viernes, 6 de julio de 2007

Yo (2007, Rafa Cortés)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.


En el Festival de Cannes 2007 Yo fue distinguida como la Película Revelación del Año; en el Festival de Málaga recibió la Mención Especial del Jurado, y en el Festival de Rotterdam el Premio de la Crítica Internacional. Aun así, una de las mejores películas españolas de los últimos diez años se ha estrenado con cinco copias en toda España.


Yo es una película deslumbrante por su coherencia formal, pero fundamentalmente porque es una película que plantea, con el personaje de Hans y la historia que narra, una reflexión sobre el hombre de nuestro tiempo. La mera decisión de tratar el tema de la identidad de una forma tan abrupta es una muestra inequívoca del talento de su director, el primerizo Rafa Cortés. Aunque se trate de un lugar común, no está de más recordar que el único tema del arte es el hombre, y cualquier relato responde, de una u otra forma, a dar un sentido y hacer soportable la escisión provocada por la conciencia entre lo que somos y la imagen que nos forjamos de nosotros, entre el mundo y su representación.

La historia surge de los recuerdos de infancia de su propio director. La llegada de un alemán enfermo al pueblo donde veraneaba le inspiró para crear a Hans. La odisea interior de este personaje es de dimensiones homéricas. A diferencia de Ulises, este moderno y existencialista héroe no necesita atravesar el Mediterráneo para recuperar su particular Ítaca. Su mar, su tierra prometida, se hallan en un pequeño pueblo mallorquín. Yo cuenta la historia de Hans, un inmigrante alemán que llega a Estellencs para trabajar como peón y chico para todo en la casa de Tanca, otro alemán instalado en la isla desde hace años.


Hans es un ser solitario, que busca desesperadamente encontrar su lugar en el mundo. Al llegar a la isla se encuentra con la desconfianza y la distancia que imponen los habitantes del pueblo; se topa de frente con la ira y el desprecio de quien le contrata; y con la inesperada e insidiosa memoria del anterior peón y huésped de su casa, otro alemán también llamado Hans, que desapareció sin dejar rastro. El sutil castigo a que es sometido por los habitantes del pueblo, suscita en Hans un kafkiano sentimiento de culpa que adquiere forma, por confusión, en una desaparecida botella de Cardhu del bar del pueblo. El miedo al rechazo y a la expulsión le llevan a verter todas sus energías en reponer la botella de whisky. Al mismo tiempo debe soportar la sombra del antiguo Hans a través de las enojosas visitas de Miquelet, un pobre viejo con la cabeza ida que busca con desesperación a su amigo alemán.


Gracias a su trabajo, Hans se gana lentamente la confianza de los habitantes del pueblo y de su patrón, quien le cuenta, entre dos copas de Cardhu, cómo llegó a la isla hace años y le compró la casa, por entonces el decadente y ruinoso fruto de una herencia, a su anterior propietario, otro alemán de nombre Tanca. Hans se sorprende, pues pensaba que Tanca era él. Y su patrón le explica: el nombre proviene de la propiedad, quien posee la casa, ese es Tanca. La revelación actúa de resorte para la transformación de Hans.


Lo contemporáneo de la historia se ubica en la forma a contracorriente en que Hans resuelve su problema de identidad. Inmersos en una sociedad de un individualismo extremo, en la que el compromiso con el prójimo o con la comunidad parecen limitar la libertad del individuo, Yo planta un drama en las antípodas. Hans es un ser desubicado e inseguro que se transforma gracias a su inserción en la comunidad. La sociedad no es un elemento alienante, sino el pilar básico sobre el que Hans construye su identidad. Su acto de valor no consiste en desprenderse del yugo que la sociedad le ha impuesto desde pequeño, sino en lograr la reconciliación con ella mediante la ‘usurpación’ del trabajo, casa, amante y amigo, del anterior Hans. Hay en Yo una reivindicación del hombre como ser social, y una legitimación de los símbolos y la lucha, como medios para alcanzar un lugar en la sociedad.


El guión, obra conjunta de director y actor, es un trabajo sólido, que se aleja de las ortodoxias acostumbradas, y recuerda a los ejercicios de Kubrick en La naranja mecánica (A clockwork orange, 1971) o Polanski en El quimérico inquilino (Le locataire, 1976). El relato está cargado de elementos simbólicos que subrayan el carácter mítico de la historia. El arco del personaje es expresado con brillantez y economía a través de pequeños actos cotidianos que aportan una gran intensidad dramática a la narración. La primera comida de Hans en el pueblo, el trabalenguas en mallorquín, la botella de Cardhu, la lavadora y la ropa sucia, el dinero escondido de Hans, la partida de truc, el alemán del autobús, todos estos elementos son introducidos en una atmósfera de familiaridad, casi costumbrista, frente a la que Hans se siente un extraño, un desheredado.


La toma de conciencia de Hans se expresa a través de ellos con un movimiento de ida y vuelta en el que adquieren sentido y tintes de revelación. El dinero que le sirve para reponer la botella, la lavadora que está a punto de delatarle, la matanza del cerdo, el clímax mesiánico en el que Hans cree decir el trabalenguas a la perfección, son el reflejo liberador de la realidad de la que antes era preso.


El Hans de Álex Brendemühl recuerda al personaje huidizo e introvertido de Las horas del día (Jaime Rosales, 2003), otro de los puntales del último cine español. El actor catalán, hijo de padre alemán y madre española, vuelve a hacer un trabajo soberbio y es sin duda el intérprete más sobresaliente de su generación. En este aspecto, es también necesario subrayar el trabajo de dirección de actores. Profesionales comparten espacio con aficionados. Rafa Cortés tuvo que alternar los métodos de trabajo con ellos, con el objeto de evitar los vicios de los neófitos, extraer el máximo rendimiento de Brendemühl y, lo que es más importante, otorgar al conjunto una unidad a pesar de la disimilitud de los elementos. El resultado es espléndido y congruente con la obra. Esta misma oposición de elementos aparentemente contradictorios, la encontramos en la puesta en escena.


En Yo la puesta en escena es resuelta de una manera ciertamente paradójica, pues al tiempo que logra transmitir el sentimiento de extravío existencial de Hans, mediante planos cortos de un omnipresente Brendemühl, la cámara adopta una posición distanciada del personaje, como si el fantasma del antiguo Hans siguiera los pasos del nuevo Hans. El punto de vista tiene algo de taxonómico, con la cámara introduciéndose de manera subrepticia y aséptica en el rostro de Hans y en el contracampo de su mirada, pero sin la objetividad e invisibilidad de la cámara del cine clásico.


La puesta en escena transmite el espíritu de Hans, pero la mirada está fuera de él, y esto, más allá de ser una paradoja, es un gran logro formal. La omisión de planos de conjunto desubican al espectador tal y como lo está el personaje desde los mismos títulos de crédito, con los planos cerrados de las fachadas del pueblo. En la última secuencia, la metamorfosis experimentada por el personaje es trasladada a la puesta en escena con planos abiertos, desahogados, que sin romper la unidad orgánica gracias al empleo de las mismas ópticas, sirve de contrapunto luminoso al resto de la película.


El paradigma de todo esto se halla en un plano, capital por su poder simbólico y su trascendencia narrativa. Cuando de repente empieza a salir agua del grifo con un tono marrón, Hans se asoma al aljibe del que se alimenta la casa. Allí, en el fondo, iluminados por una pequeña linterna, aparecen su rostro reflejado y el del cadáver tumefacto del antiguo Hans: la dualidad de personaje, relato y puesta en escena, son resueltas en un mágico plano, síntesis de un personaje, una historia y un pensamiento que subyace.


Como se puede ver, Yo es una obra completa, total, en la que guión, música, interpretaciones, puesta en escena, montaje y ambientación están regidos con suma sabiduría para contar una historia que es reflejo de nuestro tiempo. Estamos ante una extraordinaria película, una de las mejores de la última década, y espero que estas líneas sirvan para paliar en la medida de lo posible su paupérrima distribución.

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