viernes, 18 de octubre de 2002

Un final made in Hollywood (2002, Woody Allen)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2002, Ed. Mensajero, Bilbao.



Hollywood ending es la nueva comedia de Woody Allen. Aunque no se puede decir que haya abandonado en ningún momento este género, durante algunos años realizó varios títulos vinculados al género dramático, desde las bergmanianas obras -September, Another woman- no tan logradas, hasta algunas tragicomedias -Hannah y sus hermanas, Annie Hall-, que se han convertido en obras únicas, inclasificables y reveladoras.

Con esto quiero señalar que Woody Allen, en los primeros años setenta, se bautizó en el cine con puras comedias, Toma el dinero y corre, Boris Grushenko, Bananas o Todo lo que quiso saber sobre el sexo; un cine cuyo profeta es Groucho Marx, que toma conciencia del absurdo irreconciliable de la realidad, y cuya única redención posible es el humor.

Pero en un mundo moderno, en el que la razón predica un imperialismo alienante, la celebración de lo absurdo ocupa un lugar menor en la escala de valores: a lo serio y trascendente se opone falsamente lo cómico y lúdico. Y sin embargo, el humor es el gran invento de la modernidad: es a través del juego como se puede trascender el tiempo. Afortunadamente, Woody Allen debe de tener colmado ya su ego, pues desde hace unos años ha regresado al mundo de las “comedias menores”, y no veo que necesite hacer más de Bergman para ser considerado lo que es, uno de los más grandes artistas contemporáneos.

En Hollywood ending, Allen narra la historia de Val Waxman, director de cine alter ego de Allen, en una situación sentimental y profesional desesperada, al que su ex-mujer, prometida al productor Hal Yeager, ofrece dirigir un guión titulado La ciudad que nunca duerme, en referencia a Nueva York. Justo antes de comenzar el rodaje, a Val le sobreviene una ceguera psicosomática que tratará de ocultar por todos los medios durante el accidentado rodaje.

Con este argumento Woody Allen recrea una realidad que conoce bien, el mundo del cine en los Estados Unidos, la oligarquía de los grandes estudios de Los Ángeles, frente al coto reducido e “independiente” de Nueva York. La película no es crítica. Detrás de las escenas no hay un afán vindicativo, ni una intención transformadora; quizá haya cierta nostalgia por un pasado mejor, pero éste no es considerado como una Idea que recuperar como si fuese el Imperio-Edad-de-Oro del cine americano.

Es simplemente conciencia del absurdo del que el propio Allen no queda excluido. No sólo bromea sobre la orientación comercial de las películas (¿a qué sector va dirigida una película, adolescentes, niños, seniles?); o sobre el papel maquiavélico y sectario de la prensa especializada; o el nepotismo sexual que impera en la elección de actores y actrices. También está presente su obsesión por los operadores extranjeros –Carlo Di Palma, Sven Nykvist, o Zhao Fei han sido sus directores de fotografía preferidos-, e incluso cuestiona el “valor” de su trabajo con una metáfora tan revolucionaria como la ceguera de su personaje.

La producción cinematográfica aparece como lo que es, una industria que debe generar beneficios, y en ese sentido poco se alejan los estudios de Hollywood de una fábrica de salchichas. En Estados Unidos la película ha recibido furibundas críticas, lo cual no es de extrañar proviniendo de una sociedad y de un ámbito, el del cine, con el ego hipertrofiado, incapaz de asumir el otro lado de la realidad, obnubilados por la majestad del beneficio, la razón, el capital y el poder. Allen no hace otra cosa que recrear ciertas actitudes comunes en Hollywood, y desvelar el absurdo.

El absurdo en esta película atañe también al argumento. Hay muchas cosas imposibles de asumir por el espectador: incoherentes, o simplemente inverosímiles, comenzando por el conflicto esencial del film, la ceguera psicosomática del director. Como en el acto poético, se produce el milagro y todos esos agujeros lógicos carecen de importancia. Eso no quita que venga alguien y haga una lista con todas las faltas de lógica, casualidades, o azares provocados que hay en la película; y tendría razón, las hay. Pero el público se ríe, entra en comunión con su otro Yo a través de la película; al vivirla se encuentra y se pone de manifiesto que siempre es preferible el sentimiento de participación que el respeto a la lógica.

Su creación del héroe ciego es digna de un Homero moderno. Val Waxman está desahuciado: su mujer lo ha abandonado y nadie quiere contratarlo. Y hasta que no queda ciego, su vida no cobra sentido. Waxman alcanza la evidencia en la ceguera, en la ceguera racional: para alcanzar el Ser hay que ser Otro, cruzar a la otra orilla y vivir las tinieblas. Sentir la angustia, el desvalimiento de sentirnos perdidos en el mundo, sin rumbo claro pero con fe: esa es la experiencia de Val Waxman; de Woody Allen al hacer esta película; y del espectador al verla. Tras la caída viene el regreso triunfante, y así, Val no sólo recupera a su ex, de la que siempre estuvo enamorado, sino que además obtiene un éxito inopinado justo al otro lado, en Francia, en el continente que da de comer al verdadero Woody Allen.

Desde Misterioso asesinato en Manhatan, Woody Allen ha regresado plenamente a la comedia. Su proceso es semejante al de Sullivan, el personaje de Preston Sturges (Los viajes de Sullivan, 1941). Sullivan estaba obsesionado por hacer el gran drama social que reflejara el mundo real, pero tras su paso por la cárcel y comprobar cómo era el ratón Mickey el que aliviaba los espíritus de los presos, tomó conciencia de que debía hacer comedia. Allen camina ligero, sin el peso del artista que le sobrevuela, y ha hecho una comedia que hace reír y que revela.

También se observa esa ligereza en la forma de hacer. Cada film que hace es menos complejo formalmente, todo tiene una apariencia de sencillez desconcertante y turbadora, como si no le costara ningún trabajo hacer las películas. Los encuadres son sencillos, sobrios, con la cámara a la altura de los ojos, o del ombligo de sus personajes, en una especie de asunción inconsciente de la sección áurea. El montaje está casi ausente; siempre es mejor el plano secuencia que el montaje. El ritmo lo crean las acciones de los personajes, sus diálogos, y los cortes que hay son los exigidos para mantener éste ritmo que los actores no pudieron darle. Las prácticas que ya introdujo en Desmontando a Harry, cortando varias veces un plano, aquí se repiten con igual efectividad. No hay fundidos de ningún tipo y los títulos de crédito son los acostumbrados de letras blancas sobre fondo negro. La precisión de Hollywood ending conduce a la perfección.

Los actores están muy bien dirigidos. O elegidos, porque la dirección de actores comienza en el “casting”. La mediocre y advenediza actriz con la que vive Val está interpretada por Tiffani Thiessen, procedente de la serie adolescente Salvados por la campana; y al igual que ella, el resto de los intérpretes no son grandes estrellas, pero sus personalidades se adaptan muy bien a los personajes que interpretan, desde el aristocrático y canceroso George Hamilton, al gris y banal Treat Williams, pasando por una maravillosa Tea Leoni en su papel de ex-esposa que nunca dejó de amar a Val.

Hollywood ending es desternillante. Su humor es el del absurdo –porque el humor nunca es inteligente-, y escenas como la del encuentro con el productor tras finalizar la película deberían formar parte de una antología de la comedia. Y la mejor noticia es que el premio Príncipe de Asturias sigue trabajando y ya tienen entre manos su nuevo proyecto, Anything else. ¡Todavía más?

viernes, 4 de octubre de 2002

Forever mine (1999, Paul Schrader)

Publicada en Cine para leer, Julio-Diciembre 2002, Ed. Mensajero, Bilbao.


Cuando en la reciente edición del Festival de San Sebastián se presentaba Auto Focus, la penúltima obra de Paul Schrader, en las salas comerciales se estrenaba su anterior título, Forever mine, producida en 1999, una historia de amor entre Alan Riply, el chico de las toallas de un hotel de Florida –Joseph Fiennes-, y Ella Brice, la joven y rubia esposa –Gretchen Mol- de un ejecutivo de asuntos turbios, más cercano al gangsterismo que a la honorable labor de la gestión de empresas: el inicuo concejal Mark Brice, interpretado por Ray Liotta.


El pesimismo de Schrader convierte esta hipótesis de partida en una tragedia, como cabría esperar, ya que es costumbre en sus películas. Alan Ripley, entronca con otras creaciones de Schrader, como el Wade Whitehouse de Aflicción (1997), o el mítico Travis Bickle de Taxi driver (Martín Scorsese, 1976). Todos ellos, personajes abocados a una ineluctable violencia, que en el cine de Schrader se convierte en catarsis para redimir a unos y otros, espectadores y personajes, de la soledad, soledad erigida en el tumor que infecta las conciencias; en el universo de Schrader, el amor siempre fracasa, y parece que esta explosión de incontenible violencia es la única solución posible al equilibrio inestable en el que sobreviven los personajes, a ese mare mágnum de miseria del que, de vez en cuando, emerge un ángel blanco como efímera esperanza de redención.

El ángel de Forever mine es Gretchen Mol saliendo del mar a cámara lenta, perfectamente modelada por un bañador blanco, imagen que nos lleva a la efigie maravillosa de Cybil Shephard, también envuelta en blanco, entrando por primera vez en las oficinas del senador Charles Palantine (Taxi driver).

Si, hasta ahora, la visión sobre el amor de Paul Schrader había sido de un pesimismo de plomo, en Forever mine sorprende con una fe racional, y nos ofrece una visión muy cercana a la concepción del arte desde que los poetas provenzales inventaran el amor cortés allá por el siglo XII. Parece que Schrader, habitante perpetuo del lado oscuro, ha pretendido incorporarse al otro lado, al que ocupa el hombre capaz de amar, pero en su caso lo hace desde una atalaya racionalista que acaba reduciendo a tópicos las metáforas del amor y del odio.

En Taxi driver o American gigoló, el perenne solitario, alter ego de Schrader, poseía el punto de vista; el film era una confesión del autor, y la barbarie del protagonista estaba imbuida de humanismo, ya que era el propio Schrader quien se escondía detrás de la máscara. Pero en Forever mine, el punto de vista es cedido en bandeja de plata a un pueril camarero de ideas románticas y proyectos universitarios, cuyo amor parece no sólo incombustible, sino capaz de cualquier sacrificio. ¿Y Schrader dónde está?

El arte exige una reinvención constante de la realidad inconsciente del hombre. Al recurrir a formas establecidas es frecuente que el artista las reproduzca sin ser consciente del misterio que encierran, de su simbolismo procedente del “inconsciente colectivo”, y como tales, quedan reducidas a tópicos: es la diferencia entre el símbolo –religioso, misterioso, universal, inefable-, y el signo –terrenal, obvio, local, unívoco-.

Y tópicos en Forever mine, hay varios: que Ella lea a los ancianos Madame Bovary, la historia de una mujer adúltera, es demasiado evidente; y el rosario que Ella regala a Riply se transforma en un fósil narrativo, y pierde todo el misterio. La tradicional y demencial lucha que el héroe de Schrader inicia con el mundo, queda reducida al maniqueísmo sin dobleces: por lo paupérrimo que es el héroe Alan Riply, y por lo plano que resulta su antagonista, el concejal Mark Brice.

Si atendemos a la construcción narrativa, ésta presenta innumerables carencias. Sin hacer excesivo énfasis en las lagunas del guión, en esas inverosimilitudes a las que Hitchcock tampoco daba excesiva importancia pero que resultan enojosas para cualquier espectador un poco exigente con la lógica del film, hay ciertas preguntas que la película no responde: ¿Cómo se salva Riply tras ser disparado y lanzado a la zanja de la obra desde varios metros de altura? ¿Cómo averigua Mark Brice el paradero de la pareja fugitiva al final del film? ¿Por qué no reconoce Ella Brice a su amado Alan hasta que éste se lo dice, después de haberle besado? ¿Cómo se produce la suplantación de identidad de Manuel Esquema: tan fácil como matarlo y hacerse pasar por él?

A las lagunas, de importancia relativa, se une la estructura del guión: construido sobre un gran flash-back -o analepsis, como también se puede llamar-, se narra la historia de amor a partir del viaje en avión que Riply hace, con el rostro deformado, para hacer negocios con el concejal Mark Brice, catorce años después de su encuentro en Florida. El flash-back está dividido en tres partes, cada una de ellas prologada por una breve escena en el avión que le sirve a Riply para recordar, y a Schrader, para seguir narrando. El recurso es bastante torpe, y a mi juicio, hubiese sido mejor solución contar la historia de Florida y pasar al avión con una elipsis de catorce años, sin necesidad de introducir previamente a Riply con su rostro de Quasimodo.

Como consecuencia de todo lo anterior, el tiempo de la película se espesa y fluye con dificultad, haciéndose aburrida en algunos momentos. Pero como decía Jean-Luc Godard, es mejor una mala película americana que una mala película húngara. A la calidad incuestionable de la fotografía, se une la partitura de Angelo Badalamenti, el habitual compositor de David Lynch, y unos actores solventes entre los que destaca la figura de Ray Liotta, convertida en mito desde su aparición en Goodfellas (Martín Scorsese, 1991).