viernes, 5 de julio de 2002

La máscara del faraón (2001, Jean Paul Salomé)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2002, Ed. Mensajero, Bilbao.


Belphégor fue una serie francesa de cuatro capítulos realizada por Claude Barma que, emitida en las semanas de 1965 en que el general De Gaulle renovaba su victoria electoral, hipnotizó al público: millones de franceses se preguntaban en los bares, en las calles, en las oficinas, de quién era el rostro que se ocultaba bajo la máscara del faraón.

Cuarenta años más tarde, Alain Sarde retoma el mito creado por Arthur Bernède (1871-1937) para realizar una superproducción francesa con Sophie Marceau (Braveheart, La hija de D’Artagnan) como estrella protagonista. Un título éste que viene a añadirse a la última tendencia de la industria francesa, que pretende competir con el cine americano –y no lo hace nada mal-, realizando películas de aventuras, fantasmas y misterio, con productos como Vidocq o Le pacte des loups.

El mito de Bernède es realmente bello. Un egipcio de la época de los faraones fue asesinado por envenenamiento y enterrado sin las pertenencias necesarias que le acompañaran en su tránsito al Reino de los Muertos. El cuerpo momificado fue extraído del sepulcro y trasladado al museo del Louvre por un arqueólogo francés. El espíritu de la momia está destinado a vagar hasta que no recupere los siete amuletos y el anillo donde se halla inscrito su nombre, todos ellos distribuidos por las distintas salas del museo, excepto el anillo. Cuando recupere su identidad podrá cruzar en la barca que le conduzca al Reino de los Muertos. Para recuperar los amuletos y el anillo se introduce en el cuerpo de un ser humano –en este caso el sensual cuerpo de Lisa, interpretada por Sophie Marceau-, quien poseído por el espíritu, se adentra todas las noches en el museo del Louvre en busca del nombre del fantasma que lo libere.

Que el fantasma sólo consiga redimirse cuando alguien diga su nombre, me parece una invención sublime. La falta de identidad es la causa de desasosiego y angustia en los humanos, el origen de todas las iniquidades que hacen del hombre un ser abyecto. El reflejo en el prójimo mediante el amor es una de las formas para hallar esa identidad perdida. Píndaro ya lo dijo: “Sé el que eres.” Y Belphégor no sabe quién es, porque nadie lo ha nombrado. Necesita encontrar el anillo con su nombre y que Lisa lo nombre. Sólo entonces quedará liberado.

Que Lisa perdiera a sus padres cuando cría, tampoco es un dato arbitrario. Si el fantasma necesita encontrarse, Lisa también es un personaje alienado, sin raíces, sobre todo tras la muerte de su abuela. El espíritu que se introduce en su cuerpo le impide encontrar su identidad en su amor por Martín. La relación nunca acaba de consumarse por culpa del fantasma. Y la liberación del fantasma implica también la de Lisa: la suerte de ambos va unida.

En Belphégor, el maniqueísmo inherente a todos los mitos adquiere un matiz importante que lo enriquece. El inspector Verlac, quien ya se ocupó del caso treinta años antes cuando el espíritu se encarnó en el cuerpo de un vigilante, considera a Belphégor el demonio, la encarnación del Mal. Pero en este caso, la vuelta a la armonía no se consigue aniquilando el Mal. Muy al contrario, la solución se encuentra en la comprensión del problema, en la resolución del enigma.

A diferencia de otras figuras míticas modernas, antagonistas del héroe, como puede ser Darth Vader, la liberación de Lisa pasa por la liberación del fantasma, de la sombra que la posee, y nunca por su muerte. En este sentido, Belphégor está más próximo del mito del Dr. Jekyll y Mr. Hide, de Robert L. Stevenson, en el que la muerte de uno implica necesariamente la del otro.

El análisis de los mitos de las diferentes culturas sería una extraordinaria forma para comprender el espíritu de los pueblos. Sometidos todos los mitos a una serie de reglas, como demostró Vladimir Propp, en la diferencia podríamos encontrar las peculiaridades de cada sociedad. Y obviamente lo que las une a ese “inconsciente colectivo” del que surgen las formas culturales.

Otro elemento interesante del mito es que Belphégor acaba con sus víctimas –policías y vigilantes del museo-, escrutándoles la mirada y creando la ilusión de sus complejos más arraigados. Así, por ejemplo, uno de los vigilantes, quien muestra un pavor desmedido hacia las inyecciones, acaba muriendo por creer que una aguja se hiende en su lengua, no pudiéndolo soportar. Las armas de Belphégor, como se puede ver, también tienen una raíz psicológica.
El símbolo que Lisa dibuja compulsivamente en las paredes del baño es otra forma de representar ese inconsciente no asumido que lucha por emerger. Mientras no lo consiga, el espíritu sufriente hará el mal. Y la forma de extraer el inconsciente de las tinieblas es tomando conciencia de él: nombrándolo.

La película tiene una producción muy cuidada, lo que da calidad al proyecto. Sin que el director Jean-Paul Salomé muestre un talento desproporcionado, las localizaciones tan extraordinarias en el museo del Louvre y en las calles parisinas, junto a unos buenos actores, logran que La máscara del faraón no envidie en absoluto a las cintas americanas de características similares. Sophie Marceau compone un difícil personaje. Julie Christie está genial en su interpretación de la investigadora Glenda Spencer. Su personaje, junto al de Verlac, y al del director del museo, destila una ironía que restan trascendencia a la historia, lo que permite disfrutarla más aun. En general, los personajes mayores –incluida la abuela de Lisa-, son un contrapunto cómico a la pareja de protagonistas que enriquece mucho la historia.

El uso de los efectos especiales es más discutible: tanto la forma que toma el fantasma, pululando por doquier, como los movimientos etéreos de la momia, se hallan en una dimensión diferente del resto de la película. Primero, no son muy creíbles; y segundo, rompen el ritmo de la escena. De la misma forma, el sueño que tiene Lisa, cuando está encerrada en el hospital psiquiátrico, no es muy convincente. Pese a que consigue hacernos ver que se trata de un sueño a través de una óptica deformada, la solución estética no es buena. Los efectos electromagnéticos son graciosos, pero se abusa un poco de ellos; a veces se parece más a un superhéroe eléctrico que a un antiguo faraón.

De lo que adolecen las escenas con efectos especiales, se puede extender al resto. El mal manejo del tiempo en una narración sincopada, con un ritmo atropellado, frenético –a los planos les falta tiempo-, hace que no haya suspense y el misterio se banalice. El espectador sabe que Belphégor es Lisa, pero no importa mucho que lo sepa.

En definitiva, Belphégor, el fantasma del Louvre es una película para pasar una tarde de domingo en compañía de una bella mujer. Y preferible siempre al maniqueísmo primitivo y simplón que los americanos desprenden en sus obras.

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