viernes, 24 de febrero de 2006

El nacimiento de una pasión (2005, Jesús Sánchez)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


El nacimiento de una pasión es un documental acerca de los precedentes históricos, encontrados en diferentes civilizaciones y momentos históricos, de uno de los rituales más extendidos en la actualidad: el fútbol.


Al carecer de registros fotográficos o cinematográficos de aquellos preámbulos, Jesús Sánchez, guionista y director del documental con una experiencia profesional de veinte años en el campo, ha optado por la dramatización. Los episodios narrados son bastante mediocres en este sentido, es decir, cuando el figurante que ilustra la narración verbal intenta convertirse en personaje. La narración es más efectiva desde el plano general, sin bajar al terreno emocional del primer plano, cuando la puesta en escena simplemente reproduce los momentos históricos con el punto de vista de un entomólogo.

Las explicaciones mitológicas del juego que se practicaba en Teotihuacán, o la variante que se profesaba en China, sólo está perfilada, sin desarrollar, y éste es uno de los puntos esenciales que podrían explicar el imperio del fútbol por encima de cualquier otro deporte, como canalizador de sentimientos de identidad, de pertenencia a un grupo. El análisis histórico que se realiza, lejos de pretender ahondar en las claves que lo han convertido en un elemento indispensable del mundo actual, se limita a exponer los antecedentes, sus reglas, la evolución de las mismas, y la sorprendente aparición de los isomorfimos futboleros en distintas épocas y culturas.

El documental explica la escisión que se produjo en el siglo XIX entre el fútbol y el rugby; el origen de la palabra “soccer”, nombre con que se conoce al fútbol en Estados Unidos; la inmersión del deporte en España desde las minas de Río Tinto. Y se abre y cierra con la recreación dramática de la fundación de las dos instituciones clave para el desarrollo del deporte: la Football Association, que fijó las reglas definitivas del deporte y lo institucionalizó por primera vez en 1863, y la FIFA (Federación Internacional de Fútbol Asociación), fundada en 1904 y que sigue siendo el organismo que hoy en día rige el destino de este deporte.

El documental está realizado por un apasionado del fútbol, y la pasión a veces es mala consejera, sobre todo en el documental, donde la falta de objetividad tiene resultados catastróficos. A mí también me gusta el fútbol. Por esa razón, y a pesar de los defectos de la cinta, he podido disfrutar El nacimiento de una pasión. Dudo, sin embargo, que a un neófito o a un acérrimo detractor de esta barbarie pueda siquiera entretenerle. Si a eso le sumamos que el documental es un velado homenaje al Real Madrid (es el único club que se nombra, imágenes de sus jugadores componen el epílogo, el Santiago Bernabéu abre y cierra el documental), homenaje lógico si tenemos en cuenta la participación de Real Madrid TV, a la nómina anterior de potenciales indiferentes o aburridos por el documental, se le puede sumar un número aún mayor.

Se trata, en definitiva, de un documental de logros limitados, cuyo estreno en salas comerciales sólo puede explicarse por ser un documental sobre fútbol.

El nuevo mundo (2005, Terrence Mallick)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


El nuevo mundo
es una película de Terrence Malick, autor de tan sólo cuatro largometrajes desde que comenzara su carrera profesional, en 1973. Su cine no tiene que ver casi con nada. Tiene un hálito que penetra hasta los huesos y vuelve extraño el mundo de afuera, el que espera a la salida del cine. Es un cine lírico, pero no es poesía visual puesto que el aspecto narrativo no se pierde en sus películas.


El nuevo mundo narra la historia de amor de la princesa india Pocahontas y del capitán John Smith, en el año 1607, cuando tres barcos ingleses financiados por la London Virgina Company arribaron a la costa americana en buscas de un legendario tesoro que creían escondido en los nuevos territorios. La historia ya contaba con varias versiones cinematográficas, entre ellas una de dibujos animados de la factoría Disney (Pocahontas, 1995).

Narrada por Terrence Malick, la leyenda se ha transformado en una película extraordinaria. Y muy meritoria, porque camina por el vacío en muchos aspectos de la película y sale victorioso en todos ellos. El más desconcertante y arriesgado es el ritmo. En
El nuevo mundo no hay síncopas, ni puntos de giro. Ni tres actos claramente definidos. Es otra forma de hacer cine, que ahonda en su aspecto lírico y que perfecciona las tesis estéticas planteadas en sus otras tres películas (Malas tierras, 1973; Días del cielo, 1978, y La delgada línea roja, 1998). La película se articula en torno a las voces en off de los tres personajes protagónicos, Pocahontas, John Smith, y el que se convertirá en marido de la princesa india tras la supuesta muerte de Smith, el colonizador John Rolfe. Estas tres voces están más cercanas del stream of consciousness de Faulkner que del clásico punto de vista interno en primera persona. Esta corriente de conciencia se intensifica hasta hacerse hipnótica por el tratamiento que se hace de la acción. Lo que pasa en la película, el drama, es narrado en su mínima expresión, con un uso exquisito y brutal de la elipsis, de tal forma que las secuencias narrativas, esas que hacen avanzar la acción y que son condición sine qua non de un buen guión según la ortodoxia de Hollywood, constituyen un porcentaje exiguo del metraje total. Estas secuencias vinculan entre sí los pasajes líricos y su carácter mínimo, su atmósfera de sueño, son clave para que la película fluya y no pierda nunca el ritmo íntimo, la pulsión interna de la criatura.

El resto, lo que no es acción, es una celebración de la naturaleza, de la voz de los ríos, los árboles, de los hombres valerosos que no tienen miedo y que forman parte de esa naturaleza en equilibrio. Los elementos son sencillos, efectivos, las emociones que suscitan, si el espectador entra en el juego propuesto por Malick, intensas: dos manos unidas bajo el agua –el pueblo universal que hallamos en
La delgada línea roja-, dos cuerpos corriendo entre las altas hierbas de las praderas de Virginia, el sol, el agua, los ojos, el amor entre el capitán Smith y la bella Pocahontas... El contraste con el primer plano del asentamiento de Jamestown, sucio, enfermizo y receloso, es estremecedor.

Terrence Malick, profesor de Filosofía durante muchos años en el
MIT de Boston, hace una reflexión sobre la pérdida de la inocencia del ser humano, su rápida propagación y la difícil exculpación. La princesa Pocahontas, a salvo gracias a la irracionalidad del amor que siente por el capitán Smith, es el único ser que se mantiene puro, que se respeta y se adapta al nuevo mundo con el mismo espíritu con que baila por las praderas cuando aún vive con los suyos. En ella se vislumbra ese proceso de desarraigo y posterior reconciliación. Tras abandonar el mundo ordenado de su tribu y ser tomada como rehén por los ingleses, Pocahontas vive durante años confinada en el asentamiento de Jamestown que, poco a poco, va creciendo y civilizándose. Llegan más colonos, le cuentan que su amado ha muerto en la travesía hacia Inglaterra, y se casa con John Rolfe. Años oscuros, de penitencia, en los que no pierde nunca el valor y la esperanza, hasta que recibe la llamada del rey de Inglaterra, deseoso por conocer en persona a la mítica princesa india. En Europa nace la reconciliación. Su admiración por la arquitectura, por los vestidos, por los nuevos juegos que el arte inventa reproduciendo el orden perdido de la naturaleza, y su encuentro con el resucitado John Smith restauran la virginidad moral de Pocahontas.

La película está llena de juegos y contrastes que recalcan esa tesis: Pocahontas no tiene nombre, y son los ingleses quienes se lo dan, bautizándola como Rebecca; Pocahontas camina descalza, y son los ingleses quienes la visten y constriñen bajo el corpiño y los zapatos que la llevarán a Inglaterra; Pocahontas se enamora de John Smith (otro sin nombre), pero éste muere en su corazón porque los ingleses le anuncian que ha fallecido, y se casa con John Rolfe. La civilización es la ruptura del orden primigenio. Pero también es redención. Y esa paradoja, la gran paradoja humana, es el único tema del arte y el tema de
El nuevo mundo.

Terrence Malick ha hecho una película con una característica muy difícil de encontrar en el cine actual y que es donde radica todo su valor: la plena conciencia. Conciencia de lo que quiere decir, y de cómo decirlo. Pero también conciencia de los pucheros e ingredientes que necesita para cocinarla. Obsesionado como otros grandes por el control absoluto de su obra, Terrence Malick ha contado con la colaboración de los mejores profesionales, cuyo trabajo se nota imbuido por el espíritu Malick, que lo mejora y engrandece.

La fotografía es del mexicano
Emmanuel Lubezki, uno de los mejores directores actuales, autor de trabajos tan brillantes como Sleepy Hollow y Y tu mamá también. Su trabajo en El nuevo mundo tiene una candidatura a los Oscar de Hollywood y lleva camino de repetir el éxito de Néstor Almendros en Días del cielo.

Si Lubezki es responsable de iluminar,
Jack Fisk lo es de seleccionar lo iluminado. Director de arte de varios títulos (entre ellos los primeros de Malick), se convirtió a finales de los noventa en jefe de producción de La delgada línea roja y de las dos últimas películas de David Lynch. Los escenarios y los decorados son en este caso otro personaje más y parte del conjuro.

La música está elegida con una sutileza que insufla el aire que necesita el film para avanzar: fragmentos originales de James Horner, uno de los mejores en la actualidad, y la colaboración de
Wagner, de quien Malick toma un fragmento de El oro del Rhin para componer la apertura y el cierre del film.

Recuerda por la precisión y el uso singular de la música a
Kubrick. De la misma forma que el director neoyorkino organizó un casting a nivel nacional y vio a miles de chicas hasta encontrar a su Lolita, el de Texas hizo lo mismo a nivel internacional para hallar a Pocahontas. En ocasiones se dan encuentros milagrosos entre el actor y su personaje, diluyéndose la frontera entre los dos lados del espejo. Éste es uno de ellos. Q’Orianka Kilcher fue descubierta por casualidad mientras se ojeaban nuevos rostros en una agencia de actores. De quince años, hija de un indígena quechua, deslumbra por su presencia y es otro de los pilares, junto al resto del elenco, elegido a la perfección, sobre los que se sostiene esta grandiosa película, existencialista, que canta al Dios escondido en el ser enamorado.

viernes, 17 de febrero de 2006

Casanova (2005, Lasse Hällstrom)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


“Está muy vistosa pero es un poco rollo”. Cine Palafox, fila 12, butaca 5. Un espectador. Así se podría resumir la última película de Lasse Hallströmm (Las normas de la casa de la sidra, 1999; Chocolat, 2000), que fantasea con uno de los episodios amorosos del seductor veneciano Giacomo Casanova. La película no tiene versión original en Madrid; es distribuida por Buena Vista (Disney), y Casanova es interpretado por Heath Ledger. Así como el actor australiano no tiene nada que ver con Donald Sutherland, el Casanova de
Hallströmm no tiene nada que ver, estilística, conceptual e industrialmente con el Casanova de Fellini.


Si bien Hallströmm es autor de películas con cierto encanto, Casanova es peor película de lo que cabría esperar con los mimbres que tenía: buenos actores (Lena Olin, Jeremy Irons, y los correctos Sienna Miller y Heath Ledger), un guión solvente con muchos cabos a los que agarrarse, y una producción que utiliza Venecia como decorado.

Casanova narra un episodio ficticio de la vida del seductor italiano, en el que intenta conquistar a una de las pocas mujeres que se le resistía, la bella Francesca Bruni. La idea, en principio no muy original, se enriquece cuando la amada de Casanova resulta escribir, bajo pseudónimo masculino, pequeños panfletos filosóficos en los que defiende la dignidad de la mujer y un concepto del amor que difiere bastante del que profesa Casanova. El encuentro de Casanova con Francesca coincide además con la cercana boda de ésta con un rico comerciante genovés, y con una pretendida redención del incorregible italiano, quien, siguiendo los consejos del Dux veneciano, se compromete en matrimonio con una joven núbil. La película desarrolla, como se puede ver, múltiples juegos de apariencias: ni Casanova ni su amada son quienes dicen ser, y los dos andan comprometidos con personas a las que no aman. Para concluir este gran carnaval, el Casanova anciano que narra los sucesos no es el Casanova que los protagoniza.

Sin embargo, la película es mala. Los actores no están bien, el guión no está explotado, la puesta en escena es mediocre, el uso de la música excesivo. Parece una película hecha sin ganas, como si el propio Lasse Hallströmm no se tomara en serio. Cuando lo que se cuenta no es asumible seriamente, hay que tratarlo con sarcasmo o exageración. La admiración que sienten las mujeres por Casanova es ridícula, así como el encaje de parejas que se produce en el último tercio de la película. El sarcasmo que hubiese resucitado el relato es apenas un esbozo que aparece con las novicias ninfómanas o con la obsesión de la prometida de Casanova por perder la virginidad con el portento sexual.

Casanova
no pretende enjuiciar el mito, ni psicológica, ni moralmente. Tampoco pretende reflexionar sobre el gran teatro de la vida, tal y como podía esperarse por el guión. Si la película pretende defender la fidelidad conyugal y el amor verdadero frente al desenfreno sexual fracasa, porque la carambola final es folletinesca y demasiado sentimental: puro pastel.

En definitiva, no sé qué pretende el sueco Hallströmm con esta película. Quizá ni él lo sepa, o lo único a lo que aspiraba con ella era, sencilla y humildemente, dar de comer a sus hijos.