Argumento
Unas notas asiladas e
inarmónicas irrumpen en el silencio rojo de Gritos
y susurros. Los nombres de Harriet Anderson, Kari Sylvan, Liv Ullman e
Ingrid Thullin, aparecen en la pantalla con la contundencia sobria y desapegada
de las verdades. Agnes, tumbada en la cama, deja que el tiempo de los relojes
la atraviese. Sus hermanas Karin y Maria, y la criada Anna, hacen turnos a la
cabecera de su cama mientras aguardan expectantes el desenlace inevitable de su
enfermedad. Son horas de silencio desgarradas por los recuerdos y los gritos de
dolor.
En esas horas, a Agnes le
vienen a la mente recuerdos de su infancia, cuando sentía en su piel el
desprecio de su madre, mucho más unida a sus hermanas. Maria se acuerda de su
adulterio frustrado con el médico de la familia, su única esperanza de salvarse
del tedio y la frustración que sentía en su hogar. Karin rememora la dolorosa
convivencia con su marido, y cómo se infligía heridas en el sexo para evitar acostarse
con él.
El fallecimiento de Agnes detona
un volcán de tristeza y orfandad, que Maria y Karin redimen con un tibio y
fraterno acercamiento sexual, y que Anna y Agnes acallan con un reencuentro
sobrenatural más allá de la muerte. La familia se desmembra. Anna es despedida
y antes de marcharse lee unas páginas del diario de Agnes: sus hermanas han ido
a visitarla, caminan por el jardín, las oye hablar, percibe su presencia. Y
siente que eso es la felicidad.
En 1972, Ingmar Bergman (Uppsala,
1918) está a punto de cumplir sesenta años. Lleva casi dos décadas de madurez
creativa en las que ha dirigido algunas obras maestras como El séptimo sello (Det sjunde inseglet,
1957), Fresas salvajes (Smultronstället, 1958) o Persona (1966). Cuando rueda Gritos y susurros, Bergman ya ha ganado
el Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa por El manantial de la doncella (Jungfrukällan,
1960) y Como en un espejo (Sasom i en spegel, 1961) y es, junto a
Fellini y De Sica, el director europeo que goza de más respeto en Hollywood. Su
prestigio, experiencia y libertad se unen a un organismo aún poderoso, capaz de
cargar con la exigencia física de un rodaje, y a un equipo de fieles que
disfruta de la misma madurez que el director. Uno de ellos es Sven Nykvist. El
director de fotografía sueco rodó con Bergman veinte de sus películas, convirtiéndose
en pieza esencial de esa compañía cinematográfica que capitaneara el director.
En 1973, Gritos y susurros obtendría
cuatro nominaciones a los Oscar, entre ellas a Mejor Película, Mejor Director y
Mejor Guión. El único galardón lo recibiría Nykvist por su fotografía.
En Gritos y susurros, Bergman y Nykvist realizan un trabajo colosal en
todos los aspectos. En primer lugar, destaca la forma que tienen de encuadrar
los rostros. La propia concepción espacial del film, todo él en interiores,
marca una puesta en escena de composiciones precisas, en las que el estudio del
primer plano viene a completar y perfeccionar los bocetos realizados en Persona y El silencio (Tytsnaden, 1963).
Partiendo de una aproximación psicológica, el trabajo compositivo refleja las
relaciones entre los cuatro personajes femeninos, y de estos con los personajes
masculinos que gravitan en torno a la constelación familiar. A partir de los
primeros planos durmientes de las cuatro, se van desplegando a lo largo del
film una serie de variaciones que acaban creando un retrato poliédrico de una
emoción apabullante. Gritos y susurros
es un manantial de rostros que se buscan, que se esconden, que se dan la
espalda y se encuentran, componiendo una tesis sobre la naturaleza humana de la
misma hondura que los retratos de Velázquez o del Greco.
En segundo lugar, Nykvist y
Bergman consiguen infundir naturalidad a un espacio de por sí teatralizado.
Exceptuando el prólogo y el epílogo, la película se desarrolla plenamente en
interiores en los que paredes, muebles, figuras y objetos, ordenan un espacio
que rezuma patetismo. Una tristeza viva, hiriente y honesta como un grito, que
Nykvist logra transmitir a través de los contraluces provocados por las ventanas
y de las transiciones súbitas de la luz exterior. Nada que ver con el refinado
manierismo de Dreyer en Gertrud
(1965). De la misma forma que plasma el guión, es la pictórica plenitud
proveniente de los jardines, la que da trascendencia al dolor intramuros.
Por último, hay que señalar
como un acierto esencial por su fuerza simbólica la presencia hipnótica que
tienen el rojo en la toda la película. Los créditos, los fundidos, las paredes
de la casa, todo en Gritos y susurros
está anegado por la sangre menstrual de las cuatro mujeres protagonistas. Porque Gritos y susurros es una película de
mujeres pero que no habla de las mujeres, sino de la Mujer, de esa mitad
terrenal, generosa, fecunda, sufriente y llena de bondad que encarna la Mujer.
Es Agnes y su enfermedad
—encarnación de la Mujer en su unión con Anna— la que atrae a sus dos hermanas
al lecho, actuando como crisol en el que se descomponen sus soledades. Durante
los días previos a su muerte, el sufrimiento que padece Agnes se hace
insoportable para las dos hermanas, aún contaminadas por la masculinidad de sus
maridos y amantes. Karin es masculina, rígida, hierática, lógica y lacerante
incluso en su forma de protegerse de los hombres. Tanto su marido, como el
marido de Maria y el médico, son estrellas lejanas, cobardes y carentes de compasión
que gravitan en torno a un Universo femenino herido por la soledad, la tristeza
y la nostalgia. Y las dos hermanas encuentran el camino de salvación entre las
paredes de esa mansión que rebosa un dolor gozoso, iluminado por la felicidad,
transitoria y frágil pero verdadera, de la comunión de los cuerpos. La relación
lésbica de Agnes y Anna abre las corazas de las dos hermanas que, por un
instante, logran romper la barrera que las impermeabiliza en una de las escenas
más bellas del film.
Bergman logra de esta manera
trasponer en su arte la barrera que fue incapaz de atravesar en la vida real. Egoísta
y mujeriego como sus personajes masculinos, es la suya una figura paradigmática
de ese efecto compensatorio que supone el arte en la vida de las personas. Su
cine es un cine expiatorio, redentor, una declaración de amor llena de dolor y
esperanza. Y Gritos y susurros es su
manifiesto.
En 1973, la cinta fue
estrenada con un notable éxito, y casi millón y medio de espectadores la vieron
en España. Hoy, Bergman es vendido por entregas en los kioskos sin que nadie
repare en él, habiéndose convertido en uno de esos chivos expiatorios que
muestran el deterioro moral y cultural de la sociedad actual. Y es que, si
Bradbury escribiera un Fahrenheit 451
del cine, Gritos y susurros sería una
de esas cintas, responsables de la infelicidad de los hombres, que los bomberos
echarían a la hoguera. Sin duda.
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