viernes, 28 de diciembre de 2007

Chrysalis (2007, Julien Leclercq)

Se publicará en Cine para leer. Enero-Junio 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.



Film francés de ciencia ficción futurista, a medio camino entre Minority Report (Steven Spielberg, 2002) y Desafío total (Paul Verhoeven, 1990), con reminiscencias de Blade Runner (Ridley Scott, 1981) y las películas de artes marciales.

Chrysalis parece querer demostrar que los europeos también somos capaces de construir un fuego de artificio de acción, al estilo y uso de los americanos. La fotografía, totalmente desviada hacia las tonalidades azules, es un acto reflejo de las costumbres futuristas de Spielberg y Cruise; lo mismo podríamos decir de los gadgets electrónicos que permiten la telecomunicación física y el almacenamiento de información, y que alcanza su máxima expresión en la máquina que da título a la película.

En ese punto –el de la máquina Chrysalis, capaz de modificar los recuerdos de los individuos-, el film remite al conjunto de películas de ciencia ficción que han explorado el impacto de la memoria –su pérdida, recuperación y/o transformación- en el ser humano, y en especial al film de Verhoeven y Schwarzenegger.

Detrás de este territorio mítico intertextual, se halla el nombre de Philip K. Dick, autor de las novelas en las que se basan las películas mencionadas, y que inconscientemente inspiran el tema, argumento y universo de Chrysalis. Su guión aparece firmado por Leclercq y Philippon, pero debería tener al menos una cláusula que expresara su más profunda gratitud al creador de este imaginario tan vivo y tan prolífico.

Desafortunadamente, esta variación francesa del universo K. Dick no enriquece especialmente el territorio mítico, ni en lo que respecta a los personajes y sus motivaciones –Hoffman también debe cargar con la pérdida de su amada-, al argumento, a los giros narrativos o a la puesta en escena.

Con Chrysalis ya sabemos que en Europa tenemos la capacidad técnica y económica para abordar este tipo de relatos. Ahora solo nos queda explorar la forma que conjugue la poesía de Tarkovski, vgr. Solaris (1972) y Stalker (1979), con los efectos espaciales del siglo XXI.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Ángeles S.A. (2007, Eduard Bosch)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.



El bautismo cinematográfico de María Isabel, aquella que saltó al estrellato mediático infantil antes muerta que sencilla, es una más que digna comedia familiar, con un buen guión y un acertadísimo elenco.

Ángeles S.A. es cine infantil para consumo familiar, hecha para que los padres vayan a verla con sus hijos en fechas navideñas. Con estos límites bien definidos, Ángeles S.A. ha sido concebida con inteligencia y honestidad para convertirse en un éxito de taquilla.

Destaca también por la valiente elección del argumento, si nos atenemos a los parámetros acostumbrados por la industria cinematográfica española. Así, Ángeles S.A. cuenta la historia de María Isabel, que pierde a su adorado padre en un accidente de avión. Tras morir, el padre -un magnífico Pablo Carbonell- va al cielo, y allí descubre que su hija se ha convertido en una odiosa e insoportable niña que no ha superado su ausencia. Entonces decide bajar y convertirse por un tiempo en su particular ángel de la guarda.

Plantear la muerte del padre en una película infantil es, cuando menos, una propuesta que hay que agradecer, por todo lo que implica moralmente y las posibilidades narrativas que proporciona, y más valiente que gran parte del cine para adultos que se hace en este país. Se le puede achacar un exceso de moralina; sin embargo, está lejos de la manipulación ideológica de Disney, y en ese aspecto, es elogiable su honestidad.

El argumento, además, se ha convertido en un buen guión de la mano de Inma Cánovas y Lilian González, en el que las canciones de María Isabel, con alguna excepción que actúa de entremés narrativo, están bien integradas en un relato pautado por un vivo ritmo que nos conduce con fluidez al inevitable clímax musical.

El mayor acierto del guión es, sin duda, la elección del punto de vista. Aunque comercial y dramáticamente el peso de la cinta recaiga en María Isabel, el punto de vista que articula el relato es el del padre. De esta forma, Ángeles S.A. no solo está creada para hallar la identificación del espectador con la hija, sino también con el padre, un modélico y bastante gamberro paterfamilias, cuya caracterización es tan valiente como el argumento.

Pablo Carbonell, líder de Los toreros muertos, reportero de Caiga quien caiga, y actor, desde La Bola de Cristal hasta Obra maestra (David Trueba, 2000), da vida a este padre que integra a la perfección eso que podríamos llamar la paternidad “a la española”. Lejos de ser perfecto, es un cúmulo de rarezas y esperpénticas decisiones, cuya mayor virtud es el amor incondicional que siente hacia sus hijos y su esposa.

Completan el elenco Silvia Marsó en su papel de esposa viuda, Anabel Alonso como jefa de los ángeles custodios, y Jimmy Barnatán y Darío Paso como diabólicos ángeles. Todos ellos encajan a la perfección en sus papeles, configurando un congruente y vivo universo dramático.

Ángeles S.A. no es Capitanes intrépidos (Victor Fleming, 1942), pero es una buena película infantil, que no trata a los niños como subnormales, y que plantea con honestidad algunas cuestiones de la vida, esenciales para que los niños se conviertan en adultos.

viernes, 14 de diciembre de 2007

La cabra (1981, Francis Veber)

Se publicará en Cine de los 80, Ed. Mensajero, Bilbao.

La chèvre en IMDB

Argumento

Marie, la hija de un empresario caracterizada por su tremenda mala suerte, es secuestrada durantes sus vacaciones en México. El padre contrata a Campana, un detective privado, para que viaje a México y la encuentre. Tras cuarenta y dos días sin noticias de la muchacha, el psicólogo de la empresa sugiere que sólo a través de alguien con la misma mala suerte que Marie, lograrán rastrear su paradero. El elegido es François Perrin, un pobre contable en nómina, que destaca por su mal fario.

La extraña pareja compuesta por un Campana reticente y escéptico, y un Perrin engañado, viaja a México en busca de la joven. La mala suerte de Perrin les conducen a Arbal, el secuestrador de Marie, quien es asesinado antes de que pueda dar más pistas a los detectives. A través de la policía, averiguan que los secuestradores se llevaron a Marie en avión, y que éste se estrelló en la selva sin que encontraran rastro de la joven.

Ya en la selva, de nuevo las calamitosas coincidencias de Perrin les guiarán hasta un pequeño hospital, donde la amnésica Marie reposa del accidente de avión.

Sobre Francis Veber

La cabra es uno más de los éxitos cosechados por uno de los grandes dramaturgos de la comedia francesa de la segunda mitad del siglo XX. Francis Veber comenzó su carrera en las tablas francesas, donde en 1968 ya obtuvo un gran éxito con L´elevement. Enseguida adaptó su dramaturgia al lenguaje cinematográfico, primero en Francia de la mano de directores como Edouard Molinaro, o de la suya propia, y posteriormente en Hollywood, cuya industria ha apadrinado con el mismo éxito algunas de sus obras. La jaula de las locas (The birdcage, Mike Nichols, 1996) y Algo más que colegas (Partners, James Burrows, 1982) son algunos de sus éxitos rodados en Estados Unidos, donde el mismísimo Billy Wilder elegiría uno de sus guiones -El embrollón (L’emmerdeur, Edourd Molinaro, 1973)- para concluir su carrera cinematográfica con Aquí un amigo (Buddy, buddy, 1981).

Francis Veber también ha conseguido ser profeta en su tierra, tanto en las tablas del Théatre del Varietés como en las pantallas de los Campos Elíseos. La cena de los idiotas (Le dîner des cons, 1998), Salir del armario (Le placard, 2001) o El juego de los idiotas (La doublure, 2006) han sido los últimos éxitos atronadores de este francés que lo consolidan como uno de los grandes de la comedia en su país.

Sobre La cabra

La cabra es un ejemplo paradigmático de la comedia de Francis Veber, puesto que está construida sobre el mecanismo que articula la mayor parte de su obra: la pareja de contrastes. Sus comedias hallan en el cine de Billy Wilder, y La extraña pareja de Neil Simon, su punto de partida: un individualista (lógico, inteligente, sarcástico) se ve obligado a formar pareja con una víctima (patoso, ingenuo, desarmado) ignorante del engaño al que es sometido, para cumplir una misión. En el universo veberiano, la víctima ignorante alcanza una dimensión arquetípica en la figura de François Pignon, personaje que aparece en seis títulos de su filmografía. En dos de ellos es el actor Pierre Richard quien encarna a Pignon.

En La cabra, Pierre Richard interpreta a François Perrin, una variante de Pignon. En este caso, su rasgo distintivo es la mala suerte. Gracias a ella se convierte en el candidato idóneo para acompañar al duro Campana en su búsqueda. Escondido durante años en su gris puesto de contable, Perrin ve en su promoción detectivesca, una muestra de confianza de su Presidente y una posibilidad de abandonar su mediocre existencia.

Perrin ignora la verdadera razón de su elección, lo que le lleva a adoptar una relación de ascendencia sobre Campana, al que trata como a un subordinado. Aparte de la mala suerte, el personaje de Perrin se caracteriza por su afición a las mujeres, rasgo que Veber exagera al convertirlo en un rijoso seductor de poca monta. Sobre estos dos rasgos del personaje se construyen las escenas cómicas, generando toda una ristra de golpes, porrazos y otras desgracias físicas que aproximan la película a la farsa y al ‘slapstick’.

Sin embargo, al igual que ocurre con las películas de Billy Wilder, la comedia oscila hacia el drama. Es muy interesante observar cómo las películas de Veber (y La cabra en concreto) rompen la distancia cómica con la anagnórisis del ignorante. Este momento suele ser la crisis previa al clímax del último acto. En La cabra coincide con el momento en que Campana confiesa a Perrin la verdadera razón de su reclutamiento, su mala suerte. En la escena siguiente, el clímax, se mantiene esa transición al drama emotivo, al plantear el casual encuentro entre Perrin y Marie como inicio de una relación amorosa. De esta forma, la otra debilidad del personaje, su desenfreno sexual, halla feliz resolución con la sublimación amorosa.

Así como François Pignon se ha convertido en arquetipo cómico, su opuesto halla en el actor Gérard Depardieu su representación más genuina. El personaje de Campana se añade a las otras cinco colaboraciones de actor y director en busca del reverso lógico de Pignon. Se ve con claridad que Veber ha convivido con la pareja durante toda su vida y que la conoce a la perfección. La cabra es la enésima repetición de un esquema de comedia que por reiterado no deja de funcionar. Por su sencillez, marca los elementos esenciales del modelo: personajes hiperbólicos, opuestos entre sí, con un fin común, y una víctima que toma conciencia antes del clímax.

Los otros elementos del film apelan a los lugares comunes de la comedia: fotografía luminosa, puesta en escena sencilla, montaje sobrio, tema musical alegre y mestizo que recuerda su naturaleza de coproducción.

A pesar de ser el paradigma de un tipo de comedia, a La cabra le pesan los años y se ve con los achaques de un cine europeo que descuida su aspecto externo. La puesta en escena es elemental, la música bordea el ‘kitsch’, y el cartón de los decorados es demasiado evidente. Algunas soluciones como la hinchazón de Perrin por la picadura de abeja, el gorila, o el doblaje al francés de los actores mexicanos, rayan lo grotesco y el film hoy nos llega con aroma a cine cutre.

En su momento, la película fue todo un éxito en Francia, y más moderado en España, en una época, que todavía vivimos, en la que el cine europeo tenía una penetración difícil en los circuitos de exhibición. La cabra hizo en España casi 193.000 espectadores, lejos de los 614.000 que tuvo La cena de los idiotas, el que, hasta ahora, es el film francés de Veber de mayor éxito en nuestro país.

Algo más

La cabra inaugura una trilogía de comedias dirigidas por Veber y protagonizadas por la pareja Pierre Richard-Gérard Depardieu. La trilogía se completa con Los compadres (Les compères, 1983) y Los fugitivos (Les fugitifs, 1986). Gracias a ella, la pareja se convertiría en un icono del imaginario colectivo francés de los años 80, como lo hicieran Pajares y Esteso en España, o en los años 60 Lemmon y Matthau en Estados Unidos.



jueves, 6 de diciembre de 2007

[Rec] (2007, Jaume Balagueró, Paco Plaza)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.



El cine de terror español tiene en Jaume Balagueró a su indiscutible buque insignia de los últimos años. Desde sus primeros cortometrajes, el cineasta catalán ha dirigido prácticamente toda su obra –si exceptuamos el documental OT: la película, 2002- hacia el género de terror. Su carrera ha tenido además una clara vocación de traspasar fronteras; Darkness, 2002, rodada en inglés, se convirtió en todo un éxito de taquilla en los Estados Unidos, lo que le permitió rodar su siguiente proyecto –Fragiles, 2005- con la mismísima Calista Flockhart como protagonista.

Balagueró se ha convertido en un auténtico maestro del susto, y sería injusto negar que domina los mecanismos del montaje y de la banda sonora para elevar hasta lo insoportable la tensión del fuera de campo. Esto no significa necesariamente que sus películas sean buenas. Hora y media con Faemino y Cansado en una pantalla asegura una permanente carcajada, pero no una buena comedia. Hora y media de sustos continuos tampoco asegura una buena película de terror.

Darkness y Frágiles, cargadas de clichés y sin identidad, eran ejercicios de estilo que no se atrevían a desprenderse de las películas de culto del género que le servían como referencia e inspiración. [Rec], en cambio, sin abandonar la maestría de orfebre diabólico, sorprende por su propuesta estética y dramática.

[Rec] se sirve del formato de los programas de periodismo callejero para narrar, bajo la forma de falso documental, una historia de terror ambientada en un inmueble barcelonés. Abandona de esta forma el clasicismo narrativo que imperaba en sus obras anteriores para probar formas inéditas en nuestro cine. Si bien es la idea de El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick, Eduardo Sánchez, 1999), el estilo elegido, con las restricciones lógicas que impone un narrador protagonista, es por otro lado el Excalibur del fuera de campo y del género de terror, puesto que prácticamente se convierte en una cámara subjetiva del miedo.

A la propuesta formal se une que [Rec] está ambientada en Barcelona. Los personajes no son arquetipos sin identidad como ocurría en sus otros trabajos, sino que cobran una vida y un relieve que remiten a las raíces costumbristas de nuestro cine y los hacen más próximos. El cine de género de este país cobra vida gracias a su incardinación con lo autóctono español, en este caso, un inmueble cualquiera del Eixample barcelonés y su peculiar vecindad: la familia de chinos con su negocio de importación de ropa, la pareja de ancianos, la madre protectora de su hija, el soltero practicante, y el amanerado extranjero que vive con su madre. Todos ellos son personajes reconocibles, espejo de nuestra cotidianidad que sirven para intensificar el vínculo emocional con el protagonista.

En este sentido, resulta curioso comprobar cómo este imaginario conduce irremediablemente a la comedia. La secuencia que, a modo de entremés, sirve para que cada uno de los vecinos cuente a cámara sus impresiones sobre lo sucedido, no tendría cabida en el cine “anglosajón” de Balagueró, y aquí se integra a la perfección en una obra concebida como experiencia catártica. El alivio cómico de esta secuencia es el mecanismo de distanciamiento que, por nuestra idiosincrasia, mejor se integra en nuestros relatos trágicos y de género. Ni realidades atemporales y desubicadas, ni el manierismo en el estilo: solo comedia.

En la misma línea se encuentra el personaje protagonista, una joven y ambiciosa periodista interpretada por Manuela Velasco, dispuesta a cualquier cosa por conseguir la noticia, y de la que vemos las mismas dos caras que reproduce el film en su conjunto: de un lado, la recién licenciada ante una aburrida noche en compañía del cuerpo de bomberos, y de otro, la aterrada heroína que hace todo lo posible por salvar su vida.

Todos estos elementos propios se incorporan a la herencia del género de terror que nos legan títulos como Al final de la escalera (Peter Medak, 1979), La matanza de Texas (Tobe Hopper, 1974), La invasión de los ultracuerpos (Philip Kaufman, 1978), La profecía (Richard Donner, 1976), y especialmente El resplandor (Stanley Kubrick, 1981). [Rec] toma de ellos la posesión demoníaca como origen del mal, el elemento infantil como su principal portador , y el contagio exterminador como amenaza al grupo.

La convivencia de elementos antitéticos se extiende al elenco, en el que conviven actores profesionales con otros que no lo son, y que confieren al conjunto un aspecto coherente de la realidad difícil de conseguir.

La sesión a la que acudí estaba llena de adolescentes excitados, dispuestos a sentir pánico y a celebrar la muerte de cada uno de los poseídos. Ver [Rec] en una sala de cine se convierte en una experiencia colectiva y catártica que recupera el sentido del hecho cinematográfico tal y como se entendía antes de la irrupción del vídeo. Es una película que conecta con el público y lo reconcilia con el cine español.

[Rec] es, sin duda, una obra de madurez narrativa. Absoluta triunfadora del Festival de Sitges de este año, los derechos de [Rec] ya han sido adquiridos para rodar su remake norteamericano (con el título de Quarantined), y es un claro ejemplo de cómo la industria española es capaz de producir un cine de calidad, popular, exportable y no ligado necesariamente a la figura de un director o un actor. Responsable de [Rec] es Jaume Balagueró, pero también y en igual medida, su codirector Paco Plaza, el guionista Luiso Berdejo (a punto de rodar su primer largometraje con Kevin Costner de protagonista) y el productor Julio Fernández.

[Rec] nace como una gran oportunidad para el cine español, que asusta... y cómo asusta.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Reservation road (2007, Terry George)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.



El guionista de En el nombre del padre (1993, Jim Sheridan), y director de Hotel Rwanda (2004) toma como punto de partida una novela de John Burnham Schwartz sobre la culpa y la venganza para rodar su cuarto largometraje.

Un cruce en el destino narra la historia del fortuito y mortal atropello de un niño de diez años y la obsesiva búsqueda del conductor asesino por parte del padre.

Hace unos meses se estrenó Red road (2007, Andrea Arnold), que aparte de compartir el nombre de una calle o carretera como título, también compartía argumento y tema. En aquel caso el personaje central no era el padre, sino la madre, y el asesino no estaba prófugo, sino que acababa de salir de prisisón por buena conducta. Minucias argumentales aparte, resulta interesante ver cómo estas dos películas del mismo año han resuelto narrativamente una misma historia, principalmente en lo que respecta al punto de vista.

En Red road el punto de vista era extradiegético y no ominisciente, lo que convertía en misterio el motivo de la venganza de la que era objeto el asesino por parte de su víctima. No es hasta la resolución del film que nos enteramos del verdadero motivo –un atropello- que causó la muerte del marido y de la hija.

Reservation road, por contra, juega a una narración con un doble punto de vista: el de la víctima y el del asesino, que se van alternando desde la primera secuencia del film. Las bases sobre las que se asienta permiten a sus director tratar, de un lado el dolor y la necesidad de venganza del padre herido, y de otro, el sentimiento de culpa que experimenta el conductor asesino y prófugo. Este planteamiento confluye necesariamente en el encuentro final de asesino y víctima, bien resuelto desde el guión.

La preparación de este clímax es cuidadosa e inteligente al intensificar el vínculo emocional entre asesino (Dwight Arno) y víctima (Ethan Lerner). El acercamiento comienza al descubrirse que la ex mujer de Dwight era la profesora de cello del niño, y se hace punzante cuando Dwight es elegido como abogado para buscar al conductor prófugo y defender a Ethan en los tribunales. El arco se tensa poco a poco hasta alcanzar el clímax, donde la piedad del vengador y el arrepentimiento del culpable se resuelven, y el arco finalmente se destensa.

Así pues, Reservation road cuenta con un guión en general bien construido, a excepción quizá del final del segundo acto en el que Dwight apenas evoluciona y simplemente espera a que Ethan descubra quién es en realidad su abogado.

A pesar del brillante guión, Reservation road tiene un ligero tufo a telefilme que proviene de una pacata puesta en escena, con encuadres estrambóticos para significar la turbación emocional del personajes, y otros planos encuadrados e iluminados de un modo excesivamente convencional.

En las escenas más importantes, la del atropello y la del encuentro final, cristalizan las virtudes y defectos de esta película: por un lado, la brillantez dramática, y por otro, la torpeza de la puesta en escena y la edición, donde la confusión y la suciedad se hacen dueñas.

Otro de los aspectos brillantes de esta película es el elenco, en el que destacan por encima del resto Joaquin Phoenix y Mark Ruffalo. La interpretación que Phoenix hace de padre dolido es contenida y refinada, y recuerda a veces al John Wayne de Centauros el desierto (1956, John Ford). En este sentido, no debe de ser casualidad que el protagonista comparta nombre de pila con Ethan Edwards.

Con estos mimbres tan heterogéneos y que tanto prometían, el resultado final es un tanto decepcionante.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Dinero caído del cielo (1981, Herbert Ross)

Se publicará en Cine de los 80, Ed. Mensajero, Bilbao.



Argumento

“Hace mucho tiempo, las mejores cosas de la vida eran completamente gratis. Pero nadie apreciaba el cielo azul, y nadie felicitaba a una luna que siempre era nueva. Por eso se planeó que, de vez en cuando, desaparecieran y que uno tuviera que pagar para recuperarlas. Y para eso se hicieron las tormentas, porque cada vez que llueve, llueve dinero del cielo...”

Así canta Arthur Parker, un iluso vendedor de canciones con un claro deseo, vivir en un mundo donde las canciones sean la realidad. Casado con una gris, frígida y castrante mujer, Parker conoce en uno de sus viajes a Eileen, una maestra de escuela de la que se enamora perdidamente, un alma gemela con la que compartirá sus sueños de felicidad musical. En ese mismo viaje, se encuentra con un vagabundo que se gana la vida con su acordeón.

Su fortuito encuentro con una joven ciega, y el posterior asesinato de ésta a manos del acordeonista, le conducirán accidentalmente al patíbulo, devolviéndole de una forma tan rotunda como trágica a la realidad de la que pretendía huir.

Sobre Herbert Ross

En 1981, el musical, como el western, estaba en horas bajas, y las propuestas de la época (Grease, 1978, v.gr.) distaban bastante de los patrones utilizados en la época dorada de Hollywood. Herbert Ross (Brooklyn, New York, 1927-2001) tenía una amplia experiencia, por un lado como coreógrafo, y por otro como director cinematográfico. Lejos de adaptarse a las corrientes imperantes, dirigió un musical nostálgico, en el que recogió y recreó una gran parte del musical clásico americano.

Sobre Dinero caído del cielo

Dinero caído del cielo (1981) es la adaptación de una miniserie de seis capítulos, protagonizada por Bob Hoskins, realizada en 1978 para la BBC británica por Dennis Potter, quien firmaría el guión de ésta. A su vez, la miniserie tomaba su título de un largometraje musical de 1936 protagonizado por Bing Crosby, y en el que se incluía por primera vez la canción escrita por Johnny Burke y Arthur Johnston. Posteriormente, Billie Holliday, Louis Armstrong o Frank Sinatra incluirían la canción en su repertorio. En la película de 1981, la canción es interpretada por Arthur Martin. La presencia consciente de las fuentes que le inspiran es tal, que la película es tanto un homenaje a una época, como un ejercicio metacinematográfico derivado del juego inmanente entre la realidad y la ficción.

El propio argumento de la película es propicio a ese juego y la reflexión que conlleva: ¿es la vida como es o como imaginamos que sea? Éste es precisamente el abismo que se abre en la mente de Arthur Parker, cuya vida oscila sin solución de continuidad entre el mundo real y un mundo cantado, fruto de sus ensoñaciones, al que se agarra desesperadamente para sobrevivir. Arthur es un iluminado, un ingenuo que goza de los paraísos artificiales a los que le conducen las canciones que habitan en su mente. Sin embargo, en Dinero caído del cielo la frontera entre la realidad y la ficción es diáfana.

La conciencia de ficción de la parte cantada que tiene Arthur, y que el autor imprime, es un punto de madurez del que los musicales clásicos carecían. En ellos, los personajes se ponían a cantar y bailar como si fuese lo más natural del mundo, mientras que en Dinero caído del cielo los números musicales forman parte de una realidad, ansiada por Arthur y Eillen, pero claramente paralela y ajena a la real. Veinte años más tarde, Rob Marshall utilizaría el mismo recurso en Chicago (2002).

Un aspecto formal derivado del carácter fantástico de los números musicales son las canciones, que no son interpretadas por los actores, sino que mantienen las voces de las grabaciones originales, tal y como haría Alain Resnais dieciséis años más tarde en On connaît la chanson (1997). Sin embargo, el doblaje nostálgico de las canciones es sólo una más de las medidas adoptadas para Herbert Ross para remarcar el carácter ilusorio de los números musicales.

Transformaciones y desplazamientos de los decorados, repentinos cambios de iluminación, cambios de registro en los intérpretes, constantes violaciones de la lógica narrativa... todos estos recursos son utilizados para marcar al transición de un mundo real a otro ficticio. Por encima de todos ellos, destaca la brillante fotografía de Gordon Willis, uno de los más grandes directores de fotografía de Hollywood. A la oscuridad, sobriedad y realismo de las escenas del mundo real, contrapone la rica, brillante y sutil composición cromática de los números musicales. El ejercicio de creatividad es deslumbrante: un número está dominado por el blanco de los esmóquines infantiles, otro por los diabólicos rojos y violetas de una antro seductor, otro por los grises del blanco y negro del cine clásico. Cada número está concebido de una forma distinta, presentando una galería de posibilidades compositivas y cromáticas que convierten a Dinero caído del cielo en un catálogo para el director de fotografía.

Esta autoconciencia de la fantasía se expresa sin ambages y de un modo sintético en la escena final, en la que Arthur, a punto de introducir su cuello en el lazo de la horca, se baja del patíbulo y corre hacia Eileen reclamando un final feliz para el relato. Es la única escena de toda la película en la que Steve Martin canta, y marca la completa asunción por parte de su personaje de la trágica realidad que le aguarda. La historia de un hombre que vive en la inopia de su imaginación sólo puede concluir con la quijotesca aceptación de la realidad.

La permanente recurrencia al musical clásico mantiene la congruencia con la fantasía de los números musicales, pues estos responden a las construcciones mentales de Arthur y Eileen, y por tanto, a su acervo. Las situaciones que viven encienden una chispa en sus memorias, que coincide con la memoria colectiva del espectador. En ella residen los musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers, dando lugar a una de las mejores escenas del film, en la que Arthur y Eileen se cuelan en la pantalla de un cine para reproducir los pasos de Siguiendo la flota (Follow the fleet, Mark Sandrich, 1936). También están los musicales de Gene Kelly (Levando anclas, Anchors weigh, George Sidney, 1945; Siempre hace buen tiempo, It’s always fair weather, Stanley Donen, 1955), que inspirarán los primeros pasos de claqué de un sorprendente Christopher Walken. Y las coreografías del mítico Busby Berkeley (42nd Street, Lloyd Bacon, 1932; Dames, Ray Enright, 1934), de las que se nutre el número en el banco. Dinero caído del cielo constituye, en el fondo, el nostálgico repaso de treinta años de musical americano.

A pesar de su singularidad y calidad artísticas, Dinero caído del cielo (1981) resultó un fracaso. En Estados Unidos apenas recaudó 9 de los 22 millones de dólares que costó. En España se estrenó en 1986, cinco años más tarde de su producción, y la cifra de espectadores fue irrisoria: 28.463. La industria tampoco le fue muy propicia, pues apenas tuvo tres nominaciones a los Oscar, entre las que no estuvo la fotografía de Gordon Willis.

Dinero caído del cielo (1981) es el último musical clásico, y encierra la melancolía de otros tiempos en que las mejores cosas de la vida sólo costaban una entrada de cine.

Algo más
En el año 2000, Lars Von Trier daría una vuelta de tuerca más en el musical autoconsciente con Dancer in the dark. En ella, Selma (la ciega interpretada por Björk) tenía el mismo destino que Arthur y acababa en el patíbulo, con la soga en el cuello.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Escuchando a Gabriel (2007, José Enrique March)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mesajero, Bilbao.



Película cuya mayor virtud es su estilizada puesta en escena y composición del cuadro, muy distintas a las que nos tiene acostumbrado el cine español, y que representan una opción de indudable riesgo. Hay en Escuchando a Gabriel una meditada concepción del encuadre, con elementos de la puesta en escena como puertas y espejos que reencuadran a los personajes, y que remiten –con mayor o menor acierto- a la psicología del personaje que gobierna la escena.

Es una lástima que el material dramático que acompaña a esta propuesta pictórica sea tan pobre. La historia de un adolescente prodigio del piano, que dejó de tocar años ha, traumado por la pérdida del instrumento y posterior encarcelamiento del padre, se hace inverosímil, no solo por el guión, sino también por unas interpretaciones que son incapaces de revelar al personaje.

No creo que sea tanto culpa de los actores, como de unos personajes y un conflicto casi imposibles de defender. La inverosimilitud del conjunto produce tal desapego que hace muy difícil la identificación con ninguno de los personajes principales. A medida que avanza el metraje, el rocambolesco desarrollo de las tramas hace la película cada vez más insostenible e inadmisible. La débil fe del espectador en sus personajes se desvanece y desaparece, y uno está deseando ver los títulos de crédito.

El tándem Maxi Valero-José Enrique March regresa al terreno del largometraje tras La estancia (2004), un film que no llegó a estrenarse en salas comerciales. Tras ella, Escuchando a Gabriel fracasa, tanto por sus personajes como por el conflicto, afectando directamente al corazón de la película.

viernes, 16 de noviembre de 2007

La habitación de Fermat (2007, Luis Piedrahita y Rodrigo Sopeña)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.



La habitación de Fermat es la ópera prima de dos jóvenes guionistas que, hasta la fecha, habían desarrollado su carrera en televisión, con programas como El Club de la comedia o El hormiguero. De hecho, el Piedrahita que firma la película es el mismo que inventara eso de “¿Un cacahuete flotando en una piscina sigue siendo un fruto seco?”.

Sorprende por sus antecedentes cómicos, que su primer largometraje sea un thriller, ajeno al costumbrismo de sus monólogos y sketches televisivos, y con un claro antecedente argumental en aquella escena de La guerra de las galaxias (1977, George Lucas) en la que Luke Skywalker, Han Solo y la princesa Leia estaban a punto de morir, aplastados por las paredes de un cuarto menguante.

Porque más o menos de eso va La habitación de Fermat, de cuatro matemáticos encerrados en una habitación, condenados a morir aplastados por sus paredes, si no son capaces de resolver los acertijos a los que se ven examinados por una identidad desconocida.

La estimulante y atractiva propuesta argumental guarda debajo del abrigo una clara intención de alejarse lo más posible de los modos costumbristas y cómicos que, según algunas voces, condenan al cine y a la televisión española a su eterno desencuentro con el público. El tan cacareado cine de género en torno al que, esas mismas voces, proponen articular un nuevo modelo narrativo de cinematografía, ha tenido en el cine de Amenábar, Fresnadillo, Guillermo del Toro, y más recientemente, a J.A. Bayona y su Orfanato, el principal de sus argumentos. Y La habitación de Fermat pertenece por concepto a ese club.

Sin embargo, hay determinados aspectos de la película que no están bien resueltos, y que me hacen pensar que, detrás de la brillante propuesta, tanto argumental como estética, no hay unos sólidos cimientos que la sustenten, ni en lo narrativo, ni lo dramático, ni en lo plástico.

El guión está construido en torno a las revelaciones que los personajes van haciendo de su pasado, a partir del cual deberían encontrar solución al verdadero enigma de la habitación, que es por qué están encerrados y por qué van a morir. El valor simbólico que posee la habitación y sus elementos, exige que el descubrimiento del enigma esté ligado a la salvación de los personajes, en este caso, escapar del cuarto antes de que los aplaste. Sin eso, el relato se queda en un melodrama en el que los personajes verbalizan sus pasiones, sus miedos y sus frustraciones, sin que encuentren encarnación dramática en ninguno de los elementos que propone el argumento y la puesta en escena.

La habitación de Fermat es un film que guarda un estrecho vínculo con La huella (1972, Joseph L. Mankiewicz), por el protagonismo que tienen las apariencias y las simulaciones, por el desarrollo en un único y claustrofóbico espacio, y por las oscuras motivaciones de los personajes, pero se queda en el envoltorio, en la fachada, en el llamativo juego de artificio.

La accidental caída de Hilbert y la iluminación final que experimenta Pascal para encontrar la salida son dos soluciones deus ex machina que no resuelven ni son consecuencia de la resolución de ninguno de los conflictos planteados. Tampoco tiene mucha lógica la muerte de Fermat. Existe, pues, una disociación permanente entre el fondo y la forma, entre el qué y el cómo, que casi nunca se diluye.

En esta misma línea, tampoco es muy acertada la simultaneidad constante entre la resolución de los acertijos y las confesiones reveladoras. Se presenta de nuevo esta disociación entre las motivaciones de los personajes y sus actos. En estas escenas existe una importante contradicción entre la imperiosa necesidad de resolver el problema matemático y la calma de las confesiones, una contradicción ilógica por la psicología de los personajes, y que va más allá de la pantalla diluyendo la atención de un espectador que piensa: “A ver, o intentamos salvarnos, o nos ponemos a contar milongas”.

En cuanto a los personajes, estos también se mueven en un ambiguo terreno entre la parodia y el drama que tampoco les favorece. Los detalles cómicos que aderezan la película tienen gracia, pero son guiños paródicos al espectador que también alejan a los personajes y a la película de su concepto inicial.

En esto tiene que ver no solo la dirección de actores, sino la misma elección del elenco, tres actores españoles garantes de un buen resultado en taquilla, pero muy alejados, tanto por su acerbo como por su trayectoria profesional, de los brillantes cerebros que supuestamente son. Ni Alejo Sauras, ni Elena Ballesteros, ni Santi Millán logran hacer verosímiles sus personajes, un problema que no se halla solo en sus interpretaciones, sino en algunas frases del guión, y en la mano que les dirige.

La planificación y el montaje siguen a rajatabla los principios del cine de acción, con planos cortos y un montaje muy picado. Se echa de menos una mayor presencia de ese ojo que todo lo ve, capaz de romper las reglas de la diégesis, pero la cámara siempre está dentro del cuarto, con la intención de subrayar la claustrofobia, y el Gran Hermano solo nos regala unos planos cenitales que dan la medida real del tamaño de la habitación.

Este film vuelve a plantear el eterno debate de la identidad del cine español, y su necesidad de encontrar un camino alternativo al costumbrismo en el cine de género. Me parece que La habitación de Fermat es una película sin identidad, partida en dos, que no logra insertar el mecanismo genérico del thriller en la herencia cultural que tenemos por el hecho de ser españoles.

No creo que el cine de género sea incompatible con nuestra idiosincrasia, pero lo que sí creo es que solo unos pocos han logrado enraizarlo (Álex de la Iglesia, Enrique Urbizu, Antonio Hernández), y que en esa “unión de contrarios” está uno de los retos del cine español.

viernes, 26 de octubre de 2007

Invasión (2007, Oliver Hirschbiegel)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.



The Invasion (2007) es la primera película americana del director alemán Oliver Hirschbiegel, autor de El experimento (Das Experiment, 2001) y de El hundimiento (Der Untergang, 2004), con las que demostró ser un gran cineasta, con personalidad definida y un estilo propio.

Por otro lado, Invasión es la cuarta adaptación cinematográfica, telefilmes aparte, del clásico relato de ciencia ficción que Jack Finney escribiera en los años 50. Si la versión de Don Siegel (The Invasion of the Body Snatchers, 1956) era una obra maestra de la serie B, la versión homónima que rodó Philip Kauffman en 1978 era un estimulante y apocalíptico relato de terror, que tenía en el estremecedor grito que delataba a los todavía humanos, uno de sus mejores hallazgos. Quince años más tarde, Abel Ferrara (Body Snatchers, 1993) daba su peculiar visión del mito.

La recuperación de los clásicos y el reciclaje que de ellos se hace, siempre permite un interesante estudio comparativo de la ideología y las necesidades espirituales de disitintas épocas y/o generaciones. Más aún en el caso que nos ocupa por dos factores adicionales que no poseen todos los dramas reciclados: en primer lugar, el carácter mítico de la obra, que cristaliza mejor que otro tipo de relatos más realistas el carácter de una época; y en segundo lugar, las características de producción, que tienden a sumergir las fuertes individualidades creativas implicadas (Joel Silver, Hirschbiegel, Kidman) en una conciencia superior que va más allá de la suma de ellas.

La principal diferencia que significa a Invasión de sus predecesoras es su mayor autoconciencia, no solo en cuanto a lo que se está contando, sino también, y este es el principal defecto de la cinta, a la voluntad moralizante que impregna cada uno de sus fotogramas.

La historia de Jack Finney ya es de por sí impactante: unos alienígenas pretenden destruir la raza humana, introduciéndose en sus cuerpos mientras duermen, y sustituyendo paulatinamente la sociedad actual por otra ideal, en al que no haya conflictos ni existan las emociones que los provocan. Este mundo feliz de reminiscencias huxleyanas implica la eliminación del hombre tal y como lo conocemos, por otro ser menos consciente, pero también menos peligroso.

Si la versión de Kauffman de 1978 terminaba con el grito apocalíptico de Donald Sutherland y la derrota de la raza humana, la de 2007 concluye con la salvación del mundo y una grosera crítica del mundo actual. El eco del 11S nos alcanza y el hombre actual exige esperanza y compasión, incluso de un relato que no las lleva dentro de sí. De ahí, la novedosa presencia del rubio hijo de Carol, inmune al virus alieníogena y única esperanza de encontrar una vacuna que devuelva al ser humano a su estado consciente. También responde a esta necesidad la permutación sexual y profesional de los roles protagónicos: el masculino Dr. Bennell es ahora la maternal Carol Bennell (Nicole Kidman), y el sórdido inspector de Sanidad es transformado en una sofísticada psiquiatra.

Todas estas metamorfosis alcanzan su clímax en la escena del drugstore, con la que comienza el film a modo de alucinante flash-forward o prolepsis, y que constituye el inicio de la “original” parte final, en la que la heroína se resiste como gato panza arriba y logra huir de los alienígenas deshumanizados, en una escena persecutoria tan trepidante como vergonzosa, que culmina, cómo no, en la azotea de un edificio.

La posterior resolución meses después pone la puntilla a la orgía moralizadora con el comentario de Daniel Craigg sobre los muertos en Irak: “¿Cuándo acabaremos con esto?”, y la mirada de madre superiora de la Kidman.

El problema de Invasión es que, en realidad, nadie quería hacer esta película. Querían hacer otra, posiblemente un thriller apocalíptico con otro Sutherland –que ya está hecha y se llama 24-, pero no una película de terror con este argumento, este director y esta actriz. Quizá la decisión más dolorosa que haya tomado Joel Silver, productor entre otras de Arma letal (1987, Richard Donner), La jungla de cristal (1988, John McTiernan), y Matrix (1999, Hermanos Wachowski), haya sido la de elegir al director de El hundimiento para rodar esto. Ni rastro del que rodó la muerte de los hijos de Goebbels.

En resumen, se trata de una desacertada revisión de un clásico, que nada aporta y que pronto se olvidará.

Los Totenwackers (2007, Ibón Cormenzana)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.



Con más anticipación que Cortilandia se estrenó esta película con vocación navideña firmada por el vasco Ibón Cormenzana. Dentro de los límites de la industria cinematográfica de este país, se trata de una digna película para niños, sobre todo teniendo en cuenta que es una novedosa incursión en el subgénero fantástico infantil.

Los Totenwackers son unos niños cazafantasmas que intentan liberar de sus insidiosos ocupantes la casa a la que se acaban de mudar. La aparente sencillez del argumento se ve complicada al introducir a una ambigua bruja -interpretada por Geraldine Chaplin- que guarda en una especie de caja fuerte de totems, el flujo vital de los ocupantes de la casa. Cuando la bruja muere, toma uno de estos flujos con el que logra resucitar, provocando a la vez la muerte de un vecino.


A mi juicio, esta historia de los guionistas de El espinazo del diablo (2001, Guillermo del Toro), está a caballo entre el relato adulto y el cuento infantil. Está claramente dirigida a un público infantil, pero posee por contra una serie de elementos alejados de los arquetipos míticos que vertebran este tipo de películas, y que la sumergen en el terreno de una adulta ambigüedad.


En primer lugar, los fantasmas contra los que luchan los Totenwackers son en realidad unas víctimas cuya redencion es la desaparición definitiva. No tienen aspecto bondadoso, es más, están dibujados para provocar el pánico infantil, pero a la vez son los aliados de los héroes, lo cual es bastante contradictorio. No creo que un niño, al que supuestamente va dirigida la película, llegue a comprender la paradoja.


Por otro lado, la bruja malvada de la casa es un personaje que se agarra de un modo tan desesperado a la vida, que genera un inesperado sentimiento de empatía y compasión por parte del espectador. Es más, el mejor momento de la película es el sacrificio del Cojo –un magnífico Celso Bugallo- para salvar la vida de su ama. Este acto de amor trágico es necesariamente adulto y refuerza esa especie de triste belleza que posee el personaje de Geraldine Chaplin: con la muerte del Cojo, ella sigue vive, pero sola.


Los niños protagonistas, en cambio, sí son arquetípicos y recuerdan inevitablemente a Harry Potter y sus compañeros de viaje. Sin embargo, Los Totenwackers abandona el maniqueísmo mítico, y esto va en contra del público infantil al que va dirigido.


Ya hemos dicho que, dentro de sus límites, el trabajo de producción que hay detrás de esta película es estimable. Aun así, al final la película es aburrida, al menos para un adulto. Se echa en falta un guión más coherente y con un desarrollo más fluido del segundo acto, una mejor música. Y también un mejor elenco: la excelente labor de Chaplin y Bugallo subrayan por contraste el mediocre trabajo del resto, niños incluidos.


Los Totenwackers es una aburrida y digna película infantil, y lo mejor de ella es lo que tiene de adulto. Como diría Groucho Marx, esto lo entiende hasta un crítico de cine... Pues eso, que traigan a uno.

jueves, 11 de octubre de 2007

Los seis signos de la luz (2007, David Loren Cunningham)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.

Película de aventuras para público infantil, con héroe pubescente, que pretende acomodarse a rebufo de los fantásticos y seriales éxitos de sagas como Harry Potter, Las Crónicas de Narnia o El Señor de los anillos.


Las similitudes con ellas son más que evidentes, desde la morfología del relato, argumento y personajes, hasta el diseño del cartel y del tráiler. Con la saga cinematográfica de J.K. Rowling comparte el arquetipo heroico, un joven de catorce años, cuya vida cambia al descubrir que es el séptimo hijo de un séptimo hijo, y por tanto, el elegido para buscar los seis signos de la luz y vencer a las fuerzas de la Oscuridad.

Para ahondar más en las casualidades, Los seis signos de la luz es otra adaptación literaria, en este caso de la segunda de la serie de novelas juveniles escritas por Susan Cooper, con Will Stanton como protagonista. La productora Walden Media tiene los derechos de compra sobre los otros cuatro títulos de la saga, por lo que no es de extrañar, vistos los feraces resultados de taquilla en Estados Unidos, que Will Stanton regrese el próximo año con nuevas aventuras.

Dirigida por un joven y experimentado Loren Cunningham, cuenta en su elenco con veteranos y solventes intérpretes, como los televisivos Frances Conroy (la madre de A dos metros bajo tierra) e Ian MacShane (Al en Deadwood), que dan equilibrio interpretativo a los jóvenes protagonistas. Los efectos especiales no alcanzan el nivel de las películas en las que se basa, y el imaginario creado, tanto en la mansión de Miss Greythorne, como en las regresiones en el tiempo del joven héroe, o el castillo en medio del bosque, tampoco posee la misma riqueza.

Aunque se trate de un profesional y digno trabajo, el resultado es una anodina película de aventuras, en la que las pruebas del héroe se suceden sin descanso. El frenesí perpetuo y esquizoide al que nos tiene acostumbrados gran parte de la televisión, infecta el film, sin que haya pausas, de tal forma que el ritmo se compone con una machacona e incesante sucesión de momentos de elevada intensidad.

Los seis signos de la luz se apuntan al filón genérico “aventura mítica para público infantil” sin plantearse mucho el porqué de las cosas que cuenta ni de cómo las cuenta. Ignoro si es el principio del fin de un género que ha dado identidad a la primera década del siglo XXI.

Afortunadamente la propiedad de los derechos de cada una de las sagas impedirá que se llegue a los híbridos a que dieron lugar otros géneros fantásticos históricos, como el cine de terror de la Universal en los años 30, o el terror vampírico de la Hammer en los años 60 y 70. Si no, podríamos amanecer un día con un Harry Potter vs. Will Stanton en las torres de Mordor o similar en las pantallas de nuestro cines. Dios nos libre.

Absolute Wilson (2006, Katharina Otto-Bernstein)

Se publicará en Cine para leer, Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.

Esta película, firmada por la alemana Katharina Otto-Bernstein, no sería más que otro convencional, ortodoxo y bien realizado documental para televisión, si no fuese por el extraordinario objeto de atención que le da título, el director teatral Robert Wilson.


La historia de Bob Wilson es la historia del hijo gay del alcalde del profundo Waco, que, sin formación teatral de ningún tipo, se convertiría en una de las más brillantes y prolíficas figuras de las artes escénicas. Considerado uno de los más influyentes directores escénicos del teatro actual, Wilson se nos descubre como un ser descomunal, megalómano, un artista de creatividad y energía homéricas, que recuerdan a otros genios del siglo XX como Picasso.

Los problemas de aprendizaje que sufrió cuando era pequeño, iban a empujar al joven Wilson hacia un lenguaje no verbal. Sus primeros contactos con la experiencia escénica iban a estar ligados con la danza contemporánea que se estaba desarrollando en el Nueva York de finales de los sesenta. Subyugado por la belleza del cuerpo y sus posiblidades expresivas, este iba a constituir el núcleo de sus primeras performances y montajes con su compañía, la Byrd Hoffman School or Byrds.


Controvertidos montajes como Deafman Glance (1970), con Raymond Andrews, un niño negro sordomudo, o sus performances con Christopher Knowles, un autista de 19 años, darían paso a espectáculos de duración maratoniana, como The Life and Times of Joseph Stalin (1973) de 12 horas, o KA MOUNTain and GUARDenia Terrace (1973) en lo alto de una colina iraní, que duró una semana entera.


Tras ellos, vendrían montajes de vocación operística, en los que las partes literaria y argumental tenían un peso exiguo, como Einstein on the Beach (1976), que lo convertiría en una celebridad mundial, apadrinada incluso por André Breton.


Es de comprender que cualquier cosa que se escriba, diga, filme o monte, sobre este personaje ejercerá una fascinación inherente. Su obra es eminentemente visual y, por tanto, idónea para sumergirse en ella a través del cine, e incluso para hacer cine a partir de ella. Lamentablemente, Absolute Wilson se queda en lo primero. Las imágenes en vídeo de sus montajes tienen un poder hipnótico y onírico no del todo explotado en la cinta, porque, al fin y al cabo, no deja de ser un documental convencional en el que se aplican técnicas de reportaje periodístico.


La principal virtud de Absolute Wilson se halla en el feliz entendimiento del director teatral con la directora del documental. Gracias a esa comunión, el pudor de Wilson es derribado y la cámara puede acceder a una de las figuras artísticas más turbadoras del último siglo. Sin embargo, el uso que se hace de las imágenes de archivo, como meras ilustraciones de un recorrido histórico, es una clara infrautilización de un tesoro audiovisual. Si no fuese por Wilson, sería un documental más para Pedro Erquicia.

jueves, 4 de octubre de 2007

Angustia (1985, Bigas Luna)

Se publicará en Cine de los 80, Ed. Mensajero, Bilbao.


Argumento

John Hoffman trabaja como enfermero en un hospital oftalmológico gracias a la influencia de su madre Alice, con la que vive y a la que le une una relación de fuerte dependencia. Alice hipnotiza a su hijo y le induce a perseguir y sacar los ojos a sus pacientes, para engrosar la colección de ojos que alberga el hospital. La historia de John y Alice es el argumento de ‘The mummy’, la película que Patty y Linda, dos adolescentes americanas, están viendo en una sala cinematográfica.

Patty está sufriendo con la película y sugiere a su amiga que se vayan, pero sin éxito. En la pantalla, Alice recibe una llamada del hospital sugiriendo el despido de su hijo. Esto enfurece a la madre y vuelve a hipnotizar a su hijo. La hipnosis de Alice también alcanza a uno de los espectadores que acompañan a Patty y Linda. Entonces, ficción y realidad discurren a la par: al tiempo que John extrae con su bisturí los ojos de los espectadores de un cine, el espectador hipnotizado empieza a asesinar a la gente del otro cine, hasta terminar reteniendo como rehén a la joven Patty.

En el momento en que en la pantalla la policía detiene a John, en la sala otro agente abate al espectador hipnotizado, liberando a la joven de la angustia.


Sobre Bigas Luna

Bigas Luna es una de las personalidades cinematográficas más singulares de este país, tanto por su decurso vital como por las películas que ha legado en treinta años de profesión. Este diseñador, pintor, escenógrafo y maestro de futuros cineastas, se inició en el cine con una serie de películas pornográficas, que precedieron a un infructuoso intento por hacer un cine comercial y de éxito con la adaptación de una novela de Vázquez Montalbán, Tatuaje (1976). Tras ella llegaron dos obras maestras, las obsesivas Bilbao (1978) y Caniche (1979), y con ellas su colaboración con el productor Pepón Coromina y con un par de con los que constituyó una pequeña familia: Consol Tura y Ángel Jové. En 1980 se instaló en Estados Unidos con Consol y Ángel, donde realizaron sin mucho éxito Renacer (Reborn, 1981), con Dennis Hopper como protagonista.

Sobre Angustia

Cuando el cine de terror que se producía en España se limitaba a la serie B de Paul Naschy y a las pequeñas y gloriosas piezas de Ibáñez Serrador (¿Quién puede matar a un niño?, 1976), Bigas Luna regresó a Barcelona y sorprendió con esta isla pavorosa, enigmática y trascendente, que merece ser incluida en cualquier antología. Angustia supondría además el fin del ciclo que le unió en matrimonio profesional a Pepón Coromina, puesto que el productor falleció ese mismo año.


Inspirada en el cuento de E.T.A. Hoffman, El arenero (nótese el homenaje en el nombre de los personajes), esta película de terror constituye un hito sin precedentes en la industria española de los años 80, por su estética, la presencia de actores extranjeros, y la realización de un ejercicio narrativo y de género inéditos en el cine español.

En primer lugar, la película está ambientada en una pequeña localidad de Estados Unidos, pero rodada completamente en Barcelona, lo que supuso un trabajo de dirección artística y fotografía realmente notables, pues la recreación es sencillamente perfecta.

En segundo lugar, en el elenco de Angustia se entremezclan actores americanos con españoles, y entre ellos, la inefable y enigmática figura de Ángel Jové. Un perfecto Michael Lerner acompaña a Zelda Rubinstein en un papel pensado inicialmente para Bette Davis. Estos dos factores, unido al inevitable doblaje de los actores al castellano, logran que la película tenga una estética poco común, más próxima al cine que nos llega del otro lado del Atlántico.

Este juego de impostura a nivel plástico y auditivo, encuentra eco a nivel narrativo. El relato dentro del relato provoca una mise en abîme que incluye al propio espectador, de tal forma que la sala de exhibición desde la que se contempla la película de Bigas Luna es el ‘tercer relato’ lógico y consecuente que sucede a los dos desarrollados en pantalla. La catártica angustia que experimenta el espectador se debe tanto a la identificación del mismo con Patty, como a la propia presencia en un espacio convertido, por la mágica metamorfosis de las imágenes reflejadas, en el escenario de los personajes.

La película de Bigas Luna es, a la vez, experiencia catártica y una reflexión sobre el acto de ver y contar. La década previa a la producción de Angustia, el cine ya había ejercido su derecho de autoconciencia, con filmes metacinematográficos que ahondaban en la relación entre el espectador y la imagen, ya fuese la reflejada en la pantalla o la capturada por la cámara: El desprecio (Le Mépris, Jean Luc Godard, 1963), Arrebato (Iván Zulueta, 1980), La Rosa Púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, Woody Allen, 1985) jugaban con el espejo de la ficción y, como Alicia, decidían atravesarlo.

Pero es en La ventana indiscreta (Rear window, Alfred Hitchcock, 1954) y en las reflexiones que sobre ella vierte Eugenio Trías, donde Bigas Luna halla el germen de esa ‘tercera dimensión’ sobre la que se erige su película. El patio en el que se desarrolla la acción de La ventana, convierten a Jefferies (James Stewart) en espectador de una película; al tiempo, es protagonista de la que se desarrolla en su apartamento, estableciendo un juego de espejos que se prolonga en la mirada del espectador, la ‘tercera dimensión’.

Con Angustia, Bigas no sólo crea esa ‘tercera dimensión’ en la sala de exhibición, sino que salta al otro lado del espejo e invierte el vínculo tradicional entre imagen y espectador. La frontera entre ambos se vuelve porosa, y a través de ella se cuela la angustia como una nube tóxica, inundando toda la sala. El espectador se vuelve imagen angustiada, y la imagen de la pantalla se convierte en el ojo encantado de su creador. A través de la imagen, Bigas se transmuta en cazador de ojos, arrebata al espectador su condición de ‘voyeur’ acomodado en su butaca, y lo convierte en víctima a punto de ser ejecutada por el reflejo de la cámara. El ojo es el único objeto que no es por cómo es visto sino por lo que ve, y en Angustia Bigas es todo ojo.

Hipnosis y mensajes subliminales como puntos de partida, son utilizados por Bigas para reflexionar sobre el otro gran tema de la película, la influencia del arte en el hombre. A través de su banda sonora, Angustia juega con el espectador y con el significado escondido en los sonidos: una puerta que se cierra se convierte en el tic-tac de un reloj, y éste en el latido de un corazón. Con la hipnosis en el argumento, Bigas plantea el poder hipnótico que poseen las imágenes y su capacidad para influir en los actos de sus espectadores.

A pesar de su calidad, Angustia es uno de los títulos de la filmografía de Bigas Luna con menos fortuna en taquilla. Si la mayoría de sus películas fueron moderados éxitos, Angustia no gozó del beneplácito popular (quizá por la tortura a la que se le sometía) y contó con apenas 160.000 espectadores. En el Festival de Avoriaz, uno de los más prestigiosos de cine fantástico, la película fue premiada con el Cuervo de Oro. En los Goya pasó sin pena ni gloria y sólo recibió galardón por los efectos especiales.


Algo más

En 1961, Buñuel logró algo semejante a Angustia con El ángel exterminador. En ella, el absurdo encierro de un grupo de aristócratas en una mansión generaba el mismo desasosiego de los espectadores en la sala. Cuando ésta se vovía a iluminar tras la proyección, el público rompía a reír... Todo el mundo sabía que no podría salir...


En 1981, la realidad superó a la ficción cuando David Hickney emuló a Travis Bickle (Taxi driver, Martin Scorsese, 1976), atentando contra el Presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan.


Bibliografía: PISANO, ISABEL. Sombras de Bigas, luces de Luna. Iberautor Promociones Culturales, Madrid, 2000.