viernes, 5 de julio de 2002

El otro lado de la cama (2002, Emilio Martínez Lázaro)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2002, Ed. Mensajero, Bilbao.


Lo último de Emilio Martínez Lázaro (EML) es una comedia musical, una comedia que enriquece el universo urbano y lúdico que comenzó a esbozar con Amo tu cama rica y Los peores años de nuestra vida, y un musical insólito en la industria española, ya que nunca se había realizado algo semejante. Los musicales que se habían producido hasta ahora en España eran, en su mayoría, vehículos narrativos para el lucimiento de una estrella, ya fuese individual o colectiva. Los últimos ejemplos fueron los dos panegíricos chuscos por la gloria de la Pantoja, quien se incorporó a la lista en la que figuraban Antonio Molina, Juanito Valderrama, Lola Flores, o Manolo Escobar.


El musical americano con figuras como Fred Astaire y Gene Kelly nunca ha tenido reflejo aquí, por una sencilla razón: nunca ha existido un Gene Kelly, o un Frank Sinatra español. Eso no era óbice para que se hubiese hecho una película como El otro lado de la cama. Los americanos nunca tuvieron vergüenza para poner a cantar a Marlon Brando (Guys and dolls, 1955) o a John Wayne. Y el cine francés, con Jacques Demy como estandarte de esta opción, produjo títulos míticos como Los paraguas de Cherburgo o Las señoritas de Rochefort. Más recientemente Alain Resnais volvió a mostrar su valentía cinematográfica con On connait la chanson –que, por cierto, odia EML-, un musical en el que la canción tradicional francesa se usaba como representación de los estados de ánimo.

Pero ha sido Woody Allen con Todos dicen I love you, quien ha convencido definitivamente a EML para adentrarse en esta aventura sin precedentes en el cine español: “Si lo ha hecho Woody Allen, ¿por qué no lo voy a hacer yo?”. Ya en Los peores años de nuestra vida había dado muestras de su tendencia por el musical con las míticas incursiones de Torrebruno, y el Under my skin de Gabino Diego: Emilio podía hacer un musical.
La propuesta llegó de David Serrano, quien ofreció a EML el guión de la película cuando aún estaba montando La voz de su amo. David Serrano, para quien éste era su primer guión llevado a la pantalla, se ha revelado aquí como un gran escritor cinematográfico, y quién sabe si demostrará lo mismo con su primer largometraje. EML decidió hacerla, y como condición impuso que fuesen los mismos actores quienes cantasen.

La que mejor canta y baila es sin lugar a dudas Natalia Verbeke. Sus números son los mejores puesto que es la que se siente más libre para expresarse mediante la canción y el baile. En los otros casos, los resultados no son excepcionales: a los bailarines que componen la coreografía se acoplan los protagonistas de la historia sin una seguridad que les permita expresarse. Están tan preocupados por no perderse que eso les impide concentrarse en la interpretación.

Aun así, la buena coreografía -obra de Pedro Berdäyes, Premio Nacional de Danza-, una fotografía expresionista, los temas elegidos entre los éxitos de los 70 y 80 –los Rodríguez, Kiko Veneno o Mastretta-, y las situaciones creadas –el número en el museo de Ciencias Naturales con los niños bailando es ejemplar en este sentido- dan a los números musicales un valor inesperado.

El sentido lúdico de la comedia, que ya poseía Amo tu cama rica y Los peores años..., se ve aquí acrecentado con las representaciones musicales. Esta screwball comedy es una película más gamberra, más libre, y se integran perfectamente los elementos cómicos más dispares. Las secuencias de la pista de tenis son slapstick puro y duro, son Charlot pegando al policía en las comedias de Mack Sennett. Y el personaje de Antonio Sagaz es un absurdo que encaja perfectamente: la demostración de que el asesinato de Kennedy fue un complot organizado por él mismo –o sea, que se suicidó-, o de que Marilyn está viva y vive en Matalascañas, son absolutamente geniales. Muchos de los diálogos también rozan el absurdo, un absurdo divertidísimo que no admite reproducción alguna.

Y todo esto no elimina el componente trágico que hay en toda la película: “El verdadero poeta tiene que ser, a la vez, trágico y cómico, y toda la vida del hombre tiene que ser sentida, al mismo tiempo, como tragedia y comedia “(Platón). En el humor de El otro lado de la cama, hay una toma de conciencia del juego que hay en todas las relaciones humanas. Como en La regla del juego de Renoir, el intercambio de parejas que narra la película descubre unos personajes que buscan el amor para erradicar su soledad, que dudan, que se equivocan y que son infieles porque no saben lo que quieren.

Javier y Sonia (Paz Vega y Ernesto Alterio) son los que menos saben. Javier está liado con Paula (Natalia Verbeke) a la que promete dejar a Sonia, pero no tiene valor para hacerlo. Prefiere tener a las dos que a una. Y Pedro (Guillermo Toledo), a quien ha abandonado Sonia, se halla desesperadamente solo, no encontrando consuelo en ninguna de las alternativas que la vida, o Javier le proponen. Paula y Pedro son más ingenuos que Javier y Sonia, y por eso son los que se hallan más próximos al amor. Ambos tienen fe en el amor, mientras que Sonia es más díscola, y Javier es un púber que todavía disfruta mostrando su atractivo.

En ambas parejas hay ternura y complicidad, y cuando se intercambian ésta no se pierde. La forma en que están tratadas las relaciones sexuales –sobre todo, la primera de Javier con Paula-, los comentarios sobre las habilidades sexuales de Pedro –Sonia a Pedro: “Te pongo... un 7 y medio.” Pedro: “Un 7 y medio no está nada mal.”-, las reflexiones sobre la homo y la bisexualidad, y en general el tono de los diálogos, dan una humanidad a los personajes que pocas veces se habían visto en las relaciones de pareja en el cine (la sombra de Woody Allen es alargada).

Como contrapunto a las dos parejas protagonistas se hallan los dúos Rafa-Pilar (Alberto San Juan y María Esteve) y Victoria-Mónica, que terminarán liados en la fiesta final. El personaje de Rafa, el taxista machista al que se le vuelven contra él sus propias teorías, y el de Pilar, un tostón desesperado por encontrar alguien a quien abrazar, son una tercera dimensión de las dos parejas protagonistas.

La pareja que acaban formando, en una memorable escena final de celebración de los tópicos, es un epílogo excelente en el que la ilusión del amor es la única redención posible a la soledad que sobrellevamos. Como en
Ohayo (Yasujiro Ozu, 1959) ese combate de monólogos es una exaltación de las fórmulas de cortesía, de la conversación sobre el tiempo que, lejos de ser una forma huera y muestra de incomunicación, es reivindicada como un juego esencial para la construcción de las relaciones humanas.

Podría intentar explicar de una u otra forma por qué El otro lado de la cama es una película extraordinaria, pero como todas las obras estimables, posee un elemento irracional en todo, que sólo permite un comentario: es muy buena y no sé por qué. Decir que los diálogos son buenos es no decir nada y, a la vez, es lo único que se puede decir. El casting es perfecto. Los dos chicos forman una pareja cómica extraordinaria, a la altura de Matthau y Lemmon, y Natalia Verbeke está más guapa que nunca, hasta tal punto que declaro aquí mi admiración por la sonrisa más bella que he visto nunca. Y pregunto: ¿Quién no se ha enamorado alguna vez en el cine?

La máscara del faraón (2001, Jean Paul Salomé)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2002, Ed. Mensajero, Bilbao.


Belphégor fue una serie francesa de cuatro capítulos realizada por Claude Barma que, emitida en las semanas de 1965 en que el general De Gaulle renovaba su victoria electoral, hipnotizó al público: millones de franceses se preguntaban en los bares, en las calles, en las oficinas, de quién era el rostro que se ocultaba bajo la máscara del faraón.

Cuarenta años más tarde, Alain Sarde retoma el mito creado por Arthur Bernède (1871-1937) para realizar una superproducción francesa con Sophie Marceau (Braveheart, La hija de D’Artagnan) como estrella protagonista. Un título éste que viene a añadirse a la última tendencia de la industria francesa, que pretende competir con el cine americano –y no lo hace nada mal-, realizando películas de aventuras, fantasmas y misterio, con productos como Vidocq o Le pacte des loups.

El mito de Bernède es realmente bello. Un egipcio de la época de los faraones fue asesinado por envenenamiento y enterrado sin las pertenencias necesarias que le acompañaran en su tránsito al Reino de los Muertos. El cuerpo momificado fue extraído del sepulcro y trasladado al museo del Louvre por un arqueólogo francés. El espíritu de la momia está destinado a vagar hasta que no recupere los siete amuletos y el anillo donde se halla inscrito su nombre, todos ellos distribuidos por las distintas salas del museo, excepto el anillo. Cuando recupere su identidad podrá cruzar en la barca que le conduzca al Reino de los Muertos. Para recuperar los amuletos y el anillo se introduce en el cuerpo de un ser humano –en este caso el sensual cuerpo de Lisa, interpretada por Sophie Marceau-, quien poseído por el espíritu, se adentra todas las noches en el museo del Louvre en busca del nombre del fantasma que lo libere.

Que el fantasma sólo consiga redimirse cuando alguien diga su nombre, me parece una invención sublime. La falta de identidad es la causa de desasosiego y angustia en los humanos, el origen de todas las iniquidades que hacen del hombre un ser abyecto. El reflejo en el prójimo mediante el amor es una de las formas para hallar esa identidad perdida. Píndaro ya lo dijo: “Sé el que eres.” Y Belphégor no sabe quién es, porque nadie lo ha nombrado. Necesita encontrar el anillo con su nombre y que Lisa lo nombre. Sólo entonces quedará liberado.

Que Lisa perdiera a sus padres cuando cría, tampoco es un dato arbitrario. Si el fantasma necesita encontrarse, Lisa también es un personaje alienado, sin raíces, sobre todo tras la muerte de su abuela. El espíritu que se introduce en su cuerpo le impide encontrar su identidad en su amor por Martín. La relación nunca acaba de consumarse por culpa del fantasma. Y la liberación del fantasma implica también la de Lisa: la suerte de ambos va unida.

En Belphégor, el maniqueísmo inherente a todos los mitos adquiere un matiz importante que lo enriquece. El inspector Verlac, quien ya se ocupó del caso treinta años antes cuando el espíritu se encarnó en el cuerpo de un vigilante, considera a Belphégor el demonio, la encarnación del Mal. Pero en este caso, la vuelta a la armonía no se consigue aniquilando el Mal. Muy al contrario, la solución se encuentra en la comprensión del problema, en la resolución del enigma.

A diferencia de otras figuras míticas modernas, antagonistas del héroe, como puede ser Darth Vader, la liberación de Lisa pasa por la liberación del fantasma, de la sombra que la posee, y nunca por su muerte. En este sentido, Belphégor está más próximo del mito del Dr. Jekyll y Mr. Hide, de Robert L. Stevenson, en el que la muerte de uno implica necesariamente la del otro.

El análisis de los mitos de las diferentes culturas sería una extraordinaria forma para comprender el espíritu de los pueblos. Sometidos todos los mitos a una serie de reglas, como demostró Vladimir Propp, en la diferencia podríamos encontrar las peculiaridades de cada sociedad. Y obviamente lo que las une a ese “inconsciente colectivo” del que surgen las formas culturales.

Otro elemento interesante del mito es que Belphégor acaba con sus víctimas –policías y vigilantes del museo-, escrutándoles la mirada y creando la ilusión de sus complejos más arraigados. Así, por ejemplo, uno de los vigilantes, quien muestra un pavor desmedido hacia las inyecciones, acaba muriendo por creer que una aguja se hiende en su lengua, no pudiéndolo soportar. Las armas de Belphégor, como se puede ver, también tienen una raíz psicológica.
El símbolo que Lisa dibuja compulsivamente en las paredes del baño es otra forma de representar ese inconsciente no asumido que lucha por emerger. Mientras no lo consiga, el espíritu sufriente hará el mal. Y la forma de extraer el inconsciente de las tinieblas es tomando conciencia de él: nombrándolo.

La película tiene una producción muy cuidada, lo que da calidad al proyecto. Sin que el director Jean-Paul Salomé muestre un talento desproporcionado, las localizaciones tan extraordinarias en el museo del Louvre y en las calles parisinas, junto a unos buenos actores, logran que La máscara del faraón no envidie en absoluto a las cintas americanas de características similares. Sophie Marceau compone un difícil personaje. Julie Christie está genial en su interpretación de la investigadora Glenda Spencer. Su personaje, junto al de Verlac, y al del director del museo, destila una ironía que restan trascendencia a la historia, lo que permite disfrutarla más aun. En general, los personajes mayores –incluida la abuela de Lisa-, son un contrapunto cómico a la pareja de protagonistas que enriquece mucho la historia.

El uso de los efectos especiales es más discutible: tanto la forma que toma el fantasma, pululando por doquier, como los movimientos etéreos de la momia, se hallan en una dimensión diferente del resto de la película. Primero, no son muy creíbles; y segundo, rompen el ritmo de la escena. De la misma forma, el sueño que tiene Lisa, cuando está encerrada en el hospital psiquiátrico, no es muy convincente. Pese a que consigue hacernos ver que se trata de un sueño a través de una óptica deformada, la solución estética no es buena. Los efectos electromagnéticos son graciosos, pero se abusa un poco de ellos; a veces se parece más a un superhéroe eléctrico que a un antiguo faraón.

De lo que adolecen las escenas con efectos especiales, se puede extender al resto. El mal manejo del tiempo en una narración sincopada, con un ritmo atropellado, frenético –a los planos les falta tiempo-, hace que no haya suspense y el misterio se banalice. El espectador sabe que Belphégor es Lisa, pero no importa mucho que lo sepa.

En definitiva, Belphégor, el fantasma del Louvre es una película para pasar una tarde de domingo en compañía de una bella mujer. Y preferible siempre al maniqueísmo primitivo y simplón que los americanos desprenden en sus obras.