viernes, 18 de octubre de 2002

Un final made in Hollywood (2002, Woody Allen)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2002, Ed. Mensajero, Bilbao.



Hollywood ending es la nueva comedia de Woody Allen. Aunque no se puede decir que haya abandonado en ningún momento este género, durante algunos años realizó varios títulos vinculados al género dramático, desde las bergmanianas obras -September, Another woman- no tan logradas, hasta algunas tragicomedias -Hannah y sus hermanas, Annie Hall-, que se han convertido en obras únicas, inclasificables y reveladoras.

Con esto quiero señalar que Woody Allen, en los primeros años setenta, se bautizó en el cine con puras comedias, Toma el dinero y corre, Boris Grushenko, Bananas o Todo lo que quiso saber sobre el sexo; un cine cuyo profeta es Groucho Marx, que toma conciencia del absurdo irreconciliable de la realidad, y cuya única redención posible es el humor.

Pero en un mundo moderno, en el que la razón predica un imperialismo alienante, la celebración de lo absurdo ocupa un lugar menor en la escala de valores: a lo serio y trascendente se opone falsamente lo cómico y lúdico. Y sin embargo, el humor es el gran invento de la modernidad: es a través del juego como se puede trascender el tiempo. Afortunadamente, Woody Allen debe de tener colmado ya su ego, pues desde hace unos años ha regresado al mundo de las “comedias menores”, y no veo que necesite hacer más de Bergman para ser considerado lo que es, uno de los más grandes artistas contemporáneos.

En Hollywood ending, Allen narra la historia de Val Waxman, director de cine alter ego de Allen, en una situación sentimental y profesional desesperada, al que su ex-mujer, prometida al productor Hal Yeager, ofrece dirigir un guión titulado La ciudad que nunca duerme, en referencia a Nueva York. Justo antes de comenzar el rodaje, a Val le sobreviene una ceguera psicosomática que tratará de ocultar por todos los medios durante el accidentado rodaje.

Con este argumento Woody Allen recrea una realidad que conoce bien, el mundo del cine en los Estados Unidos, la oligarquía de los grandes estudios de Los Ángeles, frente al coto reducido e “independiente” de Nueva York. La película no es crítica. Detrás de las escenas no hay un afán vindicativo, ni una intención transformadora; quizá haya cierta nostalgia por un pasado mejor, pero éste no es considerado como una Idea que recuperar como si fuese el Imperio-Edad-de-Oro del cine americano.

Es simplemente conciencia del absurdo del que el propio Allen no queda excluido. No sólo bromea sobre la orientación comercial de las películas (¿a qué sector va dirigida una película, adolescentes, niños, seniles?); o sobre el papel maquiavélico y sectario de la prensa especializada; o el nepotismo sexual que impera en la elección de actores y actrices. También está presente su obsesión por los operadores extranjeros –Carlo Di Palma, Sven Nykvist, o Zhao Fei han sido sus directores de fotografía preferidos-, e incluso cuestiona el “valor” de su trabajo con una metáfora tan revolucionaria como la ceguera de su personaje.

La producción cinematográfica aparece como lo que es, una industria que debe generar beneficios, y en ese sentido poco se alejan los estudios de Hollywood de una fábrica de salchichas. En Estados Unidos la película ha recibido furibundas críticas, lo cual no es de extrañar proviniendo de una sociedad y de un ámbito, el del cine, con el ego hipertrofiado, incapaz de asumir el otro lado de la realidad, obnubilados por la majestad del beneficio, la razón, el capital y el poder. Allen no hace otra cosa que recrear ciertas actitudes comunes en Hollywood, y desvelar el absurdo.

El absurdo en esta película atañe también al argumento. Hay muchas cosas imposibles de asumir por el espectador: incoherentes, o simplemente inverosímiles, comenzando por el conflicto esencial del film, la ceguera psicosomática del director. Como en el acto poético, se produce el milagro y todos esos agujeros lógicos carecen de importancia. Eso no quita que venga alguien y haga una lista con todas las faltas de lógica, casualidades, o azares provocados que hay en la película; y tendría razón, las hay. Pero el público se ríe, entra en comunión con su otro Yo a través de la película; al vivirla se encuentra y se pone de manifiesto que siempre es preferible el sentimiento de participación que el respeto a la lógica.

Su creación del héroe ciego es digna de un Homero moderno. Val Waxman está desahuciado: su mujer lo ha abandonado y nadie quiere contratarlo. Y hasta que no queda ciego, su vida no cobra sentido. Waxman alcanza la evidencia en la ceguera, en la ceguera racional: para alcanzar el Ser hay que ser Otro, cruzar a la otra orilla y vivir las tinieblas. Sentir la angustia, el desvalimiento de sentirnos perdidos en el mundo, sin rumbo claro pero con fe: esa es la experiencia de Val Waxman; de Woody Allen al hacer esta película; y del espectador al verla. Tras la caída viene el regreso triunfante, y así, Val no sólo recupera a su ex, de la que siempre estuvo enamorado, sino que además obtiene un éxito inopinado justo al otro lado, en Francia, en el continente que da de comer al verdadero Woody Allen.

Desde Misterioso asesinato en Manhatan, Woody Allen ha regresado plenamente a la comedia. Su proceso es semejante al de Sullivan, el personaje de Preston Sturges (Los viajes de Sullivan, 1941). Sullivan estaba obsesionado por hacer el gran drama social que reflejara el mundo real, pero tras su paso por la cárcel y comprobar cómo era el ratón Mickey el que aliviaba los espíritus de los presos, tomó conciencia de que debía hacer comedia. Allen camina ligero, sin el peso del artista que le sobrevuela, y ha hecho una comedia que hace reír y que revela.

También se observa esa ligereza en la forma de hacer. Cada film que hace es menos complejo formalmente, todo tiene una apariencia de sencillez desconcertante y turbadora, como si no le costara ningún trabajo hacer las películas. Los encuadres son sencillos, sobrios, con la cámara a la altura de los ojos, o del ombligo de sus personajes, en una especie de asunción inconsciente de la sección áurea. El montaje está casi ausente; siempre es mejor el plano secuencia que el montaje. El ritmo lo crean las acciones de los personajes, sus diálogos, y los cortes que hay son los exigidos para mantener éste ritmo que los actores no pudieron darle. Las prácticas que ya introdujo en Desmontando a Harry, cortando varias veces un plano, aquí se repiten con igual efectividad. No hay fundidos de ningún tipo y los títulos de crédito son los acostumbrados de letras blancas sobre fondo negro. La precisión de Hollywood ending conduce a la perfección.

Los actores están muy bien dirigidos. O elegidos, porque la dirección de actores comienza en el “casting”. La mediocre y advenediza actriz con la que vive Val está interpretada por Tiffani Thiessen, procedente de la serie adolescente Salvados por la campana; y al igual que ella, el resto de los intérpretes no son grandes estrellas, pero sus personalidades se adaptan muy bien a los personajes que interpretan, desde el aristocrático y canceroso George Hamilton, al gris y banal Treat Williams, pasando por una maravillosa Tea Leoni en su papel de ex-esposa que nunca dejó de amar a Val.

Hollywood ending es desternillante. Su humor es el del absurdo –porque el humor nunca es inteligente-, y escenas como la del encuentro con el productor tras finalizar la película deberían formar parte de una antología de la comedia. Y la mejor noticia es que el premio Príncipe de Asturias sigue trabajando y ya tienen entre manos su nuevo proyecto, Anything else. ¡Todavía más?

viernes, 4 de octubre de 2002

Forever mine (1999, Paul Schrader)

Publicada en Cine para leer, Julio-Diciembre 2002, Ed. Mensajero, Bilbao.


Cuando en la reciente edición del Festival de San Sebastián se presentaba Auto Focus, la penúltima obra de Paul Schrader, en las salas comerciales se estrenaba su anterior título, Forever mine, producida en 1999, una historia de amor entre Alan Riply, el chico de las toallas de un hotel de Florida –Joseph Fiennes-, y Ella Brice, la joven y rubia esposa –Gretchen Mol- de un ejecutivo de asuntos turbios, más cercano al gangsterismo que a la honorable labor de la gestión de empresas: el inicuo concejal Mark Brice, interpretado por Ray Liotta.


El pesimismo de Schrader convierte esta hipótesis de partida en una tragedia, como cabría esperar, ya que es costumbre en sus películas. Alan Ripley, entronca con otras creaciones de Schrader, como el Wade Whitehouse de Aflicción (1997), o el mítico Travis Bickle de Taxi driver (Martín Scorsese, 1976). Todos ellos, personajes abocados a una ineluctable violencia, que en el cine de Schrader se convierte en catarsis para redimir a unos y otros, espectadores y personajes, de la soledad, soledad erigida en el tumor que infecta las conciencias; en el universo de Schrader, el amor siempre fracasa, y parece que esta explosión de incontenible violencia es la única solución posible al equilibrio inestable en el que sobreviven los personajes, a ese mare mágnum de miseria del que, de vez en cuando, emerge un ángel blanco como efímera esperanza de redención.

El ángel de Forever mine es Gretchen Mol saliendo del mar a cámara lenta, perfectamente modelada por un bañador blanco, imagen que nos lleva a la efigie maravillosa de Cybil Shephard, también envuelta en blanco, entrando por primera vez en las oficinas del senador Charles Palantine (Taxi driver).

Si, hasta ahora, la visión sobre el amor de Paul Schrader había sido de un pesimismo de plomo, en Forever mine sorprende con una fe racional, y nos ofrece una visión muy cercana a la concepción del arte desde que los poetas provenzales inventaran el amor cortés allá por el siglo XII. Parece que Schrader, habitante perpetuo del lado oscuro, ha pretendido incorporarse al otro lado, al que ocupa el hombre capaz de amar, pero en su caso lo hace desde una atalaya racionalista que acaba reduciendo a tópicos las metáforas del amor y del odio.

En Taxi driver o American gigoló, el perenne solitario, alter ego de Schrader, poseía el punto de vista; el film era una confesión del autor, y la barbarie del protagonista estaba imbuida de humanismo, ya que era el propio Schrader quien se escondía detrás de la máscara. Pero en Forever mine, el punto de vista es cedido en bandeja de plata a un pueril camarero de ideas románticas y proyectos universitarios, cuyo amor parece no sólo incombustible, sino capaz de cualquier sacrificio. ¿Y Schrader dónde está?

El arte exige una reinvención constante de la realidad inconsciente del hombre. Al recurrir a formas establecidas es frecuente que el artista las reproduzca sin ser consciente del misterio que encierran, de su simbolismo procedente del “inconsciente colectivo”, y como tales, quedan reducidas a tópicos: es la diferencia entre el símbolo –religioso, misterioso, universal, inefable-, y el signo –terrenal, obvio, local, unívoco-.

Y tópicos en Forever mine, hay varios: que Ella lea a los ancianos Madame Bovary, la historia de una mujer adúltera, es demasiado evidente; y el rosario que Ella regala a Riply se transforma en un fósil narrativo, y pierde todo el misterio. La tradicional y demencial lucha que el héroe de Schrader inicia con el mundo, queda reducida al maniqueísmo sin dobleces: por lo paupérrimo que es el héroe Alan Riply, y por lo plano que resulta su antagonista, el concejal Mark Brice.

Si atendemos a la construcción narrativa, ésta presenta innumerables carencias. Sin hacer excesivo énfasis en las lagunas del guión, en esas inverosimilitudes a las que Hitchcock tampoco daba excesiva importancia pero que resultan enojosas para cualquier espectador un poco exigente con la lógica del film, hay ciertas preguntas que la película no responde: ¿Cómo se salva Riply tras ser disparado y lanzado a la zanja de la obra desde varios metros de altura? ¿Cómo averigua Mark Brice el paradero de la pareja fugitiva al final del film? ¿Por qué no reconoce Ella Brice a su amado Alan hasta que éste se lo dice, después de haberle besado? ¿Cómo se produce la suplantación de identidad de Manuel Esquema: tan fácil como matarlo y hacerse pasar por él?

A las lagunas, de importancia relativa, se une la estructura del guión: construido sobre un gran flash-back -o analepsis, como también se puede llamar-, se narra la historia de amor a partir del viaje en avión que Riply hace, con el rostro deformado, para hacer negocios con el concejal Mark Brice, catorce años después de su encuentro en Florida. El flash-back está dividido en tres partes, cada una de ellas prologada por una breve escena en el avión que le sirve a Riply para recordar, y a Schrader, para seguir narrando. El recurso es bastante torpe, y a mi juicio, hubiese sido mejor solución contar la historia de Florida y pasar al avión con una elipsis de catorce años, sin necesidad de introducir previamente a Riply con su rostro de Quasimodo.

Como consecuencia de todo lo anterior, el tiempo de la película se espesa y fluye con dificultad, haciéndose aburrida en algunos momentos. Pero como decía Jean-Luc Godard, es mejor una mala película americana que una mala película húngara. A la calidad incuestionable de la fotografía, se une la partitura de Angelo Badalamenti, el habitual compositor de David Lynch, y unos actores solventes entre los que destaca la figura de Ray Liotta, convertida en mito desde su aparición en Goodfellas (Martín Scorsese, 1991).

viernes, 5 de julio de 2002

El otro lado de la cama (2002, Emilio Martínez Lázaro)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2002, Ed. Mensajero, Bilbao.


Lo último de Emilio Martínez Lázaro (EML) es una comedia musical, una comedia que enriquece el universo urbano y lúdico que comenzó a esbozar con Amo tu cama rica y Los peores años de nuestra vida, y un musical insólito en la industria española, ya que nunca se había realizado algo semejante. Los musicales que se habían producido hasta ahora en España eran, en su mayoría, vehículos narrativos para el lucimiento de una estrella, ya fuese individual o colectiva. Los últimos ejemplos fueron los dos panegíricos chuscos por la gloria de la Pantoja, quien se incorporó a la lista en la que figuraban Antonio Molina, Juanito Valderrama, Lola Flores, o Manolo Escobar.


El musical americano con figuras como Fred Astaire y Gene Kelly nunca ha tenido reflejo aquí, por una sencilla razón: nunca ha existido un Gene Kelly, o un Frank Sinatra español. Eso no era óbice para que se hubiese hecho una película como El otro lado de la cama. Los americanos nunca tuvieron vergüenza para poner a cantar a Marlon Brando (Guys and dolls, 1955) o a John Wayne. Y el cine francés, con Jacques Demy como estandarte de esta opción, produjo títulos míticos como Los paraguas de Cherburgo o Las señoritas de Rochefort. Más recientemente Alain Resnais volvió a mostrar su valentía cinematográfica con On connait la chanson –que, por cierto, odia EML-, un musical en el que la canción tradicional francesa se usaba como representación de los estados de ánimo.

Pero ha sido Woody Allen con Todos dicen I love you, quien ha convencido definitivamente a EML para adentrarse en esta aventura sin precedentes en el cine español: “Si lo ha hecho Woody Allen, ¿por qué no lo voy a hacer yo?”. Ya en Los peores años de nuestra vida había dado muestras de su tendencia por el musical con las míticas incursiones de Torrebruno, y el Under my skin de Gabino Diego: Emilio podía hacer un musical.
La propuesta llegó de David Serrano, quien ofreció a EML el guión de la película cuando aún estaba montando La voz de su amo. David Serrano, para quien éste era su primer guión llevado a la pantalla, se ha revelado aquí como un gran escritor cinematográfico, y quién sabe si demostrará lo mismo con su primer largometraje. EML decidió hacerla, y como condición impuso que fuesen los mismos actores quienes cantasen.

La que mejor canta y baila es sin lugar a dudas Natalia Verbeke. Sus números son los mejores puesto que es la que se siente más libre para expresarse mediante la canción y el baile. En los otros casos, los resultados no son excepcionales: a los bailarines que componen la coreografía se acoplan los protagonistas de la historia sin una seguridad que les permita expresarse. Están tan preocupados por no perderse que eso les impide concentrarse en la interpretación.

Aun así, la buena coreografía -obra de Pedro Berdäyes, Premio Nacional de Danza-, una fotografía expresionista, los temas elegidos entre los éxitos de los 70 y 80 –los Rodríguez, Kiko Veneno o Mastretta-, y las situaciones creadas –el número en el museo de Ciencias Naturales con los niños bailando es ejemplar en este sentido- dan a los números musicales un valor inesperado.

El sentido lúdico de la comedia, que ya poseía Amo tu cama rica y Los peores años..., se ve aquí acrecentado con las representaciones musicales. Esta screwball comedy es una película más gamberra, más libre, y se integran perfectamente los elementos cómicos más dispares. Las secuencias de la pista de tenis son slapstick puro y duro, son Charlot pegando al policía en las comedias de Mack Sennett. Y el personaje de Antonio Sagaz es un absurdo que encaja perfectamente: la demostración de que el asesinato de Kennedy fue un complot organizado por él mismo –o sea, que se suicidó-, o de que Marilyn está viva y vive en Matalascañas, son absolutamente geniales. Muchos de los diálogos también rozan el absurdo, un absurdo divertidísimo que no admite reproducción alguna.

Y todo esto no elimina el componente trágico que hay en toda la película: “El verdadero poeta tiene que ser, a la vez, trágico y cómico, y toda la vida del hombre tiene que ser sentida, al mismo tiempo, como tragedia y comedia “(Platón). En el humor de El otro lado de la cama, hay una toma de conciencia del juego que hay en todas las relaciones humanas. Como en La regla del juego de Renoir, el intercambio de parejas que narra la película descubre unos personajes que buscan el amor para erradicar su soledad, que dudan, que se equivocan y que son infieles porque no saben lo que quieren.

Javier y Sonia (Paz Vega y Ernesto Alterio) son los que menos saben. Javier está liado con Paula (Natalia Verbeke) a la que promete dejar a Sonia, pero no tiene valor para hacerlo. Prefiere tener a las dos que a una. Y Pedro (Guillermo Toledo), a quien ha abandonado Sonia, se halla desesperadamente solo, no encontrando consuelo en ninguna de las alternativas que la vida, o Javier le proponen. Paula y Pedro son más ingenuos que Javier y Sonia, y por eso son los que se hallan más próximos al amor. Ambos tienen fe en el amor, mientras que Sonia es más díscola, y Javier es un púber que todavía disfruta mostrando su atractivo.

En ambas parejas hay ternura y complicidad, y cuando se intercambian ésta no se pierde. La forma en que están tratadas las relaciones sexuales –sobre todo, la primera de Javier con Paula-, los comentarios sobre las habilidades sexuales de Pedro –Sonia a Pedro: “Te pongo... un 7 y medio.” Pedro: “Un 7 y medio no está nada mal.”-, las reflexiones sobre la homo y la bisexualidad, y en general el tono de los diálogos, dan una humanidad a los personajes que pocas veces se habían visto en las relaciones de pareja en el cine (la sombra de Woody Allen es alargada).

Como contrapunto a las dos parejas protagonistas se hallan los dúos Rafa-Pilar (Alberto San Juan y María Esteve) y Victoria-Mónica, que terminarán liados en la fiesta final. El personaje de Rafa, el taxista machista al que se le vuelven contra él sus propias teorías, y el de Pilar, un tostón desesperado por encontrar alguien a quien abrazar, son una tercera dimensión de las dos parejas protagonistas.

La pareja que acaban formando, en una memorable escena final de celebración de los tópicos, es un epílogo excelente en el que la ilusión del amor es la única redención posible a la soledad que sobrellevamos. Como en
Ohayo (Yasujiro Ozu, 1959) ese combate de monólogos es una exaltación de las fórmulas de cortesía, de la conversación sobre el tiempo que, lejos de ser una forma huera y muestra de incomunicación, es reivindicada como un juego esencial para la construcción de las relaciones humanas.

Podría intentar explicar de una u otra forma por qué El otro lado de la cama es una película extraordinaria, pero como todas las obras estimables, posee un elemento irracional en todo, que sólo permite un comentario: es muy buena y no sé por qué. Decir que los diálogos son buenos es no decir nada y, a la vez, es lo único que se puede decir. El casting es perfecto. Los dos chicos forman una pareja cómica extraordinaria, a la altura de Matthau y Lemmon, y Natalia Verbeke está más guapa que nunca, hasta tal punto que declaro aquí mi admiración por la sonrisa más bella que he visto nunca. Y pregunto: ¿Quién no se ha enamorado alguna vez en el cine?

La máscara del faraón (2001, Jean Paul Salomé)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2002, Ed. Mensajero, Bilbao.


Belphégor fue una serie francesa de cuatro capítulos realizada por Claude Barma que, emitida en las semanas de 1965 en que el general De Gaulle renovaba su victoria electoral, hipnotizó al público: millones de franceses se preguntaban en los bares, en las calles, en las oficinas, de quién era el rostro que se ocultaba bajo la máscara del faraón.

Cuarenta años más tarde, Alain Sarde retoma el mito creado por Arthur Bernède (1871-1937) para realizar una superproducción francesa con Sophie Marceau (Braveheart, La hija de D’Artagnan) como estrella protagonista. Un título éste que viene a añadirse a la última tendencia de la industria francesa, que pretende competir con el cine americano –y no lo hace nada mal-, realizando películas de aventuras, fantasmas y misterio, con productos como Vidocq o Le pacte des loups.

El mito de Bernède es realmente bello. Un egipcio de la época de los faraones fue asesinado por envenenamiento y enterrado sin las pertenencias necesarias que le acompañaran en su tránsito al Reino de los Muertos. El cuerpo momificado fue extraído del sepulcro y trasladado al museo del Louvre por un arqueólogo francés. El espíritu de la momia está destinado a vagar hasta que no recupere los siete amuletos y el anillo donde se halla inscrito su nombre, todos ellos distribuidos por las distintas salas del museo, excepto el anillo. Cuando recupere su identidad podrá cruzar en la barca que le conduzca al Reino de los Muertos. Para recuperar los amuletos y el anillo se introduce en el cuerpo de un ser humano –en este caso el sensual cuerpo de Lisa, interpretada por Sophie Marceau-, quien poseído por el espíritu, se adentra todas las noches en el museo del Louvre en busca del nombre del fantasma que lo libere.

Que el fantasma sólo consiga redimirse cuando alguien diga su nombre, me parece una invención sublime. La falta de identidad es la causa de desasosiego y angustia en los humanos, el origen de todas las iniquidades que hacen del hombre un ser abyecto. El reflejo en el prójimo mediante el amor es una de las formas para hallar esa identidad perdida. Píndaro ya lo dijo: “Sé el que eres.” Y Belphégor no sabe quién es, porque nadie lo ha nombrado. Necesita encontrar el anillo con su nombre y que Lisa lo nombre. Sólo entonces quedará liberado.

Que Lisa perdiera a sus padres cuando cría, tampoco es un dato arbitrario. Si el fantasma necesita encontrarse, Lisa también es un personaje alienado, sin raíces, sobre todo tras la muerte de su abuela. El espíritu que se introduce en su cuerpo le impide encontrar su identidad en su amor por Martín. La relación nunca acaba de consumarse por culpa del fantasma. Y la liberación del fantasma implica también la de Lisa: la suerte de ambos va unida.

En Belphégor, el maniqueísmo inherente a todos los mitos adquiere un matiz importante que lo enriquece. El inspector Verlac, quien ya se ocupó del caso treinta años antes cuando el espíritu se encarnó en el cuerpo de un vigilante, considera a Belphégor el demonio, la encarnación del Mal. Pero en este caso, la vuelta a la armonía no se consigue aniquilando el Mal. Muy al contrario, la solución se encuentra en la comprensión del problema, en la resolución del enigma.

A diferencia de otras figuras míticas modernas, antagonistas del héroe, como puede ser Darth Vader, la liberación de Lisa pasa por la liberación del fantasma, de la sombra que la posee, y nunca por su muerte. En este sentido, Belphégor está más próximo del mito del Dr. Jekyll y Mr. Hide, de Robert L. Stevenson, en el que la muerte de uno implica necesariamente la del otro.

El análisis de los mitos de las diferentes culturas sería una extraordinaria forma para comprender el espíritu de los pueblos. Sometidos todos los mitos a una serie de reglas, como demostró Vladimir Propp, en la diferencia podríamos encontrar las peculiaridades de cada sociedad. Y obviamente lo que las une a ese “inconsciente colectivo” del que surgen las formas culturales.

Otro elemento interesante del mito es que Belphégor acaba con sus víctimas –policías y vigilantes del museo-, escrutándoles la mirada y creando la ilusión de sus complejos más arraigados. Así, por ejemplo, uno de los vigilantes, quien muestra un pavor desmedido hacia las inyecciones, acaba muriendo por creer que una aguja se hiende en su lengua, no pudiéndolo soportar. Las armas de Belphégor, como se puede ver, también tienen una raíz psicológica.
El símbolo que Lisa dibuja compulsivamente en las paredes del baño es otra forma de representar ese inconsciente no asumido que lucha por emerger. Mientras no lo consiga, el espíritu sufriente hará el mal. Y la forma de extraer el inconsciente de las tinieblas es tomando conciencia de él: nombrándolo.

La película tiene una producción muy cuidada, lo que da calidad al proyecto. Sin que el director Jean-Paul Salomé muestre un talento desproporcionado, las localizaciones tan extraordinarias en el museo del Louvre y en las calles parisinas, junto a unos buenos actores, logran que La máscara del faraón no envidie en absoluto a las cintas americanas de características similares. Sophie Marceau compone un difícil personaje. Julie Christie está genial en su interpretación de la investigadora Glenda Spencer. Su personaje, junto al de Verlac, y al del director del museo, destila una ironía que restan trascendencia a la historia, lo que permite disfrutarla más aun. En general, los personajes mayores –incluida la abuela de Lisa-, son un contrapunto cómico a la pareja de protagonistas que enriquece mucho la historia.

El uso de los efectos especiales es más discutible: tanto la forma que toma el fantasma, pululando por doquier, como los movimientos etéreos de la momia, se hallan en una dimensión diferente del resto de la película. Primero, no son muy creíbles; y segundo, rompen el ritmo de la escena. De la misma forma, el sueño que tiene Lisa, cuando está encerrada en el hospital psiquiátrico, no es muy convincente. Pese a que consigue hacernos ver que se trata de un sueño a través de una óptica deformada, la solución estética no es buena. Los efectos electromagnéticos son graciosos, pero se abusa un poco de ellos; a veces se parece más a un superhéroe eléctrico que a un antiguo faraón.

De lo que adolecen las escenas con efectos especiales, se puede extender al resto. El mal manejo del tiempo en una narración sincopada, con un ritmo atropellado, frenético –a los planos les falta tiempo-, hace que no haya suspense y el misterio se banalice. El espectador sabe que Belphégor es Lisa, pero no importa mucho que lo sepa.

En definitiva, Belphégor, el fantasma del Louvre es una película para pasar una tarde de domingo en compañía de una bella mujer. Y preferible siempre al maniqueísmo primitivo y simplón que los americanos desprenden en sus obras.

viernes, 10 de mayo de 2002

Escape to Paradise (2001, Nino Jacusso)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2002, Ed. Mensajero, Bilbao.


Se puede trazar una clasificación de las películas bastante aceptable en función de su proximidad a la realidad: existe el documental, en que la acción es capturada tal y como acontece de la realidad inmediata –el cine de Robert Flaherty o el último título de Guerín-; existe la ficción, en que unos actores interpretan un papel escrito por unos guionistas y donde todo es falso; y existe el verismo, a medio camino entre el documental y la ficción, en el que los personajes se interpretan a sí mismos reproduciendo un suceso que tuvo lugar en la realidad –el caso de El sol del membrillo-. Escape to Paradise pertenece a este último tipo.


La ópera prima del suizo Nino Jacusso tiene mucho que ver en la forma de trabajar con el free-cinema inglés y el neorrealismo italiano. Del mismo modo que Lamberto Maggiorani, el intérprete de Ladrón de bicicletas, nunca se había puesto delante de una cámara, para los actores de Escape to Paradise se trataba igualmente de su primera experiencia interpretativa.

El ejercicio dramático que supone Escape to Paradise se une a las últimas experiencias cinematográficas –En construcción, de José Luis Guerín- que demuestran que, cuando se trata de aproximarse a la realidad, al retrato social, a la disección de un contexto humano determinado, es decir, cuando no hay sueño en la película y la ficción es un recurso dramático, el verismo es insuperable.


La Concha de Plata al mejor actor, Düzgün Ayhan, en el último Festival de San Sebastián, es una prueba más de los buenos resultados que da esta política de casting y de dirección de actores. Aquí, el protagonista es Sehmud, un kurdo víctima de la guerra entre los turcos y su pueblo, que huye a Suiza pidiendo asilo político. Junto a su familia, se instala en un pulcro y funcional campamento de casas prefabricadas, donde aguarda la resolución del Gobierno suizo sobre su petición. Para asegurar el asilo, compra una historia de torturas, con documentos y pruebas falsificadas de su entrada en prisión, de informes policiales, etc., cuyos datos debe aprenderse de memoria antes de comparecer ante la funcionaria responsable de los asilos políticos.


Escape to Paradise
es una película emocionante y sincera. Escapa del maniqueísmo y no es tanto un alegato por los Derechos Humanos como el retrato de un hombre y su familia. A pesar de la crudeza de la situación, palpable no sólo en la familia protagonista, sino también en los secundarios inmigrantes que los acompañan, la película tiene un fino sentido del humor que hace más próximos a los personajes. Las escenas en que el padre debe aprenderse su historia, y son los niños quienes le enseñan trucos mnemotécnicos para acordarse de los datos, son magistrales: ahí están condensadas la angustia del examen, el absurdo (un hombre torturado aprendiéndose la historia de otro hombre torturado), la inversión de papeles (los niños enseñan al padre), la ilusión en el futuro, el miedo al fracaso. Y también es seria, consciente de la trascendencia de las decisiones que toman los personajes, en cuyas manos está un futuro de paz frente a un futuro de pesadilla que depende del veredicto último de las instituciones suizas.


Está rodada en vídeo, con las deficiencias técnicas que ello supone: el grano de la película es ostentoso, los colores están, en ocasiones, saturados, debido a la menor latitud del vídeo frente a la película –cinco puntos de diafragma frente a siete-. Evidentemente, ese factor la aleja de la calidad inherente de las producciones cinematográficas, pero a la vez, es el documento que da fe de una realidad: que con las últimas tecnologías de vídeo digital, ya es posible hacer películas al margen de los presupuestos industriales –dos millones de € es la media en una producción española-, y que éstas, además, se introduzcan en los canales de distribución con lo que, aparte de tener una realidad física, también son una realidad económica. El Dogma ya no está solo.


La puesta en escena es sencilla, exacta, con la cámara situada en el mejor lugar posible y con el encuadre más riguroso. Los flashback en que el hijo recuerda la entrada de la policía turca en casa, y la posterior detención del padre, son espeluznantes.


Se trata de una buena película y una buena noticia para la industria, ya que abre un poquito más el camino a la libertad cinematográfica, porque ¿quién se atreve a hablar de libertad cuando están en juego millones de €?