viernes, 4 de octubre de 2002

Forever mine (1999, Paul Schrader)

Publicada en Cine para leer, Julio-Diciembre 2002, Ed. Mensajero, Bilbao.


Cuando en la reciente edición del Festival de San Sebastián se presentaba Auto Focus, la penúltima obra de Paul Schrader, en las salas comerciales se estrenaba su anterior título, Forever mine, producida en 1999, una historia de amor entre Alan Riply, el chico de las toallas de un hotel de Florida –Joseph Fiennes-, y Ella Brice, la joven y rubia esposa –Gretchen Mol- de un ejecutivo de asuntos turbios, más cercano al gangsterismo que a la honorable labor de la gestión de empresas: el inicuo concejal Mark Brice, interpretado por Ray Liotta.


El pesimismo de Schrader convierte esta hipótesis de partida en una tragedia, como cabría esperar, ya que es costumbre en sus películas. Alan Ripley, entronca con otras creaciones de Schrader, como el Wade Whitehouse de Aflicción (1997), o el mítico Travis Bickle de Taxi driver (Martín Scorsese, 1976). Todos ellos, personajes abocados a una ineluctable violencia, que en el cine de Schrader se convierte en catarsis para redimir a unos y otros, espectadores y personajes, de la soledad, soledad erigida en el tumor que infecta las conciencias; en el universo de Schrader, el amor siempre fracasa, y parece que esta explosión de incontenible violencia es la única solución posible al equilibrio inestable en el que sobreviven los personajes, a ese mare mágnum de miseria del que, de vez en cuando, emerge un ángel blanco como efímera esperanza de redención.

El ángel de Forever mine es Gretchen Mol saliendo del mar a cámara lenta, perfectamente modelada por un bañador blanco, imagen que nos lleva a la efigie maravillosa de Cybil Shephard, también envuelta en blanco, entrando por primera vez en las oficinas del senador Charles Palantine (Taxi driver).

Si, hasta ahora, la visión sobre el amor de Paul Schrader había sido de un pesimismo de plomo, en Forever mine sorprende con una fe racional, y nos ofrece una visión muy cercana a la concepción del arte desde que los poetas provenzales inventaran el amor cortés allá por el siglo XII. Parece que Schrader, habitante perpetuo del lado oscuro, ha pretendido incorporarse al otro lado, al que ocupa el hombre capaz de amar, pero en su caso lo hace desde una atalaya racionalista que acaba reduciendo a tópicos las metáforas del amor y del odio.

En Taxi driver o American gigoló, el perenne solitario, alter ego de Schrader, poseía el punto de vista; el film era una confesión del autor, y la barbarie del protagonista estaba imbuida de humanismo, ya que era el propio Schrader quien se escondía detrás de la máscara. Pero en Forever mine, el punto de vista es cedido en bandeja de plata a un pueril camarero de ideas románticas y proyectos universitarios, cuyo amor parece no sólo incombustible, sino capaz de cualquier sacrificio. ¿Y Schrader dónde está?

El arte exige una reinvención constante de la realidad inconsciente del hombre. Al recurrir a formas establecidas es frecuente que el artista las reproduzca sin ser consciente del misterio que encierran, de su simbolismo procedente del “inconsciente colectivo”, y como tales, quedan reducidas a tópicos: es la diferencia entre el símbolo –religioso, misterioso, universal, inefable-, y el signo –terrenal, obvio, local, unívoco-.

Y tópicos en Forever mine, hay varios: que Ella lea a los ancianos Madame Bovary, la historia de una mujer adúltera, es demasiado evidente; y el rosario que Ella regala a Riply se transforma en un fósil narrativo, y pierde todo el misterio. La tradicional y demencial lucha que el héroe de Schrader inicia con el mundo, queda reducida al maniqueísmo sin dobleces: por lo paupérrimo que es el héroe Alan Riply, y por lo plano que resulta su antagonista, el concejal Mark Brice.

Si atendemos a la construcción narrativa, ésta presenta innumerables carencias. Sin hacer excesivo énfasis en las lagunas del guión, en esas inverosimilitudes a las que Hitchcock tampoco daba excesiva importancia pero que resultan enojosas para cualquier espectador un poco exigente con la lógica del film, hay ciertas preguntas que la película no responde: ¿Cómo se salva Riply tras ser disparado y lanzado a la zanja de la obra desde varios metros de altura? ¿Cómo averigua Mark Brice el paradero de la pareja fugitiva al final del film? ¿Por qué no reconoce Ella Brice a su amado Alan hasta que éste se lo dice, después de haberle besado? ¿Cómo se produce la suplantación de identidad de Manuel Esquema: tan fácil como matarlo y hacerse pasar por él?

A las lagunas, de importancia relativa, se une la estructura del guión: construido sobre un gran flash-back -o analepsis, como también se puede llamar-, se narra la historia de amor a partir del viaje en avión que Riply hace, con el rostro deformado, para hacer negocios con el concejal Mark Brice, catorce años después de su encuentro en Florida. El flash-back está dividido en tres partes, cada una de ellas prologada por una breve escena en el avión que le sirve a Riply para recordar, y a Schrader, para seguir narrando. El recurso es bastante torpe, y a mi juicio, hubiese sido mejor solución contar la historia de Florida y pasar al avión con una elipsis de catorce años, sin necesidad de introducir previamente a Riply con su rostro de Quasimodo.

Como consecuencia de todo lo anterior, el tiempo de la película se espesa y fluye con dificultad, haciéndose aburrida en algunos momentos. Pero como decía Jean-Luc Godard, es mejor una mala película americana que una mala película húngara. A la calidad incuestionable de la fotografía, se une la partitura de Angelo Badalamenti, el habitual compositor de David Lynch, y unos actores solventes entre los que destaca la figura de Ray Liotta, convertida en mito desde su aparición en Goodfellas (Martín Scorsese, 1991).

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