viernes, 29 de diciembre de 2006

La Spettatrice (2004, Paolo Franzi)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Esta película italiana llega a las pantallas españolas (Madrid y Barcelona al menos) de la mano de Sagrera TV, una pequeña distribuidora catalana que ya nos trajo este año la pequeña y brillante Caterina va in città. La apuesta de esta pequeña empresa hace un poco más porosa la membrana que separa las cinematografías europeas, y que las convierte en compartimentos prácticamente estancos.


La spettatrice narra la historia de una obsesión, o de un amor interrumpido antes de empezar, entre Valeria, una joven traductora de veintiséis años, y su vecino Massimo, un maduro y atractivo investigador de cuarenta. Valeria espía por la ventana de su casa la solitaria vida de Massimo, en cuya figura encuentra un consuelo a su particular soledad. Cuando descubre que su vecino ha dejado el piso, indaga y averigua que se ha mudado a Roma, y en un impulso irracional, toma un tren a la capital en su busca.

Hasta aquí el plan es perfecto: película italiana, esa cinematografía cuasi desconocida que tanto bueno esconde, y una historia de amor con un atractivo argumento. Pero el plan se desinfla poco a poco al comprobar la menesterosa voluntad de la heroína, más próxima a la de un cefalópodo que a la digna protagonista de un relato.

La película se integra dentro de una corriente muy europea, de personajes perdidos y sin esperanza. Esta mirada escéptica, acomodada, heredera de un pesimismo kafkiano en el que el que el héroe ni siquiera intenta salir del laberinto, consciente de lo vano de su propósito, es la mirada de El eclipse (Michelangelo Antonioni, 1962) , de El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), de La putain et la mamain (Jean Eustache, 1973). En ellas la conciencia de la desesperanza conducía a la autoaniquilación consciente, y ese acto de destrucción da sentido al absurdo.

En La spettatrice, Valeria nunca abandona su papel de espectadora para pasar a la acción. Toma un tren, se hace íntima de la amante de Massimo, se convierte en su ayudante con el único fin de acercarse a él, pero cuado tiene que hacer frente a su destino, al que ella se ha creado, huye despavorida como una romántica colegiala. Ni siquiera hay un final trágico que dé sentido. En el último plano de la película aparece Valeria en una piscina solitaria, un aséptico refugio a cubierto de la corriente devastadora de la vida.

Por otro lado, hay que hacer una gran concesión a la inverosimilitud de los hechos al asumir la relación del bello Massimo con la altiva viuda Flavia, mayor que él, y todavía enamorada de su marido muerto.

Al argumento decepcionante se une una puesta en escena con numerosos y pausados movimientos de cámara que pretenden unir los destinos de los tres personajes (Valeria, Massimo y su amante Flavia), como el plano secuencia al comienzo de la cinta en que Massimo sale de la tienda donde ha comprado la bolita de la espiritualidad y del amor y, sin corte alguno, del autobús que para en la esquina, se baja Valeria para entrar en la misma tienda. Estos movimientos, con un significado muy evidente, ralentizan aun más el lento ritmo de la película. A veces tampoco resultan ágiles los cambios de punto de vista. Sin crear confusión, las transiciones de la mirada de la cámara son forzadas y torpes en ocasiones, como la conversación que se cuela en el café solo a oídos de Valeria sin que Flavia se entere.

La música, desde los créditos iniciales, se encarga de subrayar la soledad que gobierna y dirige a los personajes en su deambular existencial, así como una dirección de arte sobria y realista. En ese aspecto la película es coherente, pues todos los elementos están regidos por el mismo principio unificador, la misma moral. Y ahí es donde se halla el origen de todo: en querer contar la historia de tres solitarios, sin esperanza, idealistas pobres de espíritu, que pretenden encontrar consuelo en su soledad compartida y autocomplaciente.

Así pues, con La Spettatrice llega a las pantallas españolas una mediocre película italiana que, si lo hace como embajadora privilegiada del cine italiano, lo que consigue es revelar su precaria salud.

martes, 5 de diciembre de 2006

Días de agosto (2006, Marc Recha)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007. Ed. Mensajero, Bilbao.


Recha es una de las personalidades más fuertes del actual cine español. Con unos sólidos principios estéticos, se aproxima a la verdad de las cosas minimizando el artificio del oficio cinematográfico, y partiendo siempre de su realidad más próxima para construir su imagen del mudo. Su coherencia y respeto al espectador le llevan a adoptar soluciones de guión y puesta de escena que acercan su cine a las propuestas cinematográficas de Bresson, Ozu o Guerín.


Días de agosto es el diario de un viaje que Marc hizo por la ribera del Ebro junto a su hermano David en julio y agosto de 2005; un diario que no escribe ninguno de los dos, sino la hermana pequeña de ambos. El argumento surge de un proyecto de Marc que tenía como protagonista la figura del periodista Ramón Barnils, al que el director conoció en la década de los 90. Barnils le contó “historias que se había olvidado o que algunos no querían recordar”, sobre la época de la II República, y Marc inició una serie de entrevistas a través de las que pretendía reconstruir la época. En un punto de atoramiento y ante la necesidad de tomar distancia, surge la idea del viaje.

En el viaje se encuentran con personajes a los que incorporan a la película interpretándose a sí mismos. Todos acarrean en su drama la idea del paraíso perdido: el guarda forestal que huye a la soledad del bosque para tocar su trompeta; la camarera sin hogar fijo; la autoestopista. Y el propio Marc que con su desaparición genera en su hermano David ese sentimiento de pérdida y nostalgia encarnado en la propia experiencia del viaje. El tránsito de David por el Ebro en busca de su hermano abre el corazón de la memoria, de un viaje que terminará inevitablemente en el origen de todo, en Riba-Roja d’Ebre, cuna del abuelo paterno de los hermanos.

Comprender el pasado para vivir el presente, vivir el presente contando el pasado. El cine de Recha es una isla que explora y se respira a sí misma. Este aspecto, en el que radica la belleza de su cine, le impide a veces tomar perspectiva, lo que le conduce al solipsismo y a un trabajo que no siempre tiene el mismo interés. Días de agosto no provoca la emoción de otras obras modernas, como Viaggio in Italia (Roberto Rossellini, 1953), en las que la tensión dramática surge de la creada entre ficción y realidad, pero es una película estimable que merece ser vista, como todo el cine de Recha.

viernes, 1 de diciembre de 2006

El camino de los ingleses (2006, Antonio Banderas)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


“Por el camino de los ingleses se va a donde quieras, puedes ser quien quieras...” pero ninguno de los personajes de la película se atreverá a tomarlo, convirtiéndose así en un poliédrico reverso tenebroso de José Antonio Domínguez, aquel joven de diecisiete años que, con quince mil pesetas en el bolsillo y el mundo en sus manos, tomó un tren de Málaga a Madrid para convertirse en
Antonio Banderas.


Treinta años después de ese tren, Banderas ha regresado a la tierra que lo vio nacer para rodar su segundo largometraje como director (Locos en Alabama, 1999, fue el primero), una película española que es la antítesis estética e industrial de las películas que hace en Hollywood como actor.

Basada en la novela homónima de
Antonio Soler, ganadora del premio Nadal en el 2004, El camino de los ingleses narra el vacilante tránsito de unos jóvenes entre la adolescencia y la madurez durante el que se anuncia será su último verano de inocencia y confidencias. A través del viaje de sus personajes, Banderas emprende otro viaje, metafísico y nostálgico, para reencontrarse con el joven que dejó en Málaga. Con tal fin están planteadas todas las premisas estéticas del largometraje, que se aleja bastante de la narrativa clásica, deambulando por los intrincados vericuetos de la nouvelle vague. De esta forma, el tiempo pierde su anclaje con la realidad, los espacios se ordenan según la lógica de los sueños, y el discurso de los personajes es evocador y de tono poético.

Banderas se ha alejado de las ortodoxias formales del cine clásico, como si renegara de una forma “comercial y vacía” de contar historias. Es cierto que estos códigos convencionales han dado lugar a innumerables largometrajes sin ninguna trascendencia, algunos de los cuales ha protagonizado el Banderas actor, pero en esta huida, el Banderas director ha optado por utilizar los códigos de un cine europeo o de arte y ensayo que, en su dilatada historia, también ha dado lugar a un buen puñado de largometrajes olvidables.


La apuesta es arriesgada, ya que los autores se adentran en territorio desconocido. El esqueleto de la película está formado por un conjunto de tramas entrelazadas, regidas por el mismo principio. Varios personajes desarrollan su propia historia, siendo la de Miguelito Dávila la que da la unidad requerida, al abrir y cerrar el relato. A Miguelito le acaban de extirpar un riñón. En el hospital descubre su vocación poética gracias a la
Divina Comedia, y en el verano del post-operatorio a Luli, su soñada Beatriz. Tanto en su historia como en la del resto de adolescentes que habitan el universo del camino, está planteado un combate entre la realidad y el deseo, y entre la vida y la muerte. Miguelito quiere ser Dante, y amar a Beatriz en Luli, pero su maltrecho riñón por un lado, y la señorita del Casco Cartaginés por otro, le hundirán en el fango de la realidad. El camino de los ingleses se convertirá en metáfora de la travesía que ninguno tendrá valor de cruzar. Sólo en el tránsito hacia la muerte –tanto en la operación de riñón del comienzo, como en la paliza del final- Miguelito halla la paz en forma de sueño –al comienzo en una bella bailarina, al final en Luli, que también baila-.

El resto de conflictos están ordenados por la misma dialéctica vida-muerte, realidad-deseo, pero este principio no atraviesa la obra. Está dicho pero no se muestra; planteado pero no ejecutado; está pero no es. La omnipresente música no consigue transmitir esta dualidad; tampoco lo consiguen los textos poéticos del fracasado locutor radiofónico; igual de ineficaz es la imagen ralentizada de las escenas eróticas o del éxtasis bajo la lluvia, o los encuadres desequilibrados de los rostros, o el desarrollo de las tramas secundarias. Ni su cuidada dirección artística, ni la estilizada fotografía, ni la mezcla de actores jóvenes con maduros genios consiguen elevarla.


Ignoro por qué la omnipresente música y el texto poético de
Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959) me ponen los pelos de punta, y los del camino no. Tampoco sé por qué los adolescentes de The Dreamers (Bernardo Bertolucci, 2003) me conmueven, y los del camino no. Las razones se encuentran más allá de la razón. Si bien las intenciones son claras y evidentes, no tengo tan claro que el objetivo se haya alcanzado satisfactoriamente, pues lejos de transportar a ningún lugar y tiempo lejanos, El camino de los ingleses se aproxima más a un barroco y huero ejercicio de estilo, en el que guión y puesta en escena no transmiten verdad.

Siento que detrás de
El camino de los ingleses se esconde un sentimiento de culpa que intenta ser expiado sin éxito, como si Antonio Banderas quisiera tomar el tren de vuelta y convertirse de nuevo en José Antonio Domínguez, como si buscara un sentido al cine alimenticio que ha hecho durante estos años en Hollywood con una obra de mérito en España. Tras las dos horas de proyección sólo se me ocurre preguntar: ¿a dónde se va por el camino de los ingleses?