jueves, 24 de mayo de 2007

Piratas del Caribe: en el fin del mundo (2007, Gore Verbinski)

Publicada en Cine para leer Enero-Junio 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.

El último episodio de Jack Sparrow y adláteres es una muestra de frenesí y ruido dramáticos, incapaz de concentrarse en lo esencial de la historia. Digo esto porque sentado en la butaca durante casi tres horas, me pareció que estaba asistiendo a una muestra de cine narrativo, y desde que Jasón surcara el Mediterráneo en busca del vellocino de oro, el oficio de contar historias no ha cambiado tanto, y ha encontrado en la concisión y la sencillez virtudes que ningún narrador debería olvidar. En cambio, en Piratas del Caribe: en el fin del mundo, guionistas, director y productor, nos ofrecen un pirotécnico ejercicio de efectos especiales, desaforada música y apabullante desfile de atributos económicos, que disimulan su carencia más dolorosa, la de un guión bien escrito.


Tan cimentado el cine de aventuras en la identificación del espectador con el héroe, la saga de Piratas del Caribe recibió un regalo envenenado con la espléndida creación que hizo Johnny Depp de su personaje, y que convirtió a Jack Sparrow en el más apreciado de la saga. Sparrow es cobarde, embaucador, cínico, egoísta... tiene todos los rasgos del antihéroe Comparémoslo con Indiana Jones, Luke Skywalker, Ransom Stoddard, Martin Brody (Tiburón, Jaws, Steven Spielberg, 1975): Sparrow no un héroe. Ese papel está reservado a Will Turner, cuyo atractivo es mucho menor, por capacidades y defectos de Orlando Bloom, descuidos imperdonables del guión, y una pleitesía excesiva al encanto de Sparrow. Esta minucia tiene unas consecuencias más devastadoras de las que podría esperarse de tan cobarde personaje, pues desestructura el universo mítico, haciendo que se tambalee como un castillo de naipes en medio de una tormenta.

El héroe, aquel que debe articular y dirigir el drama a través de su conflicto interno, es reducido a una comparsa cuyo destino importa poco o nada. La guerra de las galaxias anduvo al borde del abismo ante la presencia cautivadora de Harrison Ford, pero a diferencia de Piratas nunca perdió la perspectiva y supo en todo momento la historia que se estaba contando. Curiosamente, ambas sagas giran en torno a la búsqueda del padre, pero mientras la primera alcanzaba el clímax con la edípica revelación de Dark Vader a Luke Skywalker, en la segunda el arco experimenta su máxima tensión con un apoteósico descenso al Maelström, en cuyas profundidades el encuentro de padre e hijo tiene la dimensión de la espuma en medio de la ola.


Este defecto estructural condiciona la narración y lleva a sus creadores a adornar la indolencia de su héroes con los vicios del peor cine de Hollywood. Sin embargo, no sería justo omitir las virtudes de un film que, a pesar de haber nacido con la arrogancia de todo un ‘blockbuster’, tiene algunas cositas buenas. Además de las excelentes interpretaciones de Johnny Depp y Geoffrey Rush, la belleza de Keira Knightley, la deslumbrante dirección artística de Rick Heinrichs (Sleepy Hollow, Tim Burton, 1999; The Big Lebowski, Joel Coen, 1998), y la fotografía del polaco Dariusz Wolski, el guión de la película sorprende gratamente por la profusión de elementos mitológicos.


Entre los aspectos simbólicos del film, la escena de Jack Sparrow en la ‘bodega de Davy Jones’, esa especie de más allá onírico, destaca por encima de todo, y es sin duda lo mejor de la película. Este oasis de silencio y pulcritud, con la Perla negra varada en medio de un desierto blanco, es una bellísima transposición del purgatorio dantesco. El barco encallado no puede retornar al mar, y en una esquizofrenia visionaria, Sparrow conversa con sus infinitos múltiples, a los que no puede gobernar. Humor, concepto y simbolismo en una escena inspirada por el espíritu burlón del gran Jack Sparrow, que se contrapone a la estridencia del resto.


La película naufraga en el relativismo, en el humor intrascendente construido sobre las barracas de un centro comercial, que huye de cualquier implicación y compromiso. La muerte apenas tiene el espesor y la verdad de un efecto especial. Las decisiones de los personajes son arbitrarias, en un mundo donde todo se pone en juego y nada tiene valor, donde el dinero es papel que se intercambia por objetos inanimados, sin la magia del Arca o de Excalibur. Para muchos, entretenimiento puro; para otros, entre los que me incluyo, un batiburrillo que esconde el ruido, la prisa y el extravío de una época.

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