viernes, 1 de diciembre de 2006

El camino de los ingleses (2006, Antonio Banderas)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


“Por el camino de los ingleses se va a donde quieras, puedes ser quien quieras...” pero ninguno de los personajes de la película se atreverá a tomarlo, convirtiéndose así en un poliédrico reverso tenebroso de José Antonio Domínguez, aquel joven de diecisiete años que, con quince mil pesetas en el bolsillo y el mundo en sus manos, tomó un tren de Málaga a Madrid para convertirse en
Antonio Banderas.


Treinta años después de ese tren, Banderas ha regresado a la tierra que lo vio nacer para rodar su segundo largometraje como director (Locos en Alabama, 1999, fue el primero), una película española que es la antítesis estética e industrial de las películas que hace en Hollywood como actor.

Basada en la novela homónima de
Antonio Soler, ganadora del premio Nadal en el 2004, El camino de los ingleses narra el vacilante tránsito de unos jóvenes entre la adolescencia y la madurez durante el que se anuncia será su último verano de inocencia y confidencias. A través del viaje de sus personajes, Banderas emprende otro viaje, metafísico y nostálgico, para reencontrarse con el joven que dejó en Málaga. Con tal fin están planteadas todas las premisas estéticas del largometraje, que se aleja bastante de la narrativa clásica, deambulando por los intrincados vericuetos de la nouvelle vague. De esta forma, el tiempo pierde su anclaje con la realidad, los espacios se ordenan según la lógica de los sueños, y el discurso de los personajes es evocador y de tono poético.

Banderas se ha alejado de las ortodoxias formales del cine clásico, como si renegara de una forma “comercial y vacía” de contar historias. Es cierto que estos códigos convencionales han dado lugar a innumerables largometrajes sin ninguna trascendencia, algunos de los cuales ha protagonizado el Banderas actor, pero en esta huida, el Banderas director ha optado por utilizar los códigos de un cine europeo o de arte y ensayo que, en su dilatada historia, también ha dado lugar a un buen puñado de largometrajes olvidables.


La apuesta es arriesgada, ya que los autores se adentran en territorio desconocido. El esqueleto de la película está formado por un conjunto de tramas entrelazadas, regidas por el mismo principio. Varios personajes desarrollan su propia historia, siendo la de Miguelito Dávila la que da la unidad requerida, al abrir y cerrar el relato. A Miguelito le acaban de extirpar un riñón. En el hospital descubre su vocación poética gracias a la
Divina Comedia, y en el verano del post-operatorio a Luli, su soñada Beatriz. Tanto en su historia como en la del resto de adolescentes que habitan el universo del camino, está planteado un combate entre la realidad y el deseo, y entre la vida y la muerte. Miguelito quiere ser Dante, y amar a Beatriz en Luli, pero su maltrecho riñón por un lado, y la señorita del Casco Cartaginés por otro, le hundirán en el fango de la realidad. El camino de los ingleses se convertirá en metáfora de la travesía que ninguno tendrá valor de cruzar. Sólo en el tránsito hacia la muerte –tanto en la operación de riñón del comienzo, como en la paliza del final- Miguelito halla la paz en forma de sueño –al comienzo en una bella bailarina, al final en Luli, que también baila-.

El resto de conflictos están ordenados por la misma dialéctica vida-muerte, realidad-deseo, pero este principio no atraviesa la obra. Está dicho pero no se muestra; planteado pero no ejecutado; está pero no es. La omnipresente música no consigue transmitir esta dualidad; tampoco lo consiguen los textos poéticos del fracasado locutor radiofónico; igual de ineficaz es la imagen ralentizada de las escenas eróticas o del éxtasis bajo la lluvia, o los encuadres desequilibrados de los rostros, o el desarrollo de las tramas secundarias. Ni su cuidada dirección artística, ni la estilizada fotografía, ni la mezcla de actores jóvenes con maduros genios consiguen elevarla.


Ignoro por qué la omnipresente música y el texto poético de
Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959) me ponen los pelos de punta, y los del camino no. Tampoco sé por qué los adolescentes de The Dreamers (Bernardo Bertolucci, 2003) me conmueven, y los del camino no. Las razones se encuentran más allá de la razón. Si bien las intenciones son claras y evidentes, no tengo tan claro que el objetivo se haya alcanzado satisfactoriamente, pues lejos de transportar a ningún lugar y tiempo lejanos, El camino de los ingleses se aproxima más a un barroco y huero ejercicio de estilo, en el que guión y puesta en escena no transmiten verdad.

Siento que detrás de
El camino de los ingleses se esconde un sentimiento de culpa que intenta ser expiado sin éxito, como si Antonio Banderas quisiera tomar el tren de vuelta y convertirse de nuevo en José Antonio Domínguez, como si buscara un sentido al cine alimenticio que ha hecho durante estos años en Hollywood con una obra de mérito en España. Tras las dos horas de proyección sólo se me ocurre preguntar: ¿a dónde se va por el camino de los ingleses?

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