viernes, 26 de noviembre de 1999

Buena Vista Social Club (1999, Wim Wenders)

Publicada en Reseña nº312 y en Cine para leer 1999, Ed. Mensajero, Bilbao.


La génesis de esta película se halla en el guitarrista y compositor Ry Cooder, quien en 1996 viajó a Cuba en busca de los músicos cubanos que llevaba escuchando desde hacía veinte años y que habían caído en el olvido.


En su visita descubrió que algunos de ellos habían muerto, pero con todos aquellos que vivían decidió grabar un disco, que publicaron en 1997, y que se convertiría en un asombroso éxito tanto para los que escribieron sobre el disco como para los que lo escucharon. Aquel milagro culminaría con la concesión del premio Grammy al mejor álbum tropical-cubano en 1997.

La historia no terminó aquí: Ry Cooder, quien había trabajado con Wim Wenders con su famosa composición de París, Texas (1984), y más recientemente, en El final de la violencia, infundió en éste su mismo entusiasmo por los músicos cubanos, y aprovechando la grabación de un single de Ibrahim Ferrer, Wenders acudió a la isla con un reducido equipo para grabar esta película en soporte magnético, en Betacam Digital.

El tiempo de la película está construido por cuatro directrices; ese tiempo es el de los músicos cubanos y el propio Ry Cooder que la puesta en escena y el montaje de Wenders distorsiona hasta crear de ellos unos personajes.

La primera directriz es la narración de Ry Cooder de su viaje al Sur y el descubrimiento de estos músicos, a los que descubre y guía con cariño paternalista en la grabación del disco. Su inglés irrumpe en la película, cantada, hablada y soñada en castellano, como la confesión de un extraño que se acerca a una realidad ignota, con el espíritu de un explorador (Wenders dice: “Ry Cooder, supongo.”). No sólo es su metafórica llegada en sidecar junto a su hijo Joachim Cooder; también expresa este sentimiento su actuación junto a los músicos al lado de un mar tranquilo que tiene lugar al final de la película, y todas las actuaciones en los estudios de grabación durante las cuales se observa el agradecimiento sincero de todos los músicos a quien, por ser iniciador y promotor del disco que los recató del olvido, deben su propia resurrección al final de su madurez.

El testimonio de Ry Cooder sirve de introducción a los testimonios de los músicos cubanos. Es aquí donde Wim Wenders crea las imágenes más bellas componiendo los retratos de estos músicos. Las secuencias con el pianista Rubén González en el palacio junto a los niños que hacen gimnasia, o aquella en que la trompeta de Orlando “Cachaito” López da vida a los vagones y locomotoras varadas sobre los raíles y las hierbas, como si fuesen un trasunto de la propia Cuba, son bellísimas y muy acertadas porque con ellas consigue darnos una visión muy rica de la realidad de estos músicos, una visión que se completa con sus propios testimonios, como un descenso atroz a los principios de la memoria. Todos ellos, desde Compay Segundo hasta Pío Leyva, nos cuentan dónde y cuándo nacieron y nos relatan el momento en que surgió el desdeo musical. De todos ellos es el músico Ibrahim Ferrer el que se erige en el vértice sobre el que gira la película. Es él la figura a la que más atención dedican Wenders y Cooder, y que observan con más cariño. Hacen de él un personaje ingenuo y lleno de vida, y generan con él un contraste con la cultura del Norte que culminará en la actuación final en el Carnegie Hall de Nueva York.

La película se acaba construyendo con las sesiones de grabación y de los conciertos que Buena Vista Social Club dio en Amsterdam y en Nueva York. Es en este último concierto en el que se alcanza la tierra prometida durante el viaje. Soñado por todos ellos como el paradigma del éxito, como si fuera el sueño de un niño, el viaje a Nueva York es el crisol donde terminan de precipitar todas las constantes de la película: el contraste entre el Norte (que observa) y el Sur (que es observado cómo observa el Norte); el fin de un viaje que comienza el día que nacieron; y la culminación musical con una aclamadora ovación en el Carnegie Hall con la sublime interpretación de Chan Chan.

Por eso, este aparente documental es una brillantísima y sorprendente película que parte de la realidad para construir unos personajes que hacen música y viven en el Sur. El último vals, la película de Scorsese sobre el grupo The band, se acercaba más al documental, por centrarse más en los conciertos con las distintas figuras que colaboraron con ellos, pero Buena Vista Social Club es algo más por las intenciones que hay detrás de todos los planos y el montaje de determinadas secuencias.

El film de Wim Wenders se ofrece a la misma confusión que El sol del membrillo (1992, Víctor erice). Antonio López decía que no era un documental, sino una película igual que Lo que el viento se llevó o Casablanca. En el caso de Buena Vista
Social Club , incluso en el rodaje de los conciertos, en donde la puesta en escena queda determinada por la disposición del espacio, hay una fotografía estilizada (sobre todo en los de Amsterdam) y un trabajo de montaje que la distancia del documental, y hace que sea una película como las que hoy hace Hollywood pero mejor.

jueves, 29 de julio de 1999

Lisboa (1999, Antonio Hernández)

Publicada en Cine para leer 1999, Ed. Mensajero, Bilbao.


Lisboa
ha sido una película que, si bien ha estado lejos de ser un fracaso tampoco ha llamado especialmente la atención de crítica y público, a pesar de ser una brillantísima película del género 39 escalones, género que instauró Alfred Hitchcock con esta película y que perfeccionó veinte años después con la mítica Con la muerte en los talones.


Género de aventuras con humor en el que el protagonista emprende una odisea tanto física como moral, al término de la cual sale transformado en otra persona, y que sigue generando nuevos títulos cada año. En Lisboa, su director Antonio Hernández realiza este viaje cinematográfico demostrando un conocimiento absoluto de las reglas del 39 escalones.

Sergi López interpreta a un joven representante de vídeos pornográficos que recorre los bares de gasolinera del Badajoz próximo a la frontera con Portugal. En uno esos bares se encuentra con Carmen Maura, como una Eve Kendall más madura y desengañada, que ha desaparecido en medio de una fiesta en su propia casa, para huir de su familia y su marido hacia Lisboa. Toda la familia va en su busca, y con este argumento Antonio Hernández ha creado unos personajes extrañamente exóticos, imbuidos de un maniqueísmo que en este caso da fuerza a la película ya que los personajes del lado oscuro (Federico Luppi, que interpreta al marido de Carmen Maura, y Laia Marull, hija del matrimonio) están construidos sobre la estilización propia del cine clásico: Luppi es un empresario sin escrúpulos, el hombre solitario y ambicioso que está obsesionado por el poder, mientras que el personaje de Laia Marull es una femme fatal, de sexualidad y lengua perversas, igual de seducida por el poder y el dinero que su padre.

Esta estilización que sitúa en otra esfera a estos personajes es una de las claves del género, junto a la visión irónica que tiene el protagonista de todos ellos.
Antonio Hernández ha asimilado a la perfección todas las reglas que hacen del género 39 escalones un modelo con más influencia en el cine occidental de la que pudiera imaginarse, y así ha hecho una película que funciona. Tiene un ritmo que cautiva, con sus picos imbuidos de angustia y tensión, y sus valles en los que el espectador reflexiona sobre la situación al mismo tiempo que lo hace el protagonista, un tiempo construido con una puesta en escena y montaje sencillos e inteligentes.

Pero Lisboa no es un remedo sin originalidad de Con la muerte en los talones. Antonio Hernández ha hecho una película más pesimista, sin la ingenuidad y confianza ciega de la cultura americana tan propicia para la creación de mitos sin mácula. En Lisboa no hay final feliz sobre el monte Rushmore con la mirada asombrada de los presidentes. Aquí Carmen Maura no es una mujer sofisticada y seductora sino una mujer madura sin futuro; y Sergi López no es un galán divorciado y mujeriego.

Esto hace que Lisboa sea una película más sombría y sin el entusiasmo y la reverencia al espectador necesarias para que se hubiese convertido en el éxito en que los americanos, esos ingenuos conquistadores, saben convertir las historias.

viernes, 26 de febrero de 1999

La vida es bella (1997, Roberto Benigni)

Publicada en Reseña nº302 y en Cine para leer 1999, Ed. Mensajero, Bilbao.


Toda gran comedia se erige sobre una tragedia, y es el tiempo el que transforma los recuerdos que habitan la memoria, hechos onerosos y anegados de amargura en el tiempo posterior al instante en que se vivieron, en la materia que nos ayude a vivir el presente, en el humor, la ironía que necesitamos para vivir sin temer el futuro, para vivir riendo, para vivir bien.

La vita è bella es una gran comedia. Es, por tanto, una película que ayuda a vivir, que logra que el espectador salga de la sala sabiendo algo más sobre la vida y el hombre. Y todo lo consigue un payaso llamado Roberto Benigni.


Roberto Benigni ha rodado en La vita è bella la historia de Guido, que hizo felices a su mujer, Dora, y al hijo que ambos tuvieron, Giosue, quien nos relata su historia. A Giosue le contaron que su padre Guido fue un judío que vivió en Arezzo, la pequeña localidad de la Toscana en la que nació y vivió él; que se enamoró de su madre, a la que conquistó montado en un caballo, también judío, y pintado de verde. Y que, fruto de su amor, nació él. Lo que ocurrió a partir de su quinto cumpleaños ya forma parte de su memoria, y tal cual nos lo traslada. Ese día fue de excursión con su padre y su tío abuelo a un edificio inmenso con un patio en el centro, para participar en un concurso. Con el prescriptivo uniforme de rayas negras y blancas de cada concursante, debían lograr punto tras punto hasta mil para conseguir el premio: un magnífico tanque.

¿Pero fue esto lo que ocurrió en realidad en aquellos tiempos recónditos de su infancia? ¿Fue un magnífico juego lo que vivió junto a su padre? ¿O fue su padre un fabulador maravilloso, un hombre capaz de transformar la realidad sórdida y lóbrega en un tiempo de libertad y diversión? Él no tiene salvación posible, es consciente de que pasarán hambre y de que en cualquier momento sus vidas podrán finalizar bajo la lluvia de unas duchas que no limpian los cuerpos, ni las conciencias de nadie. Pero la desesperanza y el temor angustiosos todavía no han herido a su hijo Giosue. Y aquí surge la comedia que salvará a su hijo, aquí nace la invención que convertirá las angostas y sucias literas en un lugar espléndido para esconderse, y aquellos días de hambre, miseria e indignidad en un hermoso juego en el que el premio es un tanque de los de verdad.


De este choque de conciencias nace la comedia y la emoción, como en el cine de Charles Chaplin. Por una parte, la memoria del espectador, esencialmente trágica, de lo ocurrido en la II Guerra Mundial. Ésta es una pieza fundamental en el entramado de la película sin la cual no se sostiene. Si alguien ajeno a los acontecimientos históricos viese la película, probablemente no entendería nada. Por eso, en el futuro, dentro de doscientos o trescientos años, esta película debería exhibirse con un documental previo que describiese sucintamente las barbaridades del holocausto: las humillaciones sufridas por los judíos, con sus tiendas quemadas, desahuciados y robados para siempre con el quimérico y absurdo fin de limpiar el mundo; los campos de concentración, con los cuerpos famélicos y los rostros avejentados por la desesperanza; y las fosas comunes. El espectador actual posee este acervo histórico que le permite comprender la película. Por otra parte está la memoria de Giosue, que es la invención de Guido y la narración de su madre de los años en que él todavía no había nacido. Y de esta confrontación, que es el mecanismo que provoca la risa en cualquier película, surge la comedia.


La vita è bella, además, dice muchas cosas. El guión está escrito con inteligencia. Todas las secuencias, aparte de ir definiendo los personajes, esconden una aportación filosófica que consigue lo que Griffith pretendía con sus películas, que era “ hacer pensar al espectador sin que éste se dé cuenta”. Así, secuencias aparentemente inocuas como aquella en la que Guido comparte cama con su amigo Ferruccio se convierten, en este caso, en un brillante planteamiento inicial de la idea que persigue el film: la capacidad que posee el hombre de transformar la realidad. Y otras, exponen otras ideas de un modo más claro sobre la supuesta superioridad de la raza o sobre el enriquecimiento mutuo que proporciona el intercambio cultural. Y todas estas reflexiones son las opiniones de un payaso.

La película, además, prácticamente consigue una cosa tan difícil como escapar del maniqueísmo, ya que los únicos personajes fascistas, el prometido de Dora y el inspector de Educación, si bien son ridiculizados, lo son por otras razones que su ideología.

Posee una buena partitura de Nicola Piovani, quien ha trabajado para gente como Bigas Luna (Jamón, jamón o La teta y la luna) y una fotografía correcta que no entorpece de un modo retórico la narración, y que, en ocasiones, introduce muy buenas ideas visuales, que emocionan con sinceridad, como el plano general largo que encuadra el despliegue de la alfombra roja para que descienda Dora por las escaleras, o el desfile “marcial” de Guido, visto por Giosue desde el buzón en que se esconde. Quizá los actores, en concreto Nicoletta Braschi y Giorgio Cantarini muestren demasiada dependencia de Roberto Benigni, y sus interpretaciones puedan no convencer. En cambio, Marisa Paredes -la abuela de Giosue-, Horst Buchhold y Giustino Durano, componen unos personajes sutiles y bien definidos.

Todo ello hace de La vita è bella una grandísima película que hace del cine algo grande, algo necesario y útil para el hombre.