sábado, 30 de noviembre de 2013

Taxi Driver (1976, Martin Scorsese)


Argumento
Travis Bickle es un excombatiente de la guerra de Vietnam que padece insomnio. Para combatirlo decide hacer el turno de noche de un taxi. Desde la cabina amarilla es testigo de la podredumbre, la miseria y la indigencia que asuela las calles de Nueva York. Gana bastante dinero, pero Travis necesita un objetivo que dé sentido a su vida. Ese objetivo es Betsy , un ángel que trabaja en la campaña electoral del candidato a senador Charles Palantine. Travis quiere ser digno de ella: le regala discos, la lleva al cine, pero su soledad y su incultura —la lleva a un cine porno— son una abismo insalvable para llegar a la dulce y sofisticada Betsy.
El malestar de Travis se hace crónico. Fallido su amago de noviazgo, el destino viene a llamar a su puerta. Una noche, Iris, una joven de trece años que hace la calle, asalta su taxi intentando escapar de su chulo. Noches más tarde, es un pasajero dispuesto a matar a su mujer el que se sube a su taxi, y el plan de Travis toma forma.
Se prepara para el combate: adquiere disciplina, pone a punto su cuerpo, y se hace con un arsenal con el que asesinar a Palantine y liberar a Iris de la esclavitud de su chulo. El primero de los proyectos fracasa en el último momento; el segundo acaba en una sangrienta matanza en la que Travis está a punto de morir, pero de la que sale convertido en un héroe.   

Sobre Martin Scorsese
En 1972 a Paul Schrader le acababa de dejar su mujer. El autor de una tesis doctoral sobre Dreyer, Ozu y Bresson cayó en una profunda depresión que estuvo a punto de llevarle al suicidio. En el seno de ese espíritu nihilista se gestó el guión de Taxi driver, que Schrader escribió en apenas diez días.
Schrader le hizo llegar el guión a su amigo Brian de Palma. Impresionado con su lectura, éste a su vez se lo presentó al matrimonio de productores Julia y Michael Phillips. Todo el que leía el guión coincidía en dos cosas: una en lo bueno que era, y otra en que nadie se atrevería rodarlo. Pero apareció Scorsese. Enseguida se ofreció a los productores para dirigirlo, y a los Phillips sólo les hizo falta ver tres rollos de Malas calles (1973) para saber que habían encontrado a su hombre. La única condición que le pusieron fue que De Niro interpretara a Travis. Aunque Scorsese quería que el papel fuese para Harvey Keitel, no le quedó más remedio que claudicar. 
Martin Scorsese (Queens, Nueva York, 1946) se había hecho un hueco en la industria con Malas calles (1973) y Alicia ya no vive aquí (Alice doesn’t live here anymore, 1974), pero aún no se había establecido definitivamente como Spielberg —que había arrasado con Tiburón (Jaws, 1975)—, Lucas —gracias a American Graffiti (1973)— o Coppola —convertido en pope por El padrino (The Godfather, 1972)—. Aunque el film estuvo a punto de ser calificado X por la MPAA, Scorsese obtuvo con Taxi driver el espaldarazo definitivo a su carrera. Ganó la Palma de Oro en Cannes, que es como ganar el Campeonato Mundial del Cine, y fue un éxito de crítica y público tanto en Estados Unidos, donde recaudó 12,5 millones de dólares, como en España, donde la vieron casi 1,5 millones de espectadores. Scorsese tocó el cielo. A partir de ahí, inició un rápido descenso de dos años cortejado por las drogas, que le condujo al estrepitoso fracaso de New York, New York (1977), y al borde mismo de la muerte. Afortunadamente, remontó el vuelo y regresó sano, salvo y esplendoroso con Toro salvaje (Raging bull, 1981).   
Desde sus inicios, Scorsese indagó más que ningún otro de sus coetáneos en las posibilidades narrativas y dramáticas de la realización cinematográfica. Introdujo en el clasicismo americano los aires renovadores de la nouvelle vague y del nuevo cine americano, en especial de Godard y Cassavettes. En Taxi driver, con sus movimientos y puestas de cámara, Scorsese supo imprimir al relato una modernidad novedosa y nada afectada. La panorámica casi circular en el depósito de taxis, el travelling anticipatorio de la última llamada telefónica a Betsy, el travelling cenital durante el clímax en la habitación de hotel, los insertos fugaces de las armas sobre el tapete, o la presentación de Travis con la cabeza rapada, son muestra de la destreza y la audacia compositiva de Scorsese y de su director de fotografía Michael Chapman.
En Taxi driver aún no trabajó Thelma Schoonmaker, pero Scorsese también introdujo durante el montaje varios recursos del inmenso repertorio godardiano, que lejos de convertirlo en un film manierista, sirvieron para construir y desarrollar la psicología de Travis y de la ciudad de Nueva York. La presentación en cámara lenta de Betsy entrando en las oficinas de Palantine o el montaje analéptico de planos que se repiten, eran prácticas poco habituales en el cine americano de los 70 —exceptuando Peckinpah—, que Scorsese no tuvo reparo en utilizar como un recurso estilístico más.
Su realización y montaje supusieron un hito en el cine americano. Pero si Taxi driver se ha convertido en un clásico es sobre todo gracias al soberbio guión de Schrader. Ernesto Sábato decía que hay que escribir de lo que se conoce, y Schrader conocía perfectamente a ese hombre solitario que buscaba desesperadamente probar que existe. Se puede decir que la culpa y la redención fallida de Travis Bickle eran la culpa irredenta de Schrader y Scorsese. Los dos, el uno católico y el otro protestante, estuvieron a punto de ordenarse curas, y sólo el amor por el cine les apartó del camino al seminario. Las pistolas de Travis simbolizaban de alguna manera el talento y la rabia de unos cineastas que deseaban con desmesura que el mundo legitimara sus ambiciones.
En el guión de Schrader el arco del personaje se dibuja, no mediante una trama —un personaje, un conflicto— sino mediante dos: la trama amorosa de Betsy, que se desarrolla durante los primeros cuarenta minutos, y la trama de redención de Iris, que ocupa el último tercio de la película. La cesura, marcada por tres secuencias episódicas entre las que se incluye la del pasajero que va a matar a su mujer, pauta a la perfección la evolución interior del personaje hacia la segunda trama y la catarsis de violencia final. Al extraordinario guión de Schrader se le añadieron líneas de diálogo y algunas escenas más. Sorprenderá saber que su más mítica escena, la del «You talkin’ to me?», resultó realmente de una improvisación de De Niro ante el espejo.  
Hoy, Taxi driver es un clásico glorioso, pero en sus primeros pases la película generó reticencias entre algunos productores de Hollywood. Años más tarde, poco después de que John Hinckley atentara contra Ronald Reagan inspirado por Travis Bickle, la productora Julia Phillips volvió a toparse con uno de los escépticos y le espetó con ironía: «¿Lo ves? No era una película tan mala», a lo que el escéptico le respondió: «Si fuese realmente buena, lo habría matado».


La banda sonora de Taxi driver fue el epitafio musical de Bernard Herrmann. Scorsese logró vencer las reticencias del maestro a trabajar en una película repleta de sordidez y violencia, y éste compuso una de las partituras más tenebrosas y sugerentes de su carrera. El autor de las bandas sonoras de Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941), Operación Cicerón (Joseph L. Mankiewicz, 1952), Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), Con la muerte en los talones (Alfred Hitchcock, 1959), Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) o Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966), se despidió de esta forma colaborando en una obra maestra que, desgraciadamente, la muerte le impidió ver terminada.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Gritos y susurros (1974, Ingmar Bergman)


Argumento
Unas notas asiladas e inarmónicas irrumpen en el silencio rojo de Gritos y susurros. Los nombres de Harriet Anderson, Kari Sylvan, Liv Ullman e Ingrid Thullin, aparecen en la pantalla con la contundencia sobria y desapegada de las verdades. Agnes, tumbada en la cama, deja que el tiempo de los relojes la atraviese. Sus hermanas Karin y Maria, y la criada Anna, hacen turnos a la cabecera de su cama mientras aguardan expectantes el desenlace inevitable de su enfermedad. Son horas de silencio desgarradas por los recuerdos y los gritos de dolor.
En esas horas, a Agnes le vienen a la mente recuerdos de su infancia, cuando sentía en su piel el desprecio de su madre, mucho más unida a sus hermanas. Maria se acuerda de su adulterio frustrado con el médico de la familia, su única esperanza de salvarse del tedio y la frustración que sentía en su hogar. Karin rememora la dolorosa convivencia con su marido, y cómo se infligía heridas en el sexo para evitar acostarse con él.
El fallecimiento de Agnes detona un volcán de tristeza y orfandad, que Maria y Karin redimen con un tibio y fraterno acercamiento sexual, y que Anna y Agnes acallan con un reencuentro sobrenatural más allá de la muerte. La familia se desmembra. Anna es despedida y antes de marcharse lee unas páginas del diario de Agnes: sus hermanas han ido a visitarla, caminan por el jardín, las oye hablar, percibe su presencia. Y siente que eso es la felicidad.
 Sobre 'Gritos y susurros'
En 1972, Ingmar Bergman (Uppsala, 1918) está a punto de cumplir sesenta años. Lleva casi dos décadas de madurez creativa en las que ha dirigido algunas obras maestras como El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), Fresas salvajes (Smultronstället, 1958) o Persona (1966). Cuando rueda Gritos y susurros, Bergman ya ha ganado el Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa por El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960) y Como en un espejo (Sasom i en spegel, 1961) y es, junto a Fellini y De Sica, el director europeo que goza de más respeto en Hollywood. Su prestigio, experiencia y libertad se unen a un organismo aún poderoso, capaz de cargar con la exigencia física de un rodaje, y a un equipo de fieles que disfruta de la misma madurez que el director. Uno de ellos es Sven Nykvist. El director de fotografía sueco rodó con Bergman veinte de sus películas, convirtiéndose en pieza esencial de esa compañía cinematográfica que capitaneara el director. En 1973, Gritos y susurros obtendría cuatro nominaciones a los Oscar, entre ellas a Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guión. El único galardón lo recibiría Nykvist por su fotografía.
En Gritos y susurros, Bergman y Nykvist realizan un trabajo colosal en todos los aspectos. En primer lugar, destaca la forma que tienen de encuadrar los rostros. La propia concepción espacial del film, todo él en interiores, marca una puesta en escena de composiciones precisas, en las que el estudio del primer plano viene a completar y perfeccionar los bocetos realizados en Persona y El silencio (Tytsnaden, 1963). Partiendo de una aproximación psicológica, el trabajo compositivo refleja las relaciones entre los cuatro personajes femeninos, y de estos con los personajes masculinos que gravitan en torno a la constelación familiar. A partir de los primeros planos durmientes de las cuatro, se van desplegando a lo largo del film una serie de variaciones que acaban creando un retrato poliédrico de una emoción apabullante. Gritos y susurros es un manantial de rostros que se buscan, que se esconden, que se dan la espalda y se encuentran, componiendo una tesis sobre la naturaleza humana de la misma hondura que los retratos de Velázquez o del Greco.  
En segundo lugar, Nykvist y Bergman consiguen infundir naturalidad a un espacio de por sí teatralizado. Exceptuando el prólogo y el epílogo, la película se desarrolla plenamente en interiores en los que paredes, muebles, figuras y objetos, ordenan un espacio que rezuma patetismo. Una tristeza viva, hiriente y honesta como un grito, que Nykvist logra transmitir a través de los contraluces provocados por las ventanas y de las transiciones súbitas de la luz exterior. Nada que ver con el refinado manierismo de Dreyer en Gertrud (1965). De la misma forma que plasma el guión, es la pictórica plenitud proveniente de los jardines, la que da trascendencia al dolor intramuros.
Por último, hay que señalar como un acierto esencial por su fuerza simbólica la presencia hipnótica que tienen el rojo en la toda la película. Los créditos, los fundidos, las paredes de la casa, todo en Gritos y susurros está anegado por la sangre menstrual de las cuatro mujeres protagonistas. Porque Gritos y susurros es una película de mujeres pero que no habla de las mujeres, sino de la Mujer, de esa mitad terrenal, generosa, fecunda, sufriente y llena de bondad que encarna la Mujer.
Es Agnes y su enfermedad —encarnación de la Mujer en su unión con Anna— la que atrae a sus dos hermanas al lecho, actuando como crisol en el que se descomponen sus soledades. Durante los días previos a su muerte, el sufrimiento que padece Agnes se hace insoportable para las dos hermanas, aún contaminadas por la masculinidad de sus maridos y amantes. Karin es masculina, rígida, hierática, lógica y lacerante incluso en su forma de protegerse de los hombres. Tanto su marido, como el marido de Maria y el médico, son estrellas lejanas, cobardes y carentes de compasión que gravitan en torno a un Universo femenino herido por la soledad, la tristeza y la nostalgia. Y las dos hermanas encuentran el camino de salvación entre las paredes de esa mansión que rebosa un dolor gozoso, iluminado por la felicidad, transitoria y frágil pero verdadera, de la comunión de los cuerpos. La relación lésbica de Agnes y Anna abre las corazas de las dos hermanas que, por un instante, logran romper la barrera que las impermeabiliza en una de las escenas más bellas del film.  
Bergman logra de esta manera trasponer en su arte la barrera que fue incapaz de atravesar en la vida real. Egoísta y mujeriego como sus personajes masculinos, es la suya una figura paradigmática de ese efecto compensatorio que supone el arte en la vida de las personas. Su cine es un cine expiatorio, redentor, una declaración de amor llena de dolor y esperanza. Y Gritos y susurros es su manifiesto.
En 1973, la cinta fue estrenada con un notable éxito, y casi millón y medio de espectadores la vieron en España. Hoy, Bergman es vendido por entregas en los kioskos sin que nadie repare en él, habiéndose convertido en uno de esos chivos expiatorios que muestran el deterioro moral y cultural de la sociedad actual. Y es que, si Bradbury escribiera un Fahrenheit 451 del cine, Gritos y susurros sería una de esas cintas, responsables de la infelicidad de los hombres, que los bomberos echarían a la hoguera. Sin duda.
Algo más
Bergman ha sido uno de los cineastas que mayor influencia ha ejercido sobre sus colegas de profesión. Notoria y conocida es la admiración que le profesa Woody Allen, quien, además de parodiarle en La última noche de Boris Grushenko (Love and death, 1975), rodaría un par de títulos en los que claramente quiso seguir su estela —especialmente Interiores (Interiors, 1978)—. Otro epígono suyo no tan conocido es el cineasta español Eduardo Chapero-Jackson, cuyo corto Alumbramiento (2007), inspirado en Gritos y susurros, linda febrilmente la frontera que media entre el homenaje y el plagio. Para saber más del gran director sueco, léanse sus libros de memorias Linterna mágica (Tusquets, 1988) e Imágenes (Tusquets, 1990).