sábado, 30 de noviembre de 2013

Taxi Driver (1976, Martin Scorsese)


Argumento
Travis Bickle es un excombatiente de la guerra de Vietnam que padece insomnio. Para combatirlo decide hacer el turno de noche de un taxi. Desde la cabina amarilla es testigo de la podredumbre, la miseria y la indigencia que asuela las calles de Nueva York. Gana bastante dinero, pero Travis necesita un objetivo que dé sentido a su vida. Ese objetivo es Betsy , un ángel que trabaja en la campaña electoral del candidato a senador Charles Palantine. Travis quiere ser digno de ella: le regala discos, la lleva al cine, pero su soledad y su incultura —la lleva a un cine porno— son una abismo insalvable para llegar a la dulce y sofisticada Betsy.
El malestar de Travis se hace crónico. Fallido su amago de noviazgo, el destino viene a llamar a su puerta. Una noche, Iris, una joven de trece años que hace la calle, asalta su taxi intentando escapar de su chulo. Noches más tarde, es un pasajero dispuesto a matar a su mujer el que se sube a su taxi, y el plan de Travis toma forma.
Se prepara para el combate: adquiere disciplina, pone a punto su cuerpo, y se hace con un arsenal con el que asesinar a Palantine y liberar a Iris de la esclavitud de su chulo. El primero de los proyectos fracasa en el último momento; el segundo acaba en una sangrienta matanza en la que Travis está a punto de morir, pero de la que sale convertido en un héroe.   

Sobre Martin Scorsese
En 1972 a Paul Schrader le acababa de dejar su mujer. El autor de una tesis doctoral sobre Dreyer, Ozu y Bresson cayó en una profunda depresión que estuvo a punto de llevarle al suicidio. En el seno de ese espíritu nihilista se gestó el guión de Taxi driver, que Schrader escribió en apenas diez días.
Schrader le hizo llegar el guión a su amigo Brian de Palma. Impresionado con su lectura, éste a su vez se lo presentó al matrimonio de productores Julia y Michael Phillips. Todo el que leía el guión coincidía en dos cosas: una en lo bueno que era, y otra en que nadie se atrevería rodarlo. Pero apareció Scorsese. Enseguida se ofreció a los productores para dirigirlo, y a los Phillips sólo les hizo falta ver tres rollos de Malas calles (1973) para saber que habían encontrado a su hombre. La única condición que le pusieron fue que De Niro interpretara a Travis. Aunque Scorsese quería que el papel fuese para Harvey Keitel, no le quedó más remedio que claudicar. 
Martin Scorsese (Queens, Nueva York, 1946) se había hecho un hueco en la industria con Malas calles (1973) y Alicia ya no vive aquí (Alice doesn’t live here anymore, 1974), pero aún no se había establecido definitivamente como Spielberg —que había arrasado con Tiburón (Jaws, 1975)—, Lucas —gracias a American Graffiti (1973)— o Coppola —convertido en pope por El padrino (The Godfather, 1972)—. Aunque el film estuvo a punto de ser calificado X por la MPAA, Scorsese obtuvo con Taxi driver el espaldarazo definitivo a su carrera. Ganó la Palma de Oro en Cannes, que es como ganar el Campeonato Mundial del Cine, y fue un éxito de crítica y público tanto en Estados Unidos, donde recaudó 12,5 millones de dólares, como en España, donde la vieron casi 1,5 millones de espectadores. Scorsese tocó el cielo. A partir de ahí, inició un rápido descenso de dos años cortejado por las drogas, que le condujo al estrepitoso fracaso de New York, New York (1977), y al borde mismo de la muerte. Afortunadamente, remontó el vuelo y regresó sano, salvo y esplendoroso con Toro salvaje (Raging bull, 1981).   
Desde sus inicios, Scorsese indagó más que ningún otro de sus coetáneos en las posibilidades narrativas y dramáticas de la realización cinematográfica. Introdujo en el clasicismo americano los aires renovadores de la nouvelle vague y del nuevo cine americano, en especial de Godard y Cassavettes. En Taxi driver, con sus movimientos y puestas de cámara, Scorsese supo imprimir al relato una modernidad novedosa y nada afectada. La panorámica casi circular en el depósito de taxis, el travelling anticipatorio de la última llamada telefónica a Betsy, el travelling cenital durante el clímax en la habitación de hotel, los insertos fugaces de las armas sobre el tapete, o la presentación de Travis con la cabeza rapada, son muestra de la destreza y la audacia compositiva de Scorsese y de su director de fotografía Michael Chapman.
En Taxi driver aún no trabajó Thelma Schoonmaker, pero Scorsese también introdujo durante el montaje varios recursos del inmenso repertorio godardiano, que lejos de convertirlo en un film manierista, sirvieron para construir y desarrollar la psicología de Travis y de la ciudad de Nueva York. La presentación en cámara lenta de Betsy entrando en las oficinas de Palantine o el montaje analéptico de planos que se repiten, eran prácticas poco habituales en el cine americano de los 70 —exceptuando Peckinpah—, que Scorsese no tuvo reparo en utilizar como un recurso estilístico más.
Su realización y montaje supusieron un hito en el cine americano. Pero si Taxi driver se ha convertido en un clásico es sobre todo gracias al soberbio guión de Schrader. Ernesto Sábato decía que hay que escribir de lo que se conoce, y Schrader conocía perfectamente a ese hombre solitario que buscaba desesperadamente probar que existe. Se puede decir que la culpa y la redención fallida de Travis Bickle eran la culpa irredenta de Schrader y Scorsese. Los dos, el uno católico y el otro protestante, estuvieron a punto de ordenarse curas, y sólo el amor por el cine les apartó del camino al seminario. Las pistolas de Travis simbolizaban de alguna manera el talento y la rabia de unos cineastas que deseaban con desmesura que el mundo legitimara sus ambiciones.
En el guión de Schrader el arco del personaje se dibuja, no mediante una trama —un personaje, un conflicto— sino mediante dos: la trama amorosa de Betsy, que se desarrolla durante los primeros cuarenta minutos, y la trama de redención de Iris, que ocupa el último tercio de la película. La cesura, marcada por tres secuencias episódicas entre las que se incluye la del pasajero que va a matar a su mujer, pauta a la perfección la evolución interior del personaje hacia la segunda trama y la catarsis de violencia final. Al extraordinario guión de Schrader se le añadieron líneas de diálogo y algunas escenas más. Sorprenderá saber que su más mítica escena, la del «You talkin’ to me?», resultó realmente de una improvisación de De Niro ante el espejo.  
Hoy, Taxi driver es un clásico glorioso, pero en sus primeros pases la película generó reticencias entre algunos productores de Hollywood. Años más tarde, poco después de que John Hinckley atentara contra Ronald Reagan inspirado por Travis Bickle, la productora Julia Phillips volvió a toparse con uno de los escépticos y le espetó con ironía: «¿Lo ves? No era una película tan mala», a lo que el escéptico le respondió: «Si fuese realmente buena, lo habría matado».


La banda sonora de Taxi driver fue el epitafio musical de Bernard Herrmann. Scorsese logró vencer las reticencias del maestro a trabajar en una película repleta de sordidez y violencia, y éste compuso una de las partituras más tenebrosas y sugerentes de su carrera. El autor de las bandas sonoras de Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941), Operación Cicerón (Joseph L. Mankiewicz, 1952), Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), Con la muerte en los talones (Alfred Hitchcock, 1959), Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) o Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966), se despidió de esta forma colaborando en una obra maestra que, desgraciadamente, la muerte le impidió ver terminada.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Gritos y susurros (1974, Ingmar Bergman)


Argumento
Unas notas asiladas e inarmónicas irrumpen en el silencio rojo de Gritos y susurros. Los nombres de Harriet Anderson, Kari Sylvan, Liv Ullman e Ingrid Thullin, aparecen en la pantalla con la contundencia sobria y desapegada de las verdades. Agnes, tumbada en la cama, deja que el tiempo de los relojes la atraviese. Sus hermanas Karin y Maria, y la criada Anna, hacen turnos a la cabecera de su cama mientras aguardan expectantes el desenlace inevitable de su enfermedad. Son horas de silencio desgarradas por los recuerdos y los gritos de dolor.
En esas horas, a Agnes le vienen a la mente recuerdos de su infancia, cuando sentía en su piel el desprecio de su madre, mucho más unida a sus hermanas. Maria se acuerda de su adulterio frustrado con el médico de la familia, su única esperanza de salvarse del tedio y la frustración que sentía en su hogar. Karin rememora la dolorosa convivencia con su marido, y cómo se infligía heridas en el sexo para evitar acostarse con él.
El fallecimiento de Agnes detona un volcán de tristeza y orfandad, que Maria y Karin redimen con un tibio y fraterno acercamiento sexual, y que Anna y Agnes acallan con un reencuentro sobrenatural más allá de la muerte. La familia se desmembra. Anna es despedida y antes de marcharse lee unas páginas del diario de Agnes: sus hermanas han ido a visitarla, caminan por el jardín, las oye hablar, percibe su presencia. Y siente que eso es la felicidad.
 Sobre 'Gritos y susurros'
En 1972, Ingmar Bergman (Uppsala, 1918) está a punto de cumplir sesenta años. Lleva casi dos décadas de madurez creativa en las que ha dirigido algunas obras maestras como El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), Fresas salvajes (Smultronstället, 1958) o Persona (1966). Cuando rueda Gritos y susurros, Bergman ya ha ganado el Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa por El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960) y Como en un espejo (Sasom i en spegel, 1961) y es, junto a Fellini y De Sica, el director europeo que goza de más respeto en Hollywood. Su prestigio, experiencia y libertad se unen a un organismo aún poderoso, capaz de cargar con la exigencia física de un rodaje, y a un equipo de fieles que disfruta de la misma madurez que el director. Uno de ellos es Sven Nykvist. El director de fotografía sueco rodó con Bergman veinte de sus películas, convirtiéndose en pieza esencial de esa compañía cinematográfica que capitaneara el director. En 1973, Gritos y susurros obtendría cuatro nominaciones a los Oscar, entre ellas a Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guión. El único galardón lo recibiría Nykvist por su fotografía.
En Gritos y susurros, Bergman y Nykvist realizan un trabajo colosal en todos los aspectos. En primer lugar, destaca la forma que tienen de encuadrar los rostros. La propia concepción espacial del film, todo él en interiores, marca una puesta en escena de composiciones precisas, en las que el estudio del primer plano viene a completar y perfeccionar los bocetos realizados en Persona y El silencio (Tytsnaden, 1963). Partiendo de una aproximación psicológica, el trabajo compositivo refleja las relaciones entre los cuatro personajes femeninos, y de estos con los personajes masculinos que gravitan en torno a la constelación familiar. A partir de los primeros planos durmientes de las cuatro, se van desplegando a lo largo del film una serie de variaciones que acaban creando un retrato poliédrico de una emoción apabullante. Gritos y susurros es un manantial de rostros que se buscan, que se esconden, que se dan la espalda y se encuentran, componiendo una tesis sobre la naturaleza humana de la misma hondura que los retratos de Velázquez o del Greco.  
En segundo lugar, Nykvist y Bergman consiguen infundir naturalidad a un espacio de por sí teatralizado. Exceptuando el prólogo y el epílogo, la película se desarrolla plenamente en interiores en los que paredes, muebles, figuras y objetos, ordenan un espacio que rezuma patetismo. Una tristeza viva, hiriente y honesta como un grito, que Nykvist logra transmitir a través de los contraluces provocados por las ventanas y de las transiciones súbitas de la luz exterior. Nada que ver con el refinado manierismo de Dreyer en Gertrud (1965). De la misma forma que plasma el guión, es la pictórica plenitud proveniente de los jardines, la que da trascendencia al dolor intramuros.
Por último, hay que señalar como un acierto esencial por su fuerza simbólica la presencia hipnótica que tienen el rojo en la toda la película. Los créditos, los fundidos, las paredes de la casa, todo en Gritos y susurros está anegado por la sangre menstrual de las cuatro mujeres protagonistas. Porque Gritos y susurros es una película de mujeres pero que no habla de las mujeres, sino de la Mujer, de esa mitad terrenal, generosa, fecunda, sufriente y llena de bondad que encarna la Mujer.
Es Agnes y su enfermedad —encarnación de la Mujer en su unión con Anna— la que atrae a sus dos hermanas al lecho, actuando como crisol en el que se descomponen sus soledades. Durante los días previos a su muerte, el sufrimiento que padece Agnes se hace insoportable para las dos hermanas, aún contaminadas por la masculinidad de sus maridos y amantes. Karin es masculina, rígida, hierática, lógica y lacerante incluso en su forma de protegerse de los hombres. Tanto su marido, como el marido de Maria y el médico, son estrellas lejanas, cobardes y carentes de compasión que gravitan en torno a un Universo femenino herido por la soledad, la tristeza y la nostalgia. Y las dos hermanas encuentran el camino de salvación entre las paredes de esa mansión que rebosa un dolor gozoso, iluminado por la felicidad, transitoria y frágil pero verdadera, de la comunión de los cuerpos. La relación lésbica de Agnes y Anna abre las corazas de las dos hermanas que, por un instante, logran romper la barrera que las impermeabiliza en una de las escenas más bellas del film.  
Bergman logra de esta manera trasponer en su arte la barrera que fue incapaz de atravesar en la vida real. Egoísta y mujeriego como sus personajes masculinos, es la suya una figura paradigmática de ese efecto compensatorio que supone el arte en la vida de las personas. Su cine es un cine expiatorio, redentor, una declaración de amor llena de dolor y esperanza. Y Gritos y susurros es su manifiesto.
En 1973, la cinta fue estrenada con un notable éxito, y casi millón y medio de espectadores la vieron en España. Hoy, Bergman es vendido por entregas en los kioskos sin que nadie repare en él, habiéndose convertido en uno de esos chivos expiatorios que muestran el deterioro moral y cultural de la sociedad actual. Y es que, si Bradbury escribiera un Fahrenheit 451 del cine, Gritos y susurros sería una de esas cintas, responsables de la infelicidad de los hombres, que los bomberos echarían a la hoguera. Sin duda.
Algo más
Bergman ha sido uno de los cineastas que mayor influencia ha ejercido sobre sus colegas de profesión. Notoria y conocida es la admiración que le profesa Woody Allen, quien, además de parodiarle en La última noche de Boris Grushenko (Love and death, 1975), rodaría un par de títulos en los que claramente quiso seguir su estela —especialmente Interiores (Interiors, 1978)—. Otro epígono suyo no tan conocido es el cineasta español Eduardo Chapero-Jackson, cuyo corto Alumbramiento (2007), inspirado en Gritos y susurros, linda febrilmente la frontera que media entre el homenaje y el plagio. Para saber más del gran director sueco, léanse sus libros de memorias Linterna mágica (Tusquets, 1988) e Imágenes (Tusquets, 1990). 

sábado, 20 de marzo de 2010

Entrevista a Manuel Castillo Huber


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El cortometraje “Reflejos te devoran” se acaba de estrenar en la sección oficial de la Semana del Cine de Medina del Campo. ¿Qué te sedujo del papel de Jaime Bustos?

Cuando leí el guión me pareció una historia original. Me gustó el misterioso mundo de Jaime Bustos y su pasión por la escritora Corin Tellado. Más adelante cuando empecé a investigar acerca de Tellado descubrí cosas fascinantes que desconocía de ella, por ejemplo que es la escritora española más leída después de Cervantes. Me sorprendió que una figura tan importante en la historia literaria de España pase tan desapercibida. Había paralelismos entre Corín Tellado y Jaimes Bustos que me parecieron una buena inspiración para buscar desde ahí el anclaje de mi papel.

Para ti Corin Tellado fue un descubrimiento. ¿También lo fue para tu faceta creativa? ¿Habías escrito antes algo o el cortometraje te sirvió para adentrarte en el mundo de la escritura, que en sí es un proceso muy particular?

Estaba escribiendo mi primera obra de teatro cuando me ofrecieron participar en este proyecto. La escritura es un proceso que requiere mucha disciplina y que puede ser también muy solitario. En mi caso no tanto porque hice un proceso de laboratorio con dos actores que habían participado en los cursos que imparto de la técnica Meisner. Cada día improvisábamos sobre algún tema y luego transcribía lo que habíamos hecho durante esa sesión de trabajo. Me pareció más fácil empezar a crear una obra desde ese punto. Después del rodaje retomé la escritura y terminé de escribirla hace poco.



Tu personaje sufre una gran lucha de egos con Besteiro. ¿Tomaste algo de tu vida personal para crear esta relación de admiración, pero también de envidia y odio? Al fin y  al cabo, en tu profesión como actor el ego es muy importante.

Todos tenemos un lado oscuro que intentamos esconder y yo tuve que acceder al mío para interpretar el odio y el miedo que siente Bustos hacía Besteiro. Por suerte en mi vida no he tenido una situación parecida, pero para eso está la imaginación del actor. He aprendido a lo largo de los años que el ego se alimenta de la inseguridad y, en lugar de hacernos crecer, nos paraliza haciéndonos sentir miedo hacia lo desconocido.

Jaime Bustos siente es gran recelo porque tiene miedo a que le roben una vez más todo lo que tiene, incluida sus novelas… ¿a ti también te han robado alguna vez algo importante en tu vida?

No. Quizás hace unos años te hubiera dicho que sí por esa adolescencia agitada que tuve con mis padres, mudándome y cambiando de colegio cada dos por tres en diferentes países. Hubo momentos en los que llegué a sentirme muy apartado y a pensar que el mundo me estaba quitando algo, pero al madurar me di cuenta de que en realidad todo eso fue bueno porque aprendí a adaptarme fácilmente a las circunstancias nuevas que aparecen y a saber desenvolverme en cualquier lugar. Por cierto, de eso último es algo que se beneficia mucho la gente que viaja conmigo. (risas) En definitiva, ese aprendizaje me ha abierto muchas puertas en la vida.



¿Como sentiste ver en la pantalla a otro actor haciendo de ti en “Reflejos”, porque (hago un poco de spoiler) el alma de tu personaje sigue viviendo en otro cuerpo?

Tuve un día de ensayos con el otro actor y me gustó mucho lo que hicimos. Rodar esa escena para mí fue muy técnico. Parecía que estaba en el oculista con una cámara metida en el ojo. El resultado ha quedado muy bien. Tampoco me hubiera importado hacer el proceso a la inversa e interpretar al Jaime Bustos del final.

Sentiste como actor la envidia que siente tu personaje en esta historia... yo quiero ser ese otro.

Un poco. (risas)

¿Como te ayudó la localización de la casa donde habéis rodado y el vestuario?

Alfonso me dijo que este hombre llevaba semanas sin salir de su casa y probablemente sin quitarse su pijama, que era su segunda piel. En la sala de ensayo no me sentía muy cómodo con el vestuario pero una vez que llegamos a ese lugar tan tétrico, mi atuendo cobró sentido. Era una casa de madera en mitad de ninguna parte, misteriosa y acogedora a la vez, idónea para contar la historia de un escritor que llevaba semanas aislado escribiendo su novela, inmerso en su paranoia. Quise quedarme a dormir allí durante el rodaje pero al final no pude. Rodando la película “10.000 noches en ninguna parte” nos quedamos a dormir unos días en la casa de los personajes y fue una experiencia increíble; levantarte, cepillarte los dientes y rodar.

No es el primer cortometraje que haces. ¿Qué es lo mas fructífero de participar en un proyecto así en el que no se cobra y las condiciones no son las mas idóneas?

Una vez leí que Julianne Moore hace películas pequeñas con directores noveles, que son producidas precisamente porque está ella en el reparto. Además ella prescinde de su sueldo para que haya más presupuesto. Eso me parece admirable y un ejemplo de como concebir esta profesión; ayudarnos mutuamente independientemente de si es un proyecto pequeño o grande. Se trata de hacer equipo, contar una buena historia y sembrar una semilla para el futuro.

¿Para prepararte los papeles que tipo de referencias usas?

Cada proyecto es un mundo. Una de las primeras cosas que siempre hago es preguntarme ¿qué haría yo si estuviera en esa situación? y partir de ahí empiezo a buscar elementos o referentes que me puedan inspirar.

Te hemos visto en proyectos de naturaleza muy diferente: en superproducciones como la serie inglesa “Silent Witness” para la BBC, la película “La enfermedad del domingo”, presentada en el festival Tribeca de Nueva York, o en la obra “La cabra y quién es Silvia”. ¿Después de estas experiencias, cuál sería tu proyecto perfecto?

Me gustaría hacer algo inspirado en hechos que hayan sucedido y que requiera de un tiempo considerable de preparación. Me acaban de proponer un proyecto para televisión que me ha dejado impresionado y que trata de un caso que sucedió en Chile a lo largo de muchos años. Tengo ganas de contar una historia que nos ayude a tener mas conciencia de las cosas importantes que pasan desapercibidas en este mundo.

He leído también que vas a rodar tu primer cortometraje como director ¿de qué trata la historia?

En el 2011 hice una obra de quince minutos junto a la actriz Rut Santamaría para el “MicroTeatro” de Madrid que dirigió y escribió Ramón Salazar. La historia trata de dos amantes que acaban de tener sexo, pero resulta que son dos actores ensayando una escena de amor y a la vez estos actores son intímos amigos que utilizan la privacidad de ese momento para confesarse algunos secretos. Lo que más le fascinaba al publico de esta historia es que al final no sabían con certeza si lo que habían visto era ficción dentro de la ficción o un momento muy intimo entre Judit y Jero.

¿Vas a interpretar y dirigir?

Me hice esta pregunta durante un tiempo y he decidido que sí. Es una historia que me ha dado momentos inolvidables y quiero cerrar este ciclo interpretando a Jero en esta versión cinematográfica. Los dos nos lo merecemos. (Risas) Voy a tener un equipo en el que voy a poder confiar plenamente para poder centrarme en mi papel. El hecho de que sea una única localización facilitará mucho las cosas. Empezamos dentro de muy poco.









jueves, 1 de mayo de 2008

Zelig (1983, Woody Allen)

Se publicará en Cine de los 80, Ed. Mensajero, Bilbao.


Argumento

Durante los años 20, en los Estados Unidos fue notorio el caso de Leonard Zelig. Obsesionado por sentirse aceptado y querido por los demás, este oficinista adoptaba la apariencia, cual camaleón, de aquel que estuviera a su lado. Su figura pronto suscitó el interés de la comunidad científica y de la opinión pública. Fue internado en un hospital y sometido a estudio, pero su hermanastra Ruth y su cuñado Martin Geist decidieron sacarlo y convertirlo en una atracción de feria, lo que aumentó su fama aun más.

La muerte de los dos explotadores permitió a la doctora Eudora Fletcher ocuparse de Zelig. Recluidos en una casa de campo, la Dra. Fletcher sometió a Zelig a varios experimentos hasta conseguir que recuperara su propia personalidad, y convertirse así en un individuo, en un ser humano. Los sentimientos de doctora y paciente pronto fueron más allá de lo profesional hasta caer enamorados el uno del otro.


Dos semanas antes de la boda, apareció una mujer que decía ser la esposa de Zelig; a ésta sucedieron otras, y numerosas víctimas de las distintas ‘personalidades’ que Zelig adoptara en su etapa camaleónica. Abrumado por el hostigamiento de la opinión pública, Zelig recayó y terminó desapareciendo. Meses más tarde, la Dra. Fletcher lo descubrió en unas imágenes en las que aparecía junto al Führer, y decidió ir en su busca. Un incidente en un mitin de Hitler obligó a la pareja a huir de nuevo. Gracias a la transformación de Zelig en piloto, lograron escapar en un avión. Tras la hazaña, Zelig regresó a casa convertido en un héroe.
Sobre Woody Allen
De Woody Allen (Brooklyn, New York, 1935-) y sus películas se ha escrito y dicho tanto y con tanto elogio y alabanza, que cualquier discurso sobre su cine se centra en discutir cuáles son sus mejores películas, discurso tan difícil de armar y argumentar como el que pretende refutar su genialidad. Hasta 1977, Woody Allen había rodado puras comedias, próximas a la parodia y en algunos casos al slapstick, que habían apuntalado su fama como cómico que ya arrastraba de sus tiempos como monologuista (la famosa stand up comedy americana). Ese año rodó Annie Hall, con la que ganó los Oscar a Mejor Película, Mejor Guión y Mejor Dirección, y con la que abrió su cine a un impresionante abanico de posibilidades dramáticas. En los años siguientes vendrían sus primeros dramas (Interiors, 1978; y Manhattan, 1979), y con ellos, un Woody Allen más maduro. Cuando rueda Zelig, Woody Allen tiene 48 años, y absoluta libertad creativa. Zelig es una de sus mejores películas, lo cual no es decir mucho, pero sí subrayar algo: que Zelig es uno de sus más conscientes y perfectos esfuerzos creativos.

Sobre Zelig

El tema central de Zelig es la identidad. Como personaje, el de Leonard Zelig es un arquetipo de una hondura metafísica gigantesca. Zelig es un Doctor Jekill sin fe, y por tanto sin salvación posible. En este sentido, es pariente de Josef K, puesto que con él viaja un sentimiento de culpa que no precede al castigo. Zelig se siente solo, despreciado y abandonado por los demás, castigado desde la cuna sin saber por qué. Descubrirá la causa cuando en el colegio no pueda soportar la carga de no haber leído Moby Dick. Esta culpa se le clavará en las entrañas y le llevará a buscar la redención de sus pecados en la paroxística semejanza con su prójimo. El personaje de Scott Fitzgerald en el film afirma: “sólo quería ser querido, por eso se deformó hasta el extremo.” Junto al perdón, Zelig hallará el amor de la Dra. Fletcher, en el que encuentra parcialmente la cura de su mal.

La otra muleta en la que se apoya proviene del relato y es el humor. Ante la ausencia de un absoluto que guíe al hombre, el humor es la única vía de exaltar el relativismo sin caer en la desesperación. El humor es el hilo que da Woody Allen al héroe kafkiano para que encuentre la salida del laberinto.

Zelig también es una metáfora de los años 20, y de los Estados Unidos, tal y como indica Irving Howe en el film, pero fundamentalmente lo es del judío. Sin identidad como pueblo por la ausencia de patria, el judío busca su lugar en el mundo en el mimetismo, en la perfecta adaptación al país que lo acoge. Si el católico transforma su culpa en angustia existencial y encuentra el consuelo definitivo en la muerte, el judío la sublima en su camaleónica capacidad de adaptación. Y Zelig, el hombre alienado fuera-de-sí, es la transposición dramática del pueblo exiliado fuera-de-patria.
Como el personaje de Stevenson, Zelig sufre una transformación de su personalidad, pero a diferencia de aquél no lo hace en ‘otro’ sino en infinitos ‘otros’, lo cual eleva el mito de la dualidad a una dimensión más abstracta y de mayor alcance. Desde un punto de vista psicológico, la película se aleja de la concepción freudiana de la psique y asume la dualidad jungiana, con la que juega a la fuga y la repetición. Los distintos personajes en los que se encarna Zelig no son necesariamente la negación de su verdadero Ser, sino su Sombra, una parte no asumida de su personalidad. No deja de ser paradójico que Zelig se salve y se convierta en un héroe gracias a su metamorfosis en piloto. Es su enfermedad la que le salva; su ‘otredad’ la que le afirma. Esta concepción del ser humano afectará a la película en la forma de su relato, donde se encuentra uno de los mayores logros del film.

Zelig está narrada como un falso documental, esto es, con un narrador impersonal y un punto de vista completamente desprendido del personaje, que no pretende la identificación del espectador con él, como es corriente en el cine narrativo. Woody Allen ya había probado este recurso en Toma el dinero y corre, en la que diversos conocidos de Virgil Starkwell daban su testimonio sobre su figura. En Zelig no son familiares ficticios los que reflexionan sobre Leonard, sino figuras de la cultura americana que emiten su opinión acerca del fenómeno. Susan Sontag, Saul Bellow o Irving Howe subrayan con su presencia el aspecto documental del film. Esta opción de punto de vista y de género, lejos de ser una original manera de construir el discurso, es la solución más económica y precisa para narrar esta historia.
Zelig no se podía haber contado de otra forma, puesto que la identificación con el héroe se fundamenta en la negación del antagonista, del ‘otro’, y en este caso, no hay antagonista; si acaso es el mismo Zelig en las distintas personalidades que adopta, y como hemos visto, éstas son las que finalmente le salvan. Próxima al teatro de Bertold Brecht y ajena a la concepción aristotélica del relato, Zelig fundamenta en el distanciamiento su propuesta dramática. En este sentido, tampoco es coincidencia que el personaje pase un tiempo en la Alemania nazi que quemara los libros del escritor alemán.

Identidad, religión, sexo, amor, psicoanálisis. Todos los temas del cine de Woody Allen están presentes en Zelig de una forma sublime. Ni siquiera falta su homenaje/parodia a sus cineastas de culto. En esta ocasión, toda la película recuerda al documental con que abre Ciudadano Kane; y para que no se pierda la intención, Zelig irá a Xanadú, en compañía del mismísimo William Randolph Hearst.
La película tuvo dos nominaciones al Oscar y una tibia acogida por parte del público, tanto en Estados Unidos como en España, donde no llegaron al medio millón los espectadores que la vieron, un tercio de los de Annie Hall o Manhattan. Hoy, Zelig es una obra maestra de 79 minutos, brillante, enigmática, irónica e inmortal, una de las mejores películas de Woody Allen (lo que no es decir mucho).
Curiosidades
Uno de los personajes históricos que se prestan a colaborar en el film es el psicólogo Bruno Bettleheim. Heredero del legado humanista de C.G. Jung, destacó por su labor en la interpretación psicoanálitica de los mitos. Es autor de Psicoanálisis de los cuentos de hadas, uno de los libros más influyentes en guionistas y escritores que el mismo Stanley Kubrick tomaría como referencia para preparar El resplandor (The shining, 1981).

viernes, 4 de abril de 2008

Shine a light (2008, Martin Scorsese)

Publicada en Cine para leer, Enero-Junio 2008, Ed. Mensajero, Bilbao.



Shine a light (2008) se presentó por todo lo alto en el Festival de Berlín, y está siendo promocionado como el acontecimiento musical y cinematográfico del año: los Stones y Scorsese juntos, un auténtico lujo. Ahora bien, como pieza audiovisual no es más que la grabación de un concierto.

A diferencia de No direction home: Bob Dylan (2005), esta nueva incursión de Scorsese en la música no es un documental sobre los Stones sino la grabación del concierto que dieron en otoño de 2006 en el Beacon Theatre de Nueva York. Eso sí, con toda la calidad que puede caber en las manos de uno de los más grandes, y en los bolsillos del que no escatima en gastos. Martin Scorsese dirige, y Robert Richardson supervisa a un equipo de cámaras espectacular: John Toll (Braveheart, 1995), Emmanuel Lubezki (Y tu mamá también, 2001; Sleepy Hollow, 1999), Robert Elswitt (Pozos de ambición, 2007; Magnolia, 1999; Buenas noches y buena suerte, 2005) y unos cuantos más, para manejar la veintena de cámaras preparadas para registrar el evento. Como guinda, cameo de Bill Clinton.

Tanta estrella reunida recuerda los partidos que organizaban Ronaldo y Zidane con sus amigos. De repente el sueño cumplido de cualquier aficionado al fútbol: los mejores futbolistas del mundo sobre un mismo campo. Jugando una pachanga.

Porque Shine a light es eso, una pachanga. Posiblemente, y con permiso de los conciertos de Madonna, la mejor pachanga cinematográfica jamás realizada. Sonido exquisito, realización sublime, en la pantalla uno de los mayores iconos de la cultura pop, y la licencia metacinematográfica del autor de Toro salvaje y Casino. En este sentido, no es ni más ni menos interesante que la pieza que Scorsese realizara este mismo año para Freixenet.

Sin embargo, quizá sea más estimulante analizar Shine a light en el conjunto de la obra de Scorsese. Alzando un poco la mirada, en 1978 ya realizó una película muy similar a esta que tenía como protagonista a The Band (El último vals), el grupo que durante las décadas de los 60 y los 70 acompañara a Bob Dylan o Neil Young entre otros. Años más tarde, Scorsese fue el encargado de realizar el vídeo de Bad, de Michael Jackson.

Su querencia por la música no solo ha estado ligada a la realización de estas dos piezas, ni siquiera al importantísimo papel que la música ha desempeñado en sus películas, desde Taxi driver (1976), con la partitura compuesta por Bernard Herrmann, pasando por el musical New York, New York (1977), hasta las antologías que han acompañado a sus películas desde Goodfellas (1990) hasta The Departed (2006).

El aspecto musical de sus films tiene sobre todo que ver con un sentido del montaje, ligado a una pieza musical, existente o no, que dirige la construcción y el ritmo de la escena. Ese estilo musical ha impregnado a sus películas de una cualidad temporal, más allá de lo narrativo, que ha sido su sello de identidad durante muchos años de la mano de su montadora habitual Thelma Schoonmaker.

La realización de No Direction Home: Bob Dylan y de Shine a light son un ejercicio de abstracción, similar en su evolución espiritual, al que experimentaron otros directores. En Fellini, el concepto de la vida como espectáculo ya presente en sus primeras obras, dio un paso hacia la abstracción en 8 e mezzo (1963), se consagró definitivamente en Los clowns (1971) y Roma (1972), con la propia presencia del director y la no disimulada teatralidad de los escenarios.

En Scorsese, la música como corriente vital ha encontrado en sus últimos trabajos un camino hacia la esencia, liberándose progresivamente de la carga narrativa. El formato de la pieza musical iría más en consonancia con esta depuración formal (como se ha visto en The Key To Reserva), pero su explotación comercial más complicada, si exceptuamos los spots publicitarios y los vídeos musicales propiamente dichos, ha hecho que su abstracción musical desembocara en este concierto de los Stones, perfecto para empaquetar en el formato del largo.

Shine a light es así una piedra más en el camino, que se enciende para iluminar el camino recorrido.

viernes, 28 de marzo de 2008

Oro negro (2006, Marc Francis, Nick Francis)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2008, Ed. Mensajero, Bilbao.



El café es la segunda materia prima que mayor volumen de negocio genera después del petróleo. En los últimos diez años, mientras el precio del café al final de la cadena se ha incrementado, la retribución que reciben los agricultores etíopes por él ha disminuido. Este precio se fija en dos mercados, el de Nueva York y el de Londres, para los que todo el café es el mismo, sin tener en cuenta sus diferentes calidades. Detrás de esta situación, se encuentran las cuatro multinacionales que controlan la práctica totalidad de este mercado: Kraft, Nestlé, Procter&Gamble y Sara Lee. Esta situación económica afecta de manera drástica a la situación social de Etiopía, cuyo PIB depende en un 67% de la exportación de ese café.

Esa es la realidad que nos cuentan Nick y Marc Francis en Oro negro. El documental está construido a partir de la dialéctica generada entre la paupérrima situación de los campesinos etíopes, y la opulenta industria y escenografía creadas en Europa y Estados Unidos. Escenas en las plantaciones se alternan con otras del mercado de Nueva York, la vida en una cafetería Starbucks, o un concurso de barestis (los expertos en la preparación de una buena taza de café).

Su éxito como arma política es innegable, ya que ha sido el eco mundial de una realidad silenciosa. Al socaire de su estreno mundial, en 2006 el gobierno etíope ganó una demanda contra Starbucks por la que exigía a la compañía americana el pago por las denominaciones de origen de los cafés que utilizaba en sus tiendas. También fueron miles las llamadas que recibió la compañía americana de sus clientes, reclamándoles saber de dónde procedían los cafés que consumían. A día de hoy, la situación no ha cambiado mucho, y los intereses de la agricultura de los países desarrollados todavía tienen peso de plomo, pero la influencia de Oro negro en el cambio de la percepción de los países desarrollados es irrefutable.

El documental no es una pieza autónoma, sino que se integra en un entramado mediático de denuncia, del que es la punta de lanza, y que se prolonga en su página web. Esta dependencia es quizá su mayor lastre, pues el documental por sí solo tiene numerosas lagunas. No explica en qué parte de la cadena se produce el incremento del precio del café, ni las causas de la disminución del precio en origen, ni los mecanismos de mercado que conducen a esta situación. Tampoco hace referencia a la productividad de unos campesinos que carecen de todo tipo de maquinaria. Entre los extremos que el documental muestra, se esconden las causas, a las que apenas se alude, y esta omisión impide que Oro negro sea una objetiva y demoledora pieza.

Y es que la subjetividad del documental es manifiesta. A falta de argumentos que vertebren su narrativa, la estrategia contrapuntística de su montaje y el ritmo sincopado mantienen su interés como pieza audiovisual, en la que lo dramático juega un papel fundamental. Sus directores no utilizan la provocación ni el proselitismo de pastor de la nueva era, de Michael Moore en Bowling for Columbine (2002) o Fahrenheit 9/11 (2004), pero la omnipresencia de Tadesse Meskela –líder de la Unión Cooperativa Oromia, que defiende los derechos de más de 70.000 campesinos etíopes-, y el panegírico que los directores de la cinta hacen de él, apelan, si no a la identificación del espectador, al menos a su implicación emocional.

El interés de este documental no radica tanto en cómo está contado sino en lo que cuenta y su función comunicativa, en donde se halla su principal virtud. En su conjunto (documental, página web y notas de prensa) Oro negro ha conseguido transmitir un mensaje claro: del precio que se paga en una cafetería de Milán por un expresso, solo el 3% va a parar a manos del agricultor, y ese 3% es insuficiente para que ni él ni su familia tengan una vida digna.