viernes, 24 de noviembre de 2006

El camino de San Diego (2006, Carlos Sorín)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


Cuenta el director y guionista de la película que todo comenzó con la agonía de Evita Perón en Buenos Aires, allá por el invierno de 1952. Entonces, multitud de anónimos argentinos protagonizaron las más inverosímiles hazañas, movidos por el deseo de salvar y unir así sus destinos a la grandeza de Evita. Inspirado por este acontecimiento, Carlos Sorín escribió un guión sobre unos hacheros que emprendían un viaje a pie desde Misiones hasta Buenos Aires acarreando un enorme tronco de timbó.

El guión acabó en un cajón, hasta que en 2004 se generó un fenómeno similar que le insufló nueva vida y actualidad: Diego Armando Maradona ingresó en una clínica aquejado de una crisis cardiaca, y las manifestaciones de fe se repitieron como cincuenta y dos años atrás.

En El camino de San Diego, su protagonista, Tito Benítez, encuentra una raíz en la selva en la que ve el rostro de Maradona. Tras resolver su escepticismo inicial con una vidente, emprende camino en busca de su ídolo para hacerle entrega de la “estatua” en madera. Con esta premisa argumental, Sorín construye una nueva versión del mito del héroe, aquel que abandona su patria y a su familia para llevar a cabo una misión, y que por el camino se encuentra con obstáculos y con los auxiliares que le ayudarán en su cometido. Están claramente perfilados, según la clasificación de Propp, el mandatario (la vidente), la princesa (la esposa) y los ayudantes y auxiliares con que se topa. Sólo falta el antagonista, pues no hay ningún personaje que encarne el destino en contra del héroe. Esto es así porque la película está narrada desde el punto de vista de Tito, personaje de alma pura, sencillo, y con un punto de ingenuidad, que impide, por la propia naturaleza de su mirada, justificar la presencia de un “villano”.

Todos los relatos míticos encierran una reflexión sobre la fe, pues más allá de la razón, la sabiduría del héroe es en última instancia, un acto de fe. Desde Jasón y el vellocino de oro, hasta Indiana Jones y las pruebas definitivas de la tercera entrega (“El que tenga fe, pasará”), el héroe es valor, afrontar lo desconocido sin temor. Y El camino de San Diego es una película sobre la fe, sobre el efecto que los iconos pueden provocar en las personas, moviéndolos a actuar con una determinación inquebrantable.

Tito abandona su casa con la convicción de que si logra entregar la estatua al Diego, su vida cambiará a mejor. El viaje es jalonado con numerosos personajes que encarnan diversas manifestaciones de la fe: el cura católico que le observa con admiración y cariño; la pareja que se dirige a pedirle al santo; los manifestantes que rompen su celo dejándole pasar con la figura del ídolo; la prostituta que abandona el burdel confiando en que Buenos Aires le deparará mejor suerte; el niño que reconoce inmediatamente al Diego en la madera.

Como contrapunto, Waginho el camionero es el Sancho que encarna el sentido común, necesario para llevar las empresas a buen puerto. Simbólica es la carga que lleva en su camión, cientos de pollos vivos. También es simbólica la figura del ciego vendedor de lotería, que acude a la turba generada en torno al Diego para vender los boletos, y que finalmente terminará regalando uno al Tito. Y finalmente, Tito consigue la cámara para hacerse la foto con el Diego de un comerciante ilegal, gracias a la repentina llegada de la policía.

Este último es un ejemplo de lo maravillosamente bien que Sorín compone los contrastes en El camino de San Diego: la miseria es equilibrada con la fe, la bondad con el interés y la necesidad. Es quizá una película que sólo se puede hacer desde los 62 años de su director, pues hay en ella sabiduría y verdad.

Este es de hecho el propósito con que Sorín emprendió el proyecto. Para lograrlo, trabajó de nuevo con actores no profesionales, en busca de la espontaneidad y del plano en el que, tras innumerables tomas, se produjera la milagrosa fusión entre el actor y el personaje. El actor protagónico vive en Misiones y trabaja en un vivero; su mujer en la ficción, también lo es en la realidad. El resultado de este método es convincente y brillante, a lo que colabora el tono de falso documental de algunos planos y diálogos, y una fotografía realista.

La película fue galardonada en el Festival de San Sebastián con el premio FIPRESCI (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica), un justo premio para una humilde y buena película del realizador de Historias mínimas (2002) y Bombón: el perro (2004), que, como reza el cartel de la película, traza con su cine “un viaje hacia la esperanza”.

miércoles, 8 de noviembre de 2006

The birthday (2004, Eugenio Mira)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.



The birthday es una producción ambientada en un hotel de la norteamericana ciudad de Baltimore. Al igual que ocurriera en Angoixa (Bigas Luna, 1987), un equipo técnico enteramente español recrea en la ciudad de Barcelona un espacio de los Estados Unidos, con un elenco también americano del que destaca, por obra y gracia de la memoria de la infancia, Corey Feldman, aquel icono del cine juvenil de los 80 con títulos memorables como Gremlims (Joe Dante, 1984), The Goonies (Richard Donner, 1985) o Stand by me (Rob Reiner, 1986).

Por la premisa argumental –una fiesta de cumpleaños- y el carácter de convidado de piedra del patético protagonista parece que la película propone algo parecido a El guateque (The party, Blake Edwards, 1968). Pero la dirección artística y la fotografía –muy meritorias- nos remiten más a Barton Fink (Joel Cohen, 1991) o Carretera perdida (Lost highway, 1997), creando una atmósfera claustrofóbica y bastante desasosegante.

Parece, entonces, que la película va de un tipo desastroso y pusilánime que, en un ambiente enrarecido, quiere merecerse a su novia –por otro lado, pérfida y mezquina como pocas- y al resto de su acaudalada y poderosa familia, pero un giro inesperado nos revela la verdadera naturaleza del argumento, que no es otro que el nacimiento, resurrección o alguna otra forma de volver al mundo, de la divinidad de una secta formada por los camareros de la fiesta.

A pesar de este cambio repentino al cine fantástico-diabólico, The birthday tampoco huele a La semilla del diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski, 1968) o a El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1995).

En realidad, tantas referencias tratan de ocultar mi impotencia como espectador: no sabría decir qué es The birthday, porque en ningún momento fui capaz de comprender ni de asimilar la psicología de sus personajes, cuyas motivaciones, propósitos y acciones pertenecen a una dimensión del alma humana completamente desconocida para mí.

Si algo recordaré de esta película es, sin lugar a dudas, el hilo musical del ascensor.