viernes, 12 de mayo de 2006

Tránsito (2005, Marc Forster)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


La última película del autor de Monster Ball, 2001, y Descubriendo nunca jamás, 2004, se ha estrenado en un único cine en el municipio de Madrid y en versión doblada. Aunque se trata de una película bastante irregular, sigue siendo más meritoria que muchas de las que ocupan posiciones de privilegio en la cartelera madrileña. Además, Tránsito cuenta con la participación de Ewan MacGregor y la extraordinaria Naomi Watts en los roles protagónicos, circunstancia que en principio vuelve más extraña aún su reclusión al Liceo de Marcelo Usera.


En cualquier caso, Tránsito es una de esas arriesgadas películas de fábula deconstruida en las que es difícil comprender lo que ha ocurrido, es decir, que es difícil responder a la pregunta “¿de qué va?”, porque la distancia entre la intriga –la historia tal y como está contada en la película- y la fábula –la historia manteniendo el orden lógico y cronológico de los acontecimientos- es abismal. Es evidente que la lógica y el orden temporal no son condiciones necesarias para contar una historia, pero en cualquier relato debe existir una lógica interna que coexista más allá de la ruptura temporal o de los saltos entre dos, tres o cincuenta universos paralelos que se alternen entre sí. Esa lógica interna parte de que el director sepa lo que está contando –la fábula– y sea consciente del desorden que introduce en su relato. Cuando el guionista y el director no son la misma persona, existe el riesgo de que esas dos nociones fundamentales (fábula, y sentido en el desorden) se pierdan al viajar de una cabeza a otra. Tránsito tiene esa esquizofrenia autoral que le hace extraviar el sentido de lo que está contando. A diferencia de Mulholland Drive (David Lynch, 2001), la película de Forster carece de la capacidad hipnótica que debe sostener una película de la que no se ve hacia dónde camina. Si ese poder hipnótico de las secuencias se pierde, entonces el relato pierde gran parte del interés, que es precisamente lo que ocurre.

Ya son lejanos los tiempos en los que se usaba esa nieblecilla para marcar la transición entre la vigilia y el sueño, el presente y el pasado, o la realidad y la ficción. Hoy en día, estos “tránsitos” son marcados por la propia lógica del relato con efectos retroactivos, es decir, que el paso de un universo a otro no es establecido con el cambio de plano, sino con el retardo añadido por el desarrollo de la acción.

Tránsito narra el mundo imaginario de un joven, Henry Letham, que acaba de sufrir un accidente de tráfico en el puente de Brooklyn. Henry es asistido por otros dos conductores, Ewan MacGregor y Naomi Watts. En el tránsito entre la vida y la muerte, Henry imagina que Sam Foster (el personaje de MacGregor) es su psiquiatra y Lila (el personaje de Naomi Watts) su pareja. En ese mundo imaginario que se inventa sobre la carretera, Henry es un paciente que oye voces que le desvelan el futuro; en una de las sesiones, Henry revela a Sam su intención de suicidarse en tres días. En esos tres días hasta la fecha señalada, Sam investiga la vida de su paciente con objeto de salvarle; en ese proceso de búsqueda, empieza a sufrir una serie de trastornos que ponen en juicio su identidad: varios déjà vu, encuentros con muertos, extrañas coincidencias... precisamente, todos los síntomas que presentaba el joven Henry, como si se produjese una transferencia de identidades entre el accidentado y el auxiliador. Prolongando esa transferencia, en el pasado Lila también intentó cometer suicidio. Tras múltiples peripecias con todos los conocidos de Henry, Sam descubre que se suicidará en el puente de Brooklyn. De esta forma, todos los personajes se encuentran de nuevo en el lugar del accidente que inicia la fábula.

Este destripamiento de la película no pretende estropear su visión a futuros espectadores. Es simplemente un juego con el que se pretende verificar si Tránsito sería una mejor película conociendo de antemano el final de la intriga, que es el inicio de la fábula.

Al margen de su estructura narrativa, Tránsito es muy interesante desde el punto de vista de la puesta en escena. El último plano de una secuencia guarda una lógica con el primero de la secuencia siguiente, de tal forma que el salto en tiempo y espacio no existe en el relato. Es una manera interesante de producir el efecto de permanencia a través de la transferencia de los atributos del joven Henry en el tiempo, en el espacio, y en la identidad de sus alter ego. Igual intención tienen los saltos de eje en sus conversaciones con el psiquiatra Sam Foster, los juegos visuales con espejos, o los cambios de dirección y de ubicación espacial de los personajes dentro del plano. Si bien se aprecia una intención y una inteligencia en todo ello, el resultado es excesivamente racional y sofisticado. Tránsito acaba siendo un juego hueco porque el fondo psicológico de la fábula se pierde en la complejidad de la intriga, y en la sofisticación de la puesta en escena. En este caso, la forma de contar las cosas va, a mi modo de ver y a riesgo de equivocarme, va contra la historia y contra lo que se pretende decir con ella.

Tránsito es pues una película “un poco rara” que, a diferencia de otras excelsas rarezas, se queda en ello. No es de extrañar por tanto, a pesar de su ambición, su desastroso camino por las pantallas americanas y su reclusión madrileña en el distrito de Usera.

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