viernes, 30 de noviembre de 2001

Harry Potter y la piedra filosofal (2001, Chris Columbus)

Publicada en Reseña nº307 y en Cine para leer. Juli-Diciembre 2001, Ed. Mensajero, Bilbao.


El fenómeno Harry Potter llegó a España. El primer libro, que da título a la película, y las secuelas que le sucedieron, se convirtieron en un éxito que rebasó las fronteras anglosajonas, gracias en parte al marketing, y evidentemente a lo que la propia obra de J. K. Rowling llevaba dentro.


Harry Potter y la piedra filosofal es un producto de Hollywood, cuyos fines arrasadores de taquilla son claros y declarados. Su director es Chris Columbus, director de obras como Solo en casa, El hombre bicentenario o Mrs. Doubtfire. Por el origen literario de la obra era muy difícil que el hijo cinematográfico no siguiera el éxito del padre, y así ha sido. Una cuidada y lujosa producción, junto al trabajo de grandísimos actores como Richard Harris, John Hurt, John Cleese, Alan Rickman o Ian Hurt, han redondeado el “blockbuster” de estas Navidades.


El enorme impacto que la obra ha tenido en ese público infantil que ya empieza a adentrarse en la adolescencia ha sido como una cita periódica que desde la época griega ha venido produciéndose en las sucesivas generaciones. Los mitos y leyendas que recogieran los poetas y dramaturgos griegos han experimentado variaciones con el paso del tiempo, y esas nuevas formas han cautivado a épocas posteriores de la misma forma que los atenienses contenían la respiración cuando atisbaban las máscaras de los actores en los maratones teatrales de Sófocles, Eurípides o Aristófanes.

Harry Potter está concebida como una mezcolanza bastante poco original de la mitología griega, y de todas los mitos medievales de brujas, hechiceros y caballeros armados que son a su vez herederos de los griegos. Hasta aquí podríamos encontrar una explicación bastante complaciente al desmesurado éxito de la película: si funcionó en épocas pasadas, por qué no lo va a hacer ahora.

Para explicar la catarsis que determinados mitos son capaces de crear, y entre ellos éste, el psicoanálisis del suizo Jung halló las claves que enlazaban el funcionamiento interno de estos con el de la psique humana. Quizá sin que el novelista y co-guionista de la película supiese nada de psicoanálisis, éste ha elaborado una metáfora con la historia de Harry Potter que conecta de una forma aparentemente inexplicable con el público infantil, y cuyas claves ya quisieran conocer muchos de los ejecutivos que dirigen los grandes estudios estadounidenses.

Harry Potter es un niño que nace destinado a ser mago. Su fama de iluminado se extiende por todo el mundo antes incluso de comenzar sus hazañas. Cuando alcanza una cierta edad, abandona su casa y sale de la ciudad para acudir a la escuela de magia de Hogwarts a desarrollar su enorme talento. Allí, el joven Potter –en la película parece tener unos trece años- se integra en una de las cuatro casas en que está organizada la escuela. Junto a Ron Weasley y Hermione Granger, sus dos más íntimos amigos, descubre que la piedra filosofal que el maestro Dumbledore guarda en las entrañas de la escuela corre un gran peligro de caer en manos del malvado Lord Voldemort. El héroe se enfrentará con Lord Voldemort, al que derrotará convirtiendo en polvo. Las similitudes con el mito de Jesús son evidentes.

Las evoluciones de Harry Potter son una metáfora de lo que Jung denominaba “proceso de individuación”, por el cuál la conciencia debía asumir e integrar el inconsciente de forma que la individualidad se hallara entre el Yo, o núcleo de la conciencia, y el Sí-mismo, o núcleo del inconsciente, formando un sistema equilibrado. El Sí-mismo sólo puede expresarse a través de símbolos que aparecen corrientemente en los sueños y en ciertas visiones. En él está guardado el destino de cada hombre, razón por la que se hace necesario atender a esos símbolos para averiguar no sólo lo que debemos hacer cada día, sino también el sentido de eso que hacemos.

Los encuentros del Harry Potter consciente con su inconsciente son numerosos: ni que decir tiene que la piedra filosofal, herencia directa de la alquimia, es un símbolo del Sí-mismo, capaz de convertir cualquier metal en oro, y de la que se extrae el elixir que da la vida eterna; el espejo en el que Harry Potter ve a sus verdaderos padres es, en este caso, una muestra de los verdaderos deseos del héroe, del destino hacia el que deben tender sus actos. Y para alcanzar su destino, el héroe debe atravesar una serie de pruebas. Sin alcanzar las doce pruebas de Hércules, Harry Potter a lo largo de la película tiene que superar, que yo recuerde, ocho: el episodio de la bola recordadora; su encuentro con el Trol; el partido de Quidditch en el que consigue la victoria; su enfrentamiento con el perro de tres cabezas, que guarda la piedra; el episodio de las raíces que apresan a él y a sus amigos; el de la llave que abre la puerta; la partida de ajedrez; y finalmente el encuentro con Voldemort.

El estigma que marca su frente lo distingue de los demás, y lo convierten en un dotado para la magia. También la magia ha sido un elemento con mucha presencia en la cultura occidental. Ésta siempre ha dado a su portador una capacidad sobrehumana de conocimiento, pero no de tipo racional, y menos de pedante erudición, sino de un conocimiento extraño, que el psicoanálisis inmediatamente identificó con el inconsciente y que Alejandro Jodorovsky ha unificado con éste en lo que él ha denominado “psicomagia”.

También es sorprendente que Harry Potter tenga dos íntimos amigos y que, en la secuencia final, sea la aportación de un cuarto amigo la que permita la victoria de la casa de Potter sobre el resto. Jung siempre resaltó la cuaternidad de la conciencia, expresada en símbolos como la cruz o el rectángulo. En la película, Potter y sus amigos emprenden juntos la misión de salvar la piedra filosofal, como si representaran cada uno de ellos las partes racional, sentimental, sensitiva e intuitiva de la conciencia. Al final sólo Potter llegará al final, pero lo habrá hecho con la ayuda de los otros.

El maniqueísmo de toda leyenda tiene también en Harry Potter el necesario lado oscuro, presente en la película con los personajes de Voldemort, el joven Draco Malfoy, el intrigante profesor Severus Snape (Alan Rickman), y el también profesor Slatero Quirrell (Ian Hurt). Curiosamente, también cuatro partes.

Hay en Harry Potter otros muchos elementos cargados de un simbolismo que convendría analizar, como la lechuza –símbolo de sabiduría-, la disposición para volar que proporciona la escoba, o esas mágicas transiciones entre el mundo real y el paralelo que se dan en la estación de trenes y al entrar barrio en el que compra todo lo necesario para ser mago.

Como hemos visto, es un refrito de casi tres mil años de tradición, en el que las novedades son más bien pocas. La actualización de los mitos es escasa y poco original: la inclusión de la cultura del consumismo con el detalle de la Nimbus 2000, el último grito en escobas voladoras; y el partido de Quidditch, en el que se mezclan el fútbol y el baloncesto con algunas cosillas nuevas, y que aparece envuelto con la idiosincrasia de cualquier acontecimiento deportivo. La presencia del deporte en esta nueva versión del mito del héroe es sintomática de su carácter ritual, algo que parece ha venido a sustituir en las sociedades occidentales los ritos religiosos. Y de la misma forma, el mítico Harry Potter amenaza con desplazar de su posición de privilegio a los ínclitos monoteísmos.

Si Homero levantara la cabeza...

viernes, 19 de octubre de 2001

Amelie (2001, Jean Pierre Jeunet)

Publicada en Reseña nº 332 y en Cine para leer. Julio-Diciembre 2001, Ed. Mensajero, Bilbao.



Le fabuleux destin d’Amélie Poulain
es el último film de Jean Pierre Jeunet. Amelie ya fue concebida antes de que aceptara la realización de la última entrega de Alien. A su regreso de Hollywood retomó el proyecto, cuya base era esencialmente una colección de anécdotas -visuales y literarias- recogidas con la devoción de un numismático. Entre las mismas, podemos encontrar a un gnomo de porcelana que viaja por todo el mundo, un caballo que corre junto a los ciclistas del Tour de Francia, un bailarín de claqué con una pata de palo, o la imagen de un viejo que dibuja una y otra vez el mismo cuadro de Renoir.

Desde el primer instante, la película iba a ser una celebración de la imagen, de su capacidad sígnica y sintética. Amelie (que así se llama en España) es un regocijo contínuo de instantes únicos y reveladores, de ritmos visuales y armonías cromáticas, conseguidas gracias a la magnífica fotografía de Bruno Delbonnel, quien mediante la introducción de filtros amarillos y rojos ha dotado a la película de un tono íntimo en el que los azules están ausentes, incluso del cielo parisino.

El primer problema que se le planteó a Jeunet fue encontrar algún elemento narrativo que diese unidad a la colección. Había que encontrar un personaje cuya vida articulase las imágenes, que fuese tan encantador y cautivador como las mismas, un personaje cuya mirada les diese sentido. Jeunet partió de la actriz inglesa Emily Watson para crear el personaje de Amélie Poulain, una joven que decide hacer la vida feliz a los demás. No podía ser de otra forma: después de rodar Delicatessen, La ciudad de los niños perdidos, y Alien: Resurrección, todas ellas de tono sombrío e instaladas en el terreno de lo imaginario, Amelie es una virulenta reacción a estos tres títulos e integra lo imaginario en la realidad de un París de fábula, y crea un personaje que es la encarnación de la alegría de la vida, de la alegría de la imagen.

Es también un reencuentro de Jeunet con la familia cinematográfica que lo acompaña desde su primera película. Así, podemos reconocer los rostros de Dominique Pinon -quien interpreta al celoso cliente que se sienta todas las tardes en el café donde trabaja Amélie-, Rufus -el padre de Amélie-, y Serge Merlin -el anciano, vecino de Amélie, obsesionado con la niña de ojos tristes del cuadro de Renoir. A esta familia se incorporaron Audrey Tautou, quien da vida a la heroína, el músico Yann Tiersen, compositor de la banda sonora y Mathieu Kassovitz, el encantador compañero de Amélie.

Como si fuese una extensión de su director, Amelie se va construyendo con la intención de hacer feliz... al espectador. Ésa es su rara cualidad. Estábamos acostumbrados al happy end americano, que inevitablemente viene acompañado por un descreimiento arraigado en el espíritu escéptico del adulto. Es muy difícil dejarse embaucar por el típico film americano que desemboca en un final redentor tras dos horas de tragedia griega. Como consecuencia de esa tendencia infantil había surgido un cine europeo invadido por dramas, por películas duras, con personajes resquebrajados, hinchados de pus, en que el musical -el género optimista por antonomasia- continuaba su tradición con el drama de Dancer in the dark. Pues Amelie consigue lo más difícil: hacer cómplice al espectador de un optimismo desmedido y que salga a la calle con ganas de invitar a esa chica que nos gusta a cobijarse bajo nuestro paraguas, o de atarle los cordones de los zapatos al antipático revisor que le pide el billete a los dos enamorados que se han colado, de vivir, en una palabra.

Veamos ahora cuáles son los secretos ocultos de este milagro. Si comparamos esta película con los anteriores trabajos de su realizador, descubriremos dos grandes diferencias. En primer lugar está el tono de la película, completamente en las antípodas del luctuoso espíritu de La ciudad de los niños perdidos o Delicatessen. A ello ha contribuido su colaboración con el guionista Guillaume Laurant, responsable total de los diálogos, y bastante más jovial que Caro (en palabras de Jeunet). En segundo lugar, hay que atribuirle cierta responsabilidad del milagro a una inserción del universo fantástico de Amélie en la realidad. Por primera vez, los personajes de Jeunet viven en un marco reconocible, el barrio de Montmartre en París, y en el guión se alternan, confundiéndose, las anécdotas reales con las surgidas de la imaginación de los dos guionistas.

Sin embargo, lo que logra la comunión de los espectadores y Amélie es la complejidad escondida del personaje. A pesar de que pueda parecer el colmo de la alegría y del optimismo, Amélie ni es una tonta de bote, ni es completamente feliz. A sus deseos de hacer feliz a los demás le acompaña un maniqueo sentimiento hacia el tendero Collignon, avaro, arrogante y despótico, quien sufrirá de las malévolas invenciones de Amélie. Y por otro lado, y lo que me parece más importante, el personaje desarrolla una casi patológica obsesión por ayudar a los demás debida a su incapacidad de afrontar su propia felicidad.

El punto de inflexión de la historia es su encuentro con Nino Quincampoix (interpretado por Mathieu Kassovitz), coleccionador de retratos de fotomatón, y del que se enamora inmediatamente. A partir de ese encuentro, Amélie querrá encontrarle pero le huirá en el último instante, como si tuviese miedo a su propia felicidad. Es ese punto de arraigo con la realidad, que lo aleja de la idealización de un ser angelical que no existe, lo que logra la comunión con al personaje.

Y hay también un matiz fundamental en la resolución de la historia que nos la hace más próxima. Alejada de todos los héroes que se redimen a sí mismos, que se levantan sobre sus propias cenizas para vencer al final de la película, nuestra heroína tiene que ser empujada por su anciano vecino para encontrarse definitivamente con el joven Nino. Es incapaz de provocar el mágico beso que los una, que culmine esta magnífica historia.

Película rechazada por el Festival de Cannes, ha sido el éxito de la temporada en Francia. En junio la habían visto ya seis millones de espectadores. ¿Cautivará también Amélie el corazón de los españoles?

viernes, 14 de septiembre de 2001

La inglesa y el duque (2001, Eric Rohmer)

Publicada en Reseña nº331 y en Cine para leer Julio-Diciembre 2001, Ed. Mensajero, Bilbao.


La nueva película de Eric Rohmer se ubica históricamente en París durante la Revolución Francesa, año 1793. Esta elección implica varios aspectos destacables en la evolución de su cine.


En primer lugar, L’anglaise et le duc supone un regreso al cine histórico que ya realizara en los años 70 con sus obras La marquesa de O y Perceval le Gallois. Rohmer había rodado en los años noventa sus cuatro cuentos estacionales junto a Les rendez-vous de Paris: todas ellas eran películas situadas en el presente en las que desarrolló conflictos sentimentales con un espíritu risueño y sereno. Ahora, Rohmer ha ampliado su espectro humano con la historia de una mujer, la aristócrata inglesa Grace Elliott, y sus relaciones con el enigmático duque de Orléans en el París revolucionario.

En segundo lugar, se trata de la primera película rodada por Rohmer con la tecnología del vídeo digital, cuyas posibilidades explotará de una forma inteligente, como veremos.

En tercer lugar, la realización de L’anglaise et le duc ha obligado a Rohmer a resolver algunos problemas de incoherencia que presentaban todas las películas ambientadas en otro momento que no fuese el presente, y sobre todo, aquellas que tuviesen la escondida intención del documento histórico. Concretamente, sobre el turbador momento de la Revolución francesa existe una ingente producción de obras cinematográficas que utilizan como fuente literaria, tanto novelas como obras de historiadores, pero ni una sola de las más de trescientas “memorias” citadas en el libro Filmographie mondiale de la Révolution française.

Rohmer ha hecho su propia revolución del cine histórico con esta película.

Como fuente histórica, ha utilizado las novela Ma vie sous la Révolution (Mi vida bajo la Revolución), memorias de Grace Elliott, aristócrata inglesa afincada en París durante los años que precedieron y sucedieron a los acontecimientos desencadenantes de la Revolución -toma de la Bastilla en 1789 y posterior uso indiscriminado de la guillotina para regocijo y disfrute del pueblo, libre y fraterno.

El relato ofrece una visión sesgada de esos años, como es de esperar de cualquier perspectiva, subjetiva por naturaleza. Como tal no es un documento concluyente sobre el periodo histórico, ya que está basado en los recuerdos y deseos de Grace Elliott, los cuales incluso podrían haber tergiversado la propia realidad que los creó. Pero la existencia y verdad de esa memoria es innegable. Así, la estructura del guión es lineal, no hay saltos hacia atrás en el tiempo, y los momentos elegidos en la continuidad del tiempo corresponden a los que permanecieron en la memoria de la duquesa. A este respecto el propio Rohmer ha destacado lo fácil que ha sido la adaptación del libro, estructurado sorprendentemente como un guión cinematográfico, y la claridad y naturalidad de los diálogos de la novela, a diferencia de los que podríamos encontrar en las novelas de Stendhal o Balzac.

Utilizar la memoria de los que vivieron -en este caso la duquesa Grace Elliott-, sin pretender extrapolar el millón de subjetividades recogidas en una objetiva realidad histórica, es la única forma coherente y fiel que posee el artista para aproximarse al mundo interior de la Revolución, el de los hombres que la provocaron y la padecieron, y es la adoptada por Rohmer.

Asumiendo pues como hipótesis la subjetividad de su Historia, Rohmer opera de la siguiente forma: puesto que no puede reproducir el París de la época, ni construyendo decorados ni utilizando la propia ciudad en la actualidad, el cineasta recurre a la memoria artística del espectador y ha reproducido en pinturas los escenarios de la historia. Con estas imágenes dibujadas de la plaza de la Concordia, de los Inválidos o de l’Île de la Cité, diseñadas con el estilo de los pintores de la época, el autor nos lleva eficazmente al París de finales del XVIII. Gracias a la tecnología digital y a una excelente fotografía, los personajes de carne y hueso, los carruajes y el resto de elementos móviles -grabados en estudio-, son integrados perfectamente en estas pinturas, sin que existan bruscas diferencias de color o tono.

Todos los planos de la película son fijos, si exceptuamos algún movimiento panorámico en interiores para seguir a los personajes. De esta forma, los exteriores son fácilmente reconocibles ya que son mostrados siempre con el mismo lienzo pintado, desde el mismo punto de vista, el de Grace Elliott como habíamos quedado desde el planteamiento inicial de la obra.

Y no hay música, porque por aquel entonces no había ni equipos de música ni orquestas ambulantes. Sólo se oye el fragor de los cañonazos o el silencio intimidatorio de las noches de fuga, iluminadas por el claror de la luna.

Además de formalmente, L’anglaise et le duc se desmarca de la línea moral adoptada por la Historia francesa, y nos muestra el punto de vista de una aristócrata, acosada, perseguida y atemorizada por el soplo nauseabundo de la muerte. Rohmer continúa, como ha hecho en toda su obra cinematográfica, mostrando a sus personajes sin enjuiciarlos, sin preocuparle si tal actitud es reprobable moralmente, sino si es fuente de gozo o dolor, de felicidad o miseria.

viernes, 24 de agosto de 2001

Marujas asesinas (2001, Javier Rebollo)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2001, Ed. Mensajero, Bilbao.


Marujas asesinas es una película con bastantes personajes que giran en torno a la figura de una mujer, pescadera y ama de casa, amargada y llena de rencor, que interpreta bastante bien Neus Asensi. La lista se completa con: el marido tirano, déspota y arrogante de Neus, que desprecia a todo el mundo y sólo siente amor por su perro de aguas y sus relojes de cuco (Antonio Resines); el hermano maricón y dependiente de su hermana mayor (Pere Ponce); la hermana cornuda y también dependiente, incapaz de decidir (Natalie Seseña) ; el marido de ésta, o sea, el cuñado, mujeriego y apocado; el amante joven y apuesto que termina siendo como el marido (Carlos Lozano); la vecina impostora a la que el vecindario tiene por santa; y el mozo subnormal y salido que ayuda en el mercado (Karra Elejalde).

Con estos personajes, su director Javier Rebollo ha intentado realizar una sátira social bajoel género del esperpento: todos los personajes aparecen deformados y contrahechos por la infame y desmedida exageración de alguno de sus rasgos, lo cual conlleva unos riesgos que hay que saber evitar. El más peligroso es el cliché o tópico que pueden acabar siendo los personajes, no por los rasgos generales que puedan tener, sino por las situaciones que el director pueda crear para definirlos, y sobre todo, para amplificar ese rasgo que los deforma.

Bajo este prisma, el que mejor ha quedado resuelto es el personaje del marido, interpretado por Antonio Resines y que será asesinado bajo dirección de su esposa -Neus Asensi. Reaccionario, chulo y machista, siente un especial amor por su perrito de aguas, al que llama Rocco, como la estrella italiana del cine porno y al que incita constantemente a demostrar su potencia sexual, ya sea con las perritas del vecindario o con una muñeca mecánica. Esta extensión del personaje de Resines es bastante inteligente y acertada para describir su carácter. Sin ser tan brillante, la costumbre que tiene el mismo personaje de calentar los calzoncillos en el microondas antes de ponérselos también denota ese aspecto provocador y cutre del personaje, que es el mejor definido.

El resto de personajes son muchísimo más pobres y son casi siempre tópicos llevados a un extremo que resulta muchas veces grotesco -me acuerdo del subnormal Lalo (Karra Elejalde) haciéndole el amor a la anciana vecina visionaria. Son personajes cuyos diálogos y acciones dan una imagen muy plana de sí mismos, ya que están destinados a amplificar un defecto no asumido y su correspondiente reacción desproporcionada que los convierte en freaks. Así, por ejemplo, la vecina visionaria queda reducida a un personaje avaro por apocado, capaz del chantaje y a la vez dominado y atemorizado por su hija y el subnormal Lalo, quien lo acaba violando. Este es el primer problema que presenta la película.

El segundo problema de Marujas asesinas es la estética elegida. La fotografía es naturalista. Los escenarios se iluminan de una forma natural, aprovechando las fuentes lógicas -ventanas, fluorescentes, bombillas...- lo cual no guarda coherencia con el exceso de los personajes. Estoy convencido de que hubiese ido mucho mejor una iluminación efectista y claramente artificial, que hubiese dado un valor añadido al cutrerío que se desprende de sus imágenes, convirtiéndolo en kitsch, propio de las primeras películas de Almodóvar.

De igual forma ocurre con la estructura y evolución del guión. porque a partir del primer crimen cometido -el de Antonio Resines-, se suceden una serie de asesinatos a cada cual más espeluznante y falto de sentido, instigados por sendas presentadoras que se aparecen a Neus Asensi en la televisión. La película, sin embargo, no cae en el delirio y en la farsa en que podría haber desembocado porque tras los homicidios se produce su expiación por parte de la protagonista.

Como en La narnaja mecánica -aquí sin programa Ludovico-, Neus Asensi ingresa en prisión, y a su salida se encuentra con que sus dos hermanos y el subnormal de Lalo, a los que había ayudado siempre y cómplices del asesinato de su marido, no sólo le han dado la espalda sino que acabarán ajusticiándola como a una res, para vender después sus despojos inertes en la carnicería.

Por un lado vemos un esperpento no consumado en algunos aspectos -fotografía y desarrollo de la historia-, y por otro lado, las deformaciones propias del género no son de calidad, son burdas y sin pizca de gracia. Algunos detalles ya comentados, y otros no desvelados, junto a las buenas interpretaciones de Antonio Resines y Neus Asensi son las únicas cosas que dan valor a la película, que en general no funciona.