sábado, 24 de noviembre de 2007

Dinero caído del cielo (1981, Herbert Ross)

Se publicará en Cine de los 80, Ed. Mensajero, Bilbao.



Argumento

“Hace mucho tiempo, las mejores cosas de la vida eran completamente gratis. Pero nadie apreciaba el cielo azul, y nadie felicitaba a una luna que siempre era nueva. Por eso se planeó que, de vez en cuando, desaparecieran y que uno tuviera que pagar para recuperarlas. Y para eso se hicieron las tormentas, porque cada vez que llueve, llueve dinero del cielo...”

Así canta Arthur Parker, un iluso vendedor de canciones con un claro deseo, vivir en un mundo donde las canciones sean la realidad. Casado con una gris, frígida y castrante mujer, Parker conoce en uno de sus viajes a Eileen, una maestra de escuela de la que se enamora perdidamente, un alma gemela con la que compartirá sus sueños de felicidad musical. En ese mismo viaje, se encuentra con un vagabundo que se gana la vida con su acordeón.

Su fortuito encuentro con una joven ciega, y el posterior asesinato de ésta a manos del acordeonista, le conducirán accidentalmente al patíbulo, devolviéndole de una forma tan rotunda como trágica a la realidad de la que pretendía huir.

Sobre Herbert Ross

En 1981, el musical, como el western, estaba en horas bajas, y las propuestas de la época (Grease, 1978, v.gr.) distaban bastante de los patrones utilizados en la época dorada de Hollywood. Herbert Ross (Brooklyn, New York, 1927-2001) tenía una amplia experiencia, por un lado como coreógrafo, y por otro como director cinematográfico. Lejos de adaptarse a las corrientes imperantes, dirigió un musical nostálgico, en el que recogió y recreó una gran parte del musical clásico americano.

Sobre Dinero caído del cielo

Dinero caído del cielo (1981) es la adaptación de una miniserie de seis capítulos, protagonizada por Bob Hoskins, realizada en 1978 para la BBC británica por Dennis Potter, quien firmaría el guión de ésta. A su vez, la miniserie tomaba su título de un largometraje musical de 1936 protagonizado por Bing Crosby, y en el que se incluía por primera vez la canción escrita por Johnny Burke y Arthur Johnston. Posteriormente, Billie Holliday, Louis Armstrong o Frank Sinatra incluirían la canción en su repertorio. En la película de 1981, la canción es interpretada por Arthur Martin. La presencia consciente de las fuentes que le inspiran es tal, que la película es tanto un homenaje a una época, como un ejercicio metacinematográfico derivado del juego inmanente entre la realidad y la ficción.

El propio argumento de la película es propicio a ese juego y la reflexión que conlleva: ¿es la vida como es o como imaginamos que sea? Éste es precisamente el abismo que se abre en la mente de Arthur Parker, cuya vida oscila sin solución de continuidad entre el mundo real y un mundo cantado, fruto de sus ensoñaciones, al que se agarra desesperadamente para sobrevivir. Arthur es un iluminado, un ingenuo que goza de los paraísos artificiales a los que le conducen las canciones que habitan en su mente. Sin embargo, en Dinero caído del cielo la frontera entre la realidad y la ficción es diáfana.

La conciencia de ficción de la parte cantada que tiene Arthur, y que el autor imprime, es un punto de madurez del que los musicales clásicos carecían. En ellos, los personajes se ponían a cantar y bailar como si fuese lo más natural del mundo, mientras que en Dinero caído del cielo los números musicales forman parte de una realidad, ansiada por Arthur y Eillen, pero claramente paralela y ajena a la real. Veinte años más tarde, Rob Marshall utilizaría el mismo recurso en Chicago (2002).

Un aspecto formal derivado del carácter fantástico de los números musicales son las canciones, que no son interpretadas por los actores, sino que mantienen las voces de las grabaciones originales, tal y como haría Alain Resnais dieciséis años más tarde en On connaît la chanson (1997). Sin embargo, el doblaje nostálgico de las canciones es sólo una más de las medidas adoptadas para Herbert Ross para remarcar el carácter ilusorio de los números musicales.

Transformaciones y desplazamientos de los decorados, repentinos cambios de iluminación, cambios de registro en los intérpretes, constantes violaciones de la lógica narrativa... todos estos recursos son utilizados para marcar al transición de un mundo real a otro ficticio. Por encima de todos ellos, destaca la brillante fotografía de Gordon Willis, uno de los más grandes directores de fotografía de Hollywood. A la oscuridad, sobriedad y realismo de las escenas del mundo real, contrapone la rica, brillante y sutil composición cromática de los números musicales. El ejercicio de creatividad es deslumbrante: un número está dominado por el blanco de los esmóquines infantiles, otro por los diabólicos rojos y violetas de una antro seductor, otro por los grises del blanco y negro del cine clásico. Cada número está concebido de una forma distinta, presentando una galería de posibilidades compositivas y cromáticas que convierten a Dinero caído del cielo en un catálogo para el director de fotografía.

Esta autoconciencia de la fantasía se expresa sin ambages y de un modo sintético en la escena final, en la que Arthur, a punto de introducir su cuello en el lazo de la horca, se baja del patíbulo y corre hacia Eileen reclamando un final feliz para el relato. Es la única escena de toda la película en la que Steve Martin canta, y marca la completa asunción por parte de su personaje de la trágica realidad que le aguarda. La historia de un hombre que vive en la inopia de su imaginación sólo puede concluir con la quijotesca aceptación de la realidad.

La permanente recurrencia al musical clásico mantiene la congruencia con la fantasía de los números musicales, pues estos responden a las construcciones mentales de Arthur y Eileen, y por tanto, a su acervo. Las situaciones que viven encienden una chispa en sus memorias, que coincide con la memoria colectiva del espectador. En ella residen los musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers, dando lugar a una de las mejores escenas del film, en la que Arthur y Eileen se cuelan en la pantalla de un cine para reproducir los pasos de Siguiendo la flota (Follow the fleet, Mark Sandrich, 1936). También están los musicales de Gene Kelly (Levando anclas, Anchors weigh, George Sidney, 1945; Siempre hace buen tiempo, It’s always fair weather, Stanley Donen, 1955), que inspirarán los primeros pasos de claqué de un sorprendente Christopher Walken. Y las coreografías del mítico Busby Berkeley (42nd Street, Lloyd Bacon, 1932; Dames, Ray Enright, 1934), de las que se nutre el número en el banco. Dinero caído del cielo constituye, en el fondo, el nostálgico repaso de treinta años de musical americano.

A pesar de su singularidad y calidad artísticas, Dinero caído del cielo (1981) resultó un fracaso. En Estados Unidos apenas recaudó 9 de los 22 millones de dólares que costó. En España se estrenó en 1986, cinco años más tarde de su producción, y la cifra de espectadores fue irrisoria: 28.463. La industria tampoco le fue muy propicia, pues apenas tuvo tres nominaciones a los Oscar, entre las que no estuvo la fotografía de Gordon Willis.

Dinero caído del cielo (1981) es el último musical clásico, y encierra la melancolía de otros tiempos en que las mejores cosas de la vida sólo costaban una entrada de cine.

Algo más
En el año 2000, Lars Von Trier daría una vuelta de tuerca más en el musical autoconsciente con Dancer in the dark. En ella, Selma (la ciega interpretada por Björk) tenía el mismo destino que Arthur y acababa en el patíbulo, con la soga en el cuello.

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