Publicada en Reseña nº 332 y en Cine para leer. Julio-Diciembre 2001, Ed. Mensajero, Bilbao.

Le fabuleux destin d’Amélie Poulain es el último film de Jean Pierre Jeunet. Amelie ya fue concebida antes de que aceptara la realización de la última entrega de Alien. A su regreso de Hollywood retomó el proyecto, cuya base era esencialmente una colección de anécdotas -visuales y literarias- recogidas con la devoción de un numismático. Entre las mismas, podemos encontrar a un gnomo de porcelana que viaja por todo el mundo, un caballo que corre junto a los ciclistas del Tour de Francia, un bailarín de claqué con una pata de palo, o la imagen de un viejo que dibuja una y otra vez el mismo cuadro de Renoir.
Desde el primer instante, la película iba a ser una celebración de la imagen, de su capacidad sígnica y sintética. Amelie (que así se llama en España) es un regocijo contínuo de instantes únicos y reveladores, de ritmos visuales y armonías cromáticas, conseguidas gracias a la magnífica fotografía de Bruno Delbonnel, quien mediante la introducción de filtros amarillos y rojos ha dotado a la película de un tono íntimo en el que los azules están ausentes, incluso del cielo parisino.


Como si fuese una extensión de su director, Amelie se va construyendo con la intención de hacer feliz... al espectador. Ésa es su rara cualidad. Estábamos acostumbrados al happy end americano, que inevitablemente viene acompañado por un descreimiento arraigado en el espíritu escéptico del adulto. Es muy difícil dejarse embaucar por el típico film americano que desemboca en un final redentor tras dos horas de tragedia griega. Como consecuencia de esa tendencia infantil había surgido un cine europeo invadido por dramas, por películas duras, con personajes resquebrajados, hinchados de pus, en que el musical -el género optimista por antonomasia- continuaba su tradición con el drama de Dancer in the dark. Pues Amelie consigue lo más difícil: hacer cómplice al espectador de un optimismo desmedido y que salga a la calle con ganas de invitar a esa chica que nos gusta a cobijarse bajo nuestro paraguas, o de atarle los cordones de los zapatos al antipático revisor que le pide el billete a los dos enamorados que se han colado, de vivir, en una palabra.

Sin embargo, lo que logra la comunión de los espectadores y Amélie es la complejidad escondida del personaje. A pesar de que pueda parecer el colmo de la alegría y del optimismo, Amélie ni es una tonta de bote, ni es completamente feliz. A sus deseos de hacer feliz a los demás le acompaña un maniqueo sentimiento hacia el tendero Collignon, avaro, arrogante y despótico, quien sufrirá de las malévolas invenciones de Amélie. Y por otro lado, y lo que me parece más importante, el personaje desarrolla una casi patológica obsesión por ayudar a los demás debida a su incapacidad de afrontar su propia felicidad.
El punto de inflexión de la historia es su encuentro con Nino Quincampoix (interpretado por Mathieu Kassovitz), coleccionador de retratos de fotomatón, y del que se enamora inmediatamente. A partir de ese encuentro, Amélie querrá encontrarle pero le huirá en el último instante, como si tuviese miedo a su propia felicidad. Es ese punto de arraigo con la realidad, que lo aleja de la idealización de un ser angelical que no existe, lo que logra la comunión con al personaje.
Y hay también un matiz fundamental en la resolución de la historia que nos la hace más próxima. Alejada de todos los héroes que se redimen a sí mismos, que se levantan sobre sus propias cenizas para vencer al final de la película, nuestra heroína tiene que ser empujada por su anciano vecino para encontrarse definitivamente con el joven Nino. Es incapaz de provocar el mágico beso que los una, que culmine esta magnífica historia.
Película rechazada por el Festival de Cannes, ha sido el éxito de la temporada en Francia. En junio la habían visto ya seis millones de espectadores. ¿Cautivará también Amélie el corazón de los españoles?
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