburguesa (Hamburger Hill, 1987), El pico de la viuda (Widow’s peak, 1994) o la ‘otra’ versión de Robin Hood que dio el año 1991 (la ‘una’ es la de los Kevin, Reynolds y Costner).

Así, El despertar del amor es una película basada en obra literaria de principios de siglo XX, dirigida por un experimentado artesano, y con una estrella internacional, la extraordinaria y elegantísima Jacqueline Bisset. Cumple, a priori, con todos los requisitos de un relato cinematográfico potable, y así lo es. El guión está bien estructurado, y todas las tramas confluyen en espiral en un mismo punto, que es el tema de la película, el amor como agente liberador frente al sexo esclavizador.

La mansión en la que viven las niñas es una cárcel de la que no pueden salir sin riesgo de perder la vida; actúa como otro símbolo de esclavitud. Otro tanto ocurre con el sexo. Reservadas para disfrute del Príncipe, cualquier experiencia lésbica es perseguida y castigada con encono y rabia por parte de Directora. Su personaje también encierra una dualidad beligerante, pues de joven también disfrutó de las mieles del sexo femenino: ‘Mine ha ha’, el agua que ríe, la luz de la que beben generaciones y generaciones de chicas, es el agua prohibida por la Directora, tanto para sí como para el resto de las muchachas.

La dualidad libertad-esclavitud, amor lésbico-sexo prostituido, se repite como un eco en las relaciones de Irene e Hidalla, una de las aspirantes a primera bailarina, y de Blanka con Melusine, la otra aspirante al puesto. El conflicto está claro y bien perfilado: si son descubiertas en la cama de sus amantes, perderán su privilegiada condición. Lo que sin embargo ignoran todas ellas es que el privilegio viene acompañado del desprendimiento absoluto de su cuerpo y su libertad a manos del Príncipe.

Aparte del buen guión, la película presenta numerosas virtudes. La dirección artística y la puesta en escena recogen con sutileza esa prisión camuflada en que se ha convertido el internado, y que la trama irá confirmando con sus sucesivos giros. La Bisset hace un buen trabajo, y con las niñas y resto de profesoras, configuran un universo narrativo coherente y equilibrado. Algunas escenas son brillantes, como la de las zapatillas de bailarina, que poco a poco se van ensangrentando por las puntas, en una metáfora de la tragedia que vendrá a continuación. En cambio hay algunos aspectos no muy bien resueltos, y que tiene que ver también con la moral que destila la película. Si bien es cierto que el punto de vista fundamentalmente el de Irene e Hidalla, no puedo evitar sentir que detrás de sus miradas hay un hombre. En este sentido, parece una película hecha para regocijo de la mirada masculina, como si desde la sombra, el procaz Príncipe, que aniquilará de un plumazo la inocencia y la belleza de las preciosas niñas, estuviese moviendo los hilos del relato.

Este punto de vista se percibe en las escenas de las amantes bajo la cascada, en sus livianos vestidos, el dibujo de sus cuerpos. Reafirman esta postura, la inesperada y cutre desaparición de la única esperanza de salvación para las chicas, el Inspector interpretado por Enrico Lo Verso; las sucesivas muertes de las muchachas, todas desesperadas e imbuidas de un instinto de aniquilación; y sobre todo, el final tremebundo en el que Hidalla se despierta en el lecho del Príncipe y descubre que el palacio en el que yace forma parte de la prisión en la que ha vivido toda su vida. Tal visicitud es kafkiana. Sin embargo, está contada desde la tragedia: el Príncipe es una fuerza de la Naturaleza que determina el Destino de las chicas, y no hay nada que hacer.

El despertar del amor sería una buena película para hacer un estudio sociológico a partir de la identificación de los espectadores. En cualquier caso, es una película con virtudes pero con una moralidad discutible.