viernes, 9 de junio de 2006

La profecía (2006, John Moore)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Treinta años después de que Richard Donner rodara esta historia con Gregory Peck como protagonista, un tal John Moore, que ya había dirigido en su primer largometraje a Gene Hackman y Owen Wilson (Behind the enemy lines, 2001), toma las riendas de este remake, para hacer una película bastante peor que la original.


Ahora bien, ¿por qué es peor? ¿Cuáles son las decisiones que determinan que un mismo texto se convierta en una buena o en una mediocre película? El caso de las dos versiones de The omen encuentra decenas de analogías en todas las parejas original-remake, pero quizá la que más se le asemeje sea la de Psycho (Alfred Hitchcock, 1961; Gus Van Sant, 1998) con la que se pudo verificar cómo, aun manteniendo el guión y la planificación, los resultados pueden ser tan dispares.

El cine es tiempo, y la base de su fabricación, el ritmo. El ritmo es la pulsión interna que genera la corriente que nos mece o que nos sumerge en el aburrimiento más profundo. La profecía de Richard Donner fluye mejor que la de John Moore, a pesar de que, como ocurre en la versión Psycho de Gus Van Sant, el guión es prácticamente el mismo y algunos planos son clavados. Son las diferencias en diégesis, puesta en escena, y fundamentalmente elenco, las que marcan el abismo que media entre ambas.

En primer lugar, la versión 2006 toma a Liev Schreiber, de 39 años, para interpretar al embajador Robert Thorn; en la versión 1976, Thorn es Gregory Peck, y por entonces tenía 60 años. Sin tener en cuenta la interpretación, la elección de un actor tan joven para encarnar al embajador de Estados Unidos en el Reino Unido es una complicación innecesaria para el director, ya que le obliga a introducir elementos que apuntalen la verosimilitud del relato. En este sentido, en la v. 2006 hay una par de secuencias adicionales que pretenden tapar este “agujero”. En la primera de ellas, Thorn es nombrado en primera instancia secretario del embajador; en la segunda, el embajador sufre un rocambolesco accidente en el que un camión lleno de combustible se empotra contra su coche oficial, que acaba saltando por los aires con el dentro. Estas dos escenas no estaban en la versión original. En la v. 2006, son dos piedras en el camino, introducidas para justificar su nombramiento como embajador, que además tienen un efecto secundario muy negativo en el relato: queman demasiada pólvora, y el contrate entre la vida apacible del embajador, su mujer y su hijo, y lo extraordinario desaparece de un plumazo.

La versión 1976 mantenía durante más tiempo un contraste que era precisamente en lo que se fundamentaba la fuerza del film: cómo el mismísimo demonio podía habitar el cuerpo angelical de un niño de cinco años. Sin ese contraste entre lo cotidiano y lo misterioso, entre la luz y la sombra, no habría existido la tensión necesaria que exigía el relato. En la v. 2006, Damien es un mal bicho desde la primera escena. Nunca dudamos de que se trate del auténtico Demonio, con esos guiños y esas sonrisas maliciosas que nos regala. El misterio se diluye más y el propio director parece darse cuenta de la carencia, porque intenta solventarla de la forma más fácil y menos efectiva. Así, abusa del movimiento en la puesta en escena; del montaje, que aparece excesivamente fragmentado; y como traca final, de la música, con la que parece querer acojonarnos subiendo el volumen al máximo. Tampoco hay contraste con el plano fijo, las tomas largas, y el silencio. Y sigue sin haber misterio.

Un punto adicional es que los actores están muy mal. Liev Schreider –y ahora no nos ocupamos de su edad- parece un pelele. El relato tiene un problema que lo lastra irremediablemente. El personaje que lo articula deambula a lo largo de toda la película, no tiene madera de héroe, no tiene misterio: es un perdedor y la va a cagar. La implicación emocional del espectador se ve mermada y, en este tipo de relatos de principios aristotélicos, la empatía del espectador con el héroe es esencial para que funcione. Su partenaire, Julia Stiles, tampoco tiene la suficiente presencia para hacer frente al Demonio de su hijo. El trío protagonista resulta incluso cómico, por lo exagerado de Damien, y el patetismo de sus padres. Contrastan con los secundarios, que componen unos buenos roles, tanto David Thewlis interpretando al fotógrafo, como Pete Postlethwaite encarnando al padre Brennan. Mención aparte merece Mia Farrow, que nunca pierde ese sentido del misterio del que hablamos. La actriz, que ya había sido madre del Demonio en Rosemay’s baby (1968), interpreta a Mrs. Baylock, la niñera de Damien, al que cuida, protege e instiga para que siga haciendo el mal. Su interpretación es sobria, exacta, y excepto algunos excesos provenientes de los clichés de las películas de acción, hace en líneas generales un muy buen trabajo.

Por último, en la v. 2006 la acción se desarrolla en la actualidad. Las historias pertenecen a una época, y si bien el Demonio ha sido un protagonista constante en la Historia del Cine, el tratamiento que recibe en Rosemary’s baby es distinto del que recibe en El exorcista (1976) o La profecía (1973), y radicalmente diferente del que Álex de la Iglesia le da en El día de la bestia (1995). Particularmente, dudo de la sintonía entre el mundo de hoy y el relato de La profecía. Aparte del guiño maquiavélico del final, con Damien cogido de la mano del presidente (¿Bush?), veo un relato extemporáneo, principalmente por el escepticismo que impera en nuestros días, que lo conduce irremediablemente hacia lo cómico.

Concluyendo. El ritmo de un film depende tanto de los elementos temporales como espaciales. Aunque se parta del mismo texto, e incluso del mismo texto visual, es necesaria hacer una revisión de su vigencia, y de los cambios necesarios para que el relato –el tiempo recreado- se entienda con la época –el tiempo original- en la que se realiza, no sólo porque la fluidez del relato dependerá de la fluidez de sus creadores –empezando por el director y terminando por los eléctricos-, sino porque el relato va dirigido a los espectadores de hoy con la angustia y las dudas de hoy. Las dos versiones de La profecía ilustran, por omisión, la necesidad de esa revisión.

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