viernes, 26 de febrero de 1999

La vida es bella (1997, Roberto Benigni)

Publicada en Reseña nº302 y en Cine para leer 1999, Ed. Mensajero, Bilbao.


Toda gran comedia se erige sobre una tragedia, y es el tiempo el que transforma los recuerdos que habitan la memoria, hechos onerosos y anegados de amargura en el tiempo posterior al instante en que se vivieron, en la materia que nos ayude a vivir el presente, en el humor, la ironía que necesitamos para vivir sin temer el futuro, para vivir riendo, para vivir bien.

La vita è bella es una gran comedia. Es, por tanto, una película que ayuda a vivir, que logra que el espectador salga de la sala sabiendo algo más sobre la vida y el hombre. Y todo lo consigue un payaso llamado Roberto Benigni.


Roberto Benigni ha rodado en La vita è bella la historia de Guido, que hizo felices a su mujer, Dora, y al hijo que ambos tuvieron, Giosue, quien nos relata su historia. A Giosue le contaron que su padre Guido fue un judío que vivió en Arezzo, la pequeña localidad de la Toscana en la que nació y vivió él; que se enamoró de su madre, a la que conquistó montado en un caballo, también judío, y pintado de verde. Y que, fruto de su amor, nació él. Lo que ocurrió a partir de su quinto cumpleaños ya forma parte de su memoria, y tal cual nos lo traslada. Ese día fue de excursión con su padre y su tío abuelo a un edificio inmenso con un patio en el centro, para participar en un concurso. Con el prescriptivo uniforme de rayas negras y blancas de cada concursante, debían lograr punto tras punto hasta mil para conseguir el premio: un magnífico tanque.

¿Pero fue esto lo que ocurrió en realidad en aquellos tiempos recónditos de su infancia? ¿Fue un magnífico juego lo que vivió junto a su padre? ¿O fue su padre un fabulador maravilloso, un hombre capaz de transformar la realidad sórdida y lóbrega en un tiempo de libertad y diversión? Él no tiene salvación posible, es consciente de que pasarán hambre y de que en cualquier momento sus vidas podrán finalizar bajo la lluvia de unas duchas que no limpian los cuerpos, ni las conciencias de nadie. Pero la desesperanza y el temor angustiosos todavía no han herido a su hijo Giosue. Y aquí surge la comedia que salvará a su hijo, aquí nace la invención que convertirá las angostas y sucias literas en un lugar espléndido para esconderse, y aquellos días de hambre, miseria e indignidad en un hermoso juego en el que el premio es un tanque de los de verdad.


De este choque de conciencias nace la comedia y la emoción, como en el cine de Charles Chaplin. Por una parte, la memoria del espectador, esencialmente trágica, de lo ocurrido en la II Guerra Mundial. Ésta es una pieza fundamental en el entramado de la película sin la cual no se sostiene. Si alguien ajeno a los acontecimientos históricos viese la película, probablemente no entendería nada. Por eso, en el futuro, dentro de doscientos o trescientos años, esta película debería exhibirse con un documental previo que describiese sucintamente las barbaridades del holocausto: las humillaciones sufridas por los judíos, con sus tiendas quemadas, desahuciados y robados para siempre con el quimérico y absurdo fin de limpiar el mundo; los campos de concentración, con los cuerpos famélicos y los rostros avejentados por la desesperanza; y las fosas comunes. El espectador actual posee este acervo histórico que le permite comprender la película. Por otra parte está la memoria de Giosue, que es la invención de Guido y la narración de su madre de los años en que él todavía no había nacido. Y de esta confrontación, que es el mecanismo que provoca la risa en cualquier película, surge la comedia.


La vita è bella, además, dice muchas cosas. El guión está escrito con inteligencia. Todas las secuencias, aparte de ir definiendo los personajes, esconden una aportación filosófica que consigue lo que Griffith pretendía con sus películas, que era “ hacer pensar al espectador sin que éste se dé cuenta”. Así, secuencias aparentemente inocuas como aquella en la que Guido comparte cama con su amigo Ferruccio se convierten, en este caso, en un brillante planteamiento inicial de la idea que persigue el film: la capacidad que posee el hombre de transformar la realidad. Y otras, exponen otras ideas de un modo más claro sobre la supuesta superioridad de la raza o sobre el enriquecimiento mutuo que proporciona el intercambio cultural. Y todas estas reflexiones son las opiniones de un payaso.

La película, además, prácticamente consigue una cosa tan difícil como escapar del maniqueísmo, ya que los únicos personajes fascistas, el prometido de Dora y el inspector de Educación, si bien son ridiculizados, lo son por otras razones que su ideología.

Posee una buena partitura de Nicola Piovani, quien ha trabajado para gente como Bigas Luna (Jamón, jamón o La teta y la luna) y una fotografía correcta que no entorpece de un modo retórico la narración, y que, en ocasiones, introduce muy buenas ideas visuales, que emocionan con sinceridad, como el plano general largo que encuadra el despliegue de la alfombra roja para que descienda Dora por las escaleras, o el desfile “marcial” de Guido, visto por Giosue desde el buzón en que se esconde. Quizá los actores, en concreto Nicoletta Braschi y Giorgio Cantarini muestren demasiada dependencia de Roberto Benigni, y sus interpretaciones puedan no convencer. En cambio, Marisa Paredes -la abuela de Giosue-, Horst Buchhold y Giustino Durano, componen unos personajes sutiles y bien definidos.

Todo ello hace de La vita è bella una grandísima película que hace del cine algo grande, algo necesario y útil para el hombre.

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