viernes, 29 de diciembre de 2006

La Spettatrice (2004, Paolo Franzi)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Esta película italiana llega a las pantallas españolas (Madrid y Barcelona al menos) de la mano de Sagrera TV, una pequeña distribuidora catalana que ya nos trajo este año la pequeña y brillante Caterina va in città. La apuesta de esta pequeña empresa hace un poco más porosa la membrana que separa las cinematografías europeas, y que las convierte en compartimentos prácticamente estancos.


La spettatrice narra la historia de una obsesión, o de un amor interrumpido antes de empezar, entre Valeria, una joven traductora de veintiséis años, y su vecino Massimo, un maduro y atractivo investigador de cuarenta. Valeria espía por la ventana de su casa la solitaria vida de Massimo, en cuya figura encuentra un consuelo a su particular soledad. Cuando descubre que su vecino ha dejado el piso, indaga y averigua que se ha mudado a Roma, y en un impulso irracional, toma un tren a la capital en su busca.

Hasta aquí el plan es perfecto: película italiana, esa cinematografía cuasi desconocida que tanto bueno esconde, y una historia de amor con un atractivo argumento. Pero el plan se desinfla poco a poco al comprobar la menesterosa voluntad de la heroína, más próxima a la de un cefalópodo que a la digna protagonista de un relato.

La película se integra dentro de una corriente muy europea, de personajes perdidos y sin esperanza. Esta mirada escéptica, acomodada, heredera de un pesimismo kafkiano en el que el que el héroe ni siquiera intenta salir del laberinto, consciente de lo vano de su propósito, es la mirada de El eclipse (Michelangelo Antonioni, 1962) , de El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), de La putain et la mamain (Jean Eustache, 1973). En ellas la conciencia de la desesperanza conducía a la autoaniquilación consciente, y ese acto de destrucción da sentido al absurdo.

En La spettatrice, Valeria nunca abandona su papel de espectadora para pasar a la acción. Toma un tren, se hace íntima de la amante de Massimo, se convierte en su ayudante con el único fin de acercarse a él, pero cuado tiene que hacer frente a su destino, al que ella se ha creado, huye despavorida como una romántica colegiala. Ni siquiera hay un final trágico que dé sentido. En el último plano de la película aparece Valeria en una piscina solitaria, un aséptico refugio a cubierto de la corriente devastadora de la vida.

Por otro lado, hay que hacer una gran concesión a la inverosimilitud de los hechos al asumir la relación del bello Massimo con la altiva viuda Flavia, mayor que él, y todavía enamorada de su marido muerto.

Al argumento decepcionante se une una puesta en escena con numerosos y pausados movimientos de cámara que pretenden unir los destinos de los tres personajes (Valeria, Massimo y su amante Flavia), como el plano secuencia al comienzo de la cinta en que Massimo sale de la tienda donde ha comprado la bolita de la espiritualidad y del amor y, sin corte alguno, del autobús que para en la esquina, se baja Valeria para entrar en la misma tienda. Estos movimientos, con un significado muy evidente, ralentizan aun más el lento ritmo de la película. A veces tampoco resultan ágiles los cambios de punto de vista. Sin crear confusión, las transiciones de la mirada de la cámara son forzadas y torpes en ocasiones, como la conversación que se cuela en el café solo a oídos de Valeria sin que Flavia se entere.

La música, desde los créditos iniciales, se encarga de subrayar la soledad que gobierna y dirige a los personajes en su deambular existencial, así como una dirección de arte sobria y realista. En ese aspecto la película es coherente, pues todos los elementos están regidos por el mismo principio unificador, la misma moral. Y ahí es donde se halla el origen de todo: en querer contar la historia de tres solitarios, sin esperanza, idealistas pobres de espíritu, que pretenden encontrar consuelo en su soledad compartida y autocomplaciente.

Así pues, con La Spettatrice llega a las pantallas españolas una mediocre película italiana que, si lo hace como embajadora privilegiada del cine italiano, lo que consigue es revelar su precaria salud.

martes, 5 de diciembre de 2006

Días de agosto (2006, Marc Recha)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007. Ed. Mensajero, Bilbao.


Recha es una de las personalidades más fuertes del actual cine español. Con unos sólidos principios estéticos, se aproxima a la verdad de las cosas minimizando el artificio del oficio cinematográfico, y partiendo siempre de su realidad más próxima para construir su imagen del mudo. Su coherencia y respeto al espectador le llevan a adoptar soluciones de guión y puesta de escena que acercan su cine a las propuestas cinematográficas de Bresson, Ozu o Guerín.


Días de agosto es el diario de un viaje que Marc hizo por la ribera del Ebro junto a su hermano David en julio y agosto de 2005; un diario que no escribe ninguno de los dos, sino la hermana pequeña de ambos. El argumento surge de un proyecto de Marc que tenía como protagonista la figura del periodista Ramón Barnils, al que el director conoció en la década de los 90. Barnils le contó “historias que se había olvidado o que algunos no querían recordar”, sobre la época de la II República, y Marc inició una serie de entrevistas a través de las que pretendía reconstruir la época. En un punto de atoramiento y ante la necesidad de tomar distancia, surge la idea del viaje.

En el viaje se encuentran con personajes a los que incorporan a la película interpretándose a sí mismos. Todos acarrean en su drama la idea del paraíso perdido: el guarda forestal que huye a la soledad del bosque para tocar su trompeta; la camarera sin hogar fijo; la autoestopista. Y el propio Marc que con su desaparición genera en su hermano David ese sentimiento de pérdida y nostalgia encarnado en la propia experiencia del viaje. El tránsito de David por el Ebro en busca de su hermano abre el corazón de la memoria, de un viaje que terminará inevitablemente en el origen de todo, en Riba-Roja d’Ebre, cuna del abuelo paterno de los hermanos.

Comprender el pasado para vivir el presente, vivir el presente contando el pasado. El cine de Recha es una isla que explora y se respira a sí misma. Este aspecto, en el que radica la belleza de su cine, le impide a veces tomar perspectiva, lo que le conduce al solipsismo y a un trabajo que no siempre tiene el mismo interés. Días de agosto no provoca la emoción de otras obras modernas, como Viaggio in Italia (Roberto Rossellini, 1953), en las que la tensión dramática surge de la creada entre ficción y realidad, pero es una película estimable que merece ser vista, como todo el cine de Recha.

viernes, 1 de diciembre de 2006

El camino de los ingleses (2006, Antonio Banderas)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


“Por el camino de los ingleses se va a donde quieras, puedes ser quien quieras...” pero ninguno de los personajes de la película se atreverá a tomarlo, convirtiéndose así en un poliédrico reverso tenebroso de José Antonio Domínguez, aquel joven de diecisiete años que, con quince mil pesetas en el bolsillo y el mundo en sus manos, tomó un tren de Málaga a Madrid para convertirse en
Antonio Banderas.


Treinta años después de ese tren, Banderas ha regresado a la tierra que lo vio nacer para rodar su segundo largometraje como director (Locos en Alabama, 1999, fue el primero), una película española que es la antítesis estética e industrial de las películas que hace en Hollywood como actor.

Basada en la novela homónima de
Antonio Soler, ganadora del premio Nadal en el 2004, El camino de los ingleses narra el vacilante tránsito de unos jóvenes entre la adolescencia y la madurez durante el que se anuncia será su último verano de inocencia y confidencias. A través del viaje de sus personajes, Banderas emprende otro viaje, metafísico y nostálgico, para reencontrarse con el joven que dejó en Málaga. Con tal fin están planteadas todas las premisas estéticas del largometraje, que se aleja bastante de la narrativa clásica, deambulando por los intrincados vericuetos de la nouvelle vague. De esta forma, el tiempo pierde su anclaje con la realidad, los espacios se ordenan según la lógica de los sueños, y el discurso de los personajes es evocador y de tono poético.

Banderas se ha alejado de las ortodoxias formales del cine clásico, como si renegara de una forma “comercial y vacía” de contar historias. Es cierto que estos códigos convencionales han dado lugar a innumerables largometrajes sin ninguna trascendencia, algunos de los cuales ha protagonizado el Banderas actor, pero en esta huida, el Banderas director ha optado por utilizar los códigos de un cine europeo o de arte y ensayo que, en su dilatada historia, también ha dado lugar a un buen puñado de largometrajes olvidables.


La apuesta es arriesgada, ya que los autores se adentran en territorio desconocido. El esqueleto de la película está formado por un conjunto de tramas entrelazadas, regidas por el mismo principio. Varios personajes desarrollan su propia historia, siendo la de Miguelito Dávila la que da la unidad requerida, al abrir y cerrar el relato. A Miguelito le acaban de extirpar un riñón. En el hospital descubre su vocación poética gracias a la
Divina Comedia, y en el verano del post-operatorio a Luli, su soñada Beatriz. Tanto en su historia como en la del resto de adolescentes que habitan el universo del camino, está planteado un combate entre la realidad y el deseo, y entre la vida y la muerte. Miguelito quiere ser Dante, y amar a Beatriz en Luli, pero su maltrecho riñón por un lado, y la señorita del Casco Cartaginés por otro, le hundirán en el fango de la realidad. El camino de los ingleses se convertirá en metáfora de la travesía que ninguno tendrá valor de cruzar. Sólo en el tránsito hacia la muerte –tanto en la operación de riñón del comienzo, como en la paliza del final- Miguelito halla la paz en forma de sueño –al comienzo en una bella bailarina, al final en Luli, que también baila-.

El resto de conflictos están ordenados por la misma dialéctica vida-muerte, realidad-deseo, pero este principio no atraviesa la obra. Está dicho pero no se muestra; planteado pero no ejecutado; está pero no es. La omnipresente música no consigue transmitir esta dualidad; tampoco lo consiguen los textos poéticos del fracasado locutor radiofónico; igual de ineficaz es la imagen ralentizada de las escenas eróticas o del éxtasis bajo la lluvia, o los encuadres desequilibrados de los rostros, o el desarrollo de las tramas secundarias. Ni su cuidada dirección artística, ni la estilizada fotografía, ni la mezcla de actores jóvenes con maduros genios consiguen elevarla.


Ignoro por qué la omnipresente música y el texto poético de
Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959) me ponen los pelos de punta, y los del camino no. Tampoco sé por qué los adolescentes de The Dreamers (Bernardo Bertolucci, 2003) me conmueven, y los del camino no. Las razones se encuentran más allá de la razón. Si bien las intenciones son claras y evidentes, no tengo tan claro que el objetivo se haya alcanzado satisfactoriamente, pues lejos de transportar a ningún lugar y tiempo lejanos, El camino de los ingleses se aproxima más a un barroco y huero ejercicio de estilo, en el que guión y puesta en escena no transmiten verdad.

Siento que detrás de
El camino de los ingleses se esconde un sentimiento de culpa que intenta ser expiado sin éxito, como si Antonio Banderas quisiera tomar el tren de vuelta y convertirse de nuevo en José Antonio Domínguez, como si buscara un sentido al cine alimenticio que ha hecho durante estos años en Hollywood con una obra de mérito en España. Tras las dos horas de proyección sólo se me ocurre preguntar: ¿a dónde se va por el camino de los ingleses?

viernes, 24 de noviembre de 2006

El camino de San Diego (2006, Carlos Sorín)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


Cuenta el director y guionista de la película que todo comenzó con la agonía de Evita Perón en Buenos Aires, allá por el invierno de 1952. Entonces, multitud de anónimos argentinos protagonizaron las más inverosímiles hazañas, movidos por el deseo de salvar y unir así sus destinos a la grandeza de Evita. Inspirado por este acontecimiento, Carlos Sorín escribió un guión sobre unos hacheros que emprendían un viaje a pie desde Misiones hasta Buenos Aires acarreando un enorme tronco de timbó.

El guión acabó en un cajón, hasta que en 2004 se generó un fenómeno similar que le insufló nueva vida y actualidad: Diego Armando Maradona ingresó en una clínica aquejado de una crisis cardiaca, y las manifestaciones de fe se repitieron como cincuenta y dos años atrás.

En El camino de San Diego, su protagonista, Tito Benítez, encuentra una raíz en la selva en la que ve el rostro de Maradona. Tras resolver su escepticismo inicial con una vidente, emprende camino en busca de su ídolo para hacerle entrega de la “estatua” en madera. Con esta premisa argumental, Sorín construye una nueva versión del mito del héroe, aquel que abandona su patria y a su familia para llevar a cabo una misión, y que por el camino se encuentra con obstáculos y con los auxiliares que le ayudarán en su cometido. Están claramente perfilados, según la clasificación de Propp, el mandatario (la vidente), la princesa (la esposa) y los ayudantes y auxiliares con que se topa. Sólo falta el antagonista, pues no hay ningún personaje que encarne el destino en contra del héroe. Esto es así porque la película está narrada desde el punto de vista de Tito, personaje de alma pura, sencillo, y con un punto de ingenuidad, que impide, por la propia naturaleza de su mirada, justificar la presencia de un “villano”.

Todos los relatos míticos encierran una reflexión sobre la fe, pues más allá de la razón, la sabiduría del héroe es en última instancia, un acto de fe. Desde Jasón y el vellocino de oro, hasta Indiana Jones y las pruebas definitivas de la tercera entrega (“El que tenga fe, pasará”), el héroe es valor, afrontar lo desconocido sin temor. Y El camino de San Diego es una película sobre la fe, sobre el efecto que los iconos pueden provocar en las personas, moviéndolos a actuar con una determinación inquebrantable.

Tito abandona su casa con la convicción de que si logra entregar la estatua al Diego, su vida cambiará a mejor. El viaje es jalonado con numerosos personajes que encarnan diversas manifestaciones de la fe: el cura católico que le observa con admiración y cariño; la pareja que se dirige a pedirle al santo; los manifestantes que rompen su celo dejándole pasar con la figura del ídolo; la prostituta que abandona el burdel confiando en que Buenos Aires le deparará mejor suerte; el niño que reconoce inmediatamente al Diego en la madera.

Como contrapunto, Waginho el camionero es el Sancho que encarna el sentido común, necesario para llevar las empresas a buen puerto. Simbólica es la carga que lleva en su camión, cientos de pollos vivos. También es simbólica la figura del ciego vendedor de lotería, que acude a la turba generada en torno al Diego para vender los boletos, y que finalmente terminará regalando uno al Tito. Y finalmente, Tito consigue la cámara para hacerse la foto con el Diego de un comerciante ilegal, gracias a la repentina llegada de la policía.

Este último es un ejemplo de lo maravillosamente bien que Sorín compone los contrastes en El camino de San Diego: la miseria es equilibrada con la fe, la bondad con el interés y la necesidad. Es quizá una película que sólo se puede hacer desde los 62 años de su director, pues hay en ella sabiduría y verdad.

Este es de hecho el propósito con que Sorín emprendió el proyecto. Para lograrlo, trabajó de nuevo con actores no profesionales, en busca de la espontaneidad y del plano en el que, tras innumerables tomas, se produjera la milagrosa fusión entre el actor y el personaje. El actor protagónico vive en Misiones y trabaja en un vivero; su mujer en la ficción, también lo es en la realidad. El resultado de este método es convincente y brillante, a lo que colabora el tono de falso documental de algunos planos y diálogos, y una fotografía realista.

La película fue galardonada en el Festival de San Sebastián con el premio FIPRESCI (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica), un justo premio para una humilde y buena película del realizador de Historias mínimas (2002) y Bombón: el perro (2004), que, como reza el cartel de la película, traza con su cine “un viaje hacia la esperanza”.

miércoles, 8 de noviembre de 2006

The birthday (2004, Eugenio Mira)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.



The birthday es una producción ambientada en un hotel de la norteamericana ciudad de Baltimore. Al igual que ocurriera en Angoixa (Bigas Luna, 1987), un equipo técnico enteramente español recrea en la ciudad de Barcelona un espacio de los Estados Unidos, con un elenco también americano del que destaca, por obra y gracia de la memoria de la infancia, Corey Feldman, aquel icono del cine juvenil de los 80 con títulos memorables como Gremlims (Joe Dante, 1984), The Goonies (Richard Donner, 1985) o Stand by me (Rob Reiner, 1986).

Por la premisa argumental –una fiesta de cumpleaños- y el carácter de convidado de piedra del patético protagonista parece que la película propone algo parecido a El guateque (The party, Blake Edwards, 1968). Pero la dirección artística y la fotografía –muy meritorias- nos remiten más a Barton Fink (Joel Cohen, 1991) o Carretera perdida (Lost highway, 1997), creando una atmósfera claustrofóbica y bastante desasosegante.

Parece, entonces, que la película va de un tipo desastroso y pusilánime que, en un ambiente enrarecido, quiere merecerse a su novia –por otro lado, pérfida y mezquina como pocas- y al resto de su acaudalada y poderosa familia, pero un giro inesperado nos revela la verdadera naturaleza del argumento, que no es otro que el nacimiento, resurrección o alguna otra forma de volver al mundo, de la divinidad de una secta formada por los camareros de la fiesta.

A pesar de este cambio repentino al cine fantástico-diabólico, The birthday tampoco huele a La semilla del diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski, 1968) o a El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1995).

En realidad, tantas referencias tratan de ocultar mi impotencia como espectador: no sabría decir qué es The birthday, porque en ningún momento fui capaz de comprender ni de asimilar la psicología de sus personajes, cuyas motivaciones, propósitos y acciones pertenecen a una dimensión del alma humana completamente desconocida para mí.

Si algo recordaré de esta película es, sin lugar a dudas, el hilo musical del ascensor.

viernes, 20 de octubre de 2006

Yo soy la Juani (2006, Bigas Luna)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


Tras cinco años de silencio,
Bigas Luna regresa con la Juani. La Juani, hija del extrarradio, trabaja como cajera en un Media Markt; vive con su madre y con su padre alcohólico, al que adora; también quiere con devoción a la Vane, que se quiere operar las tetas, y a su novio, el Jonah; le gustan el tunning, el hip hop y el glamour. Y quiere ser actriz.


Con esta premisa, Bigas Luna dibuja un retrato que pretende convertirse en el icono de la mujer española dela primera década del siglo XXI. La Juani es la hermana pequeña de aquella hija de puta que interpretó Penélope Cruz en 1992 en Jamón, jamón. Catorce años más tarde, la Juani se ha desprendido de la opresión del macho ibérico, el Jonah, heredero del chorizo que encarnaba Javier Bardem, y en un acto de madurez y valentía, lo abandona todo para irse a Madrid y convertirse en lo que quiere ser, en una actriz.

La película engarza perfectamente con la trayectoria cinematográfica del cineasta catalán. Su cine siempre ha sido fiel reflejo de su evolución, lo que ha dado lugar a películas muy poco parecidas entre sí, tanto en lo concerniente a los elementos plásticos y a la puesta en escena como al material dramático.
Yo soy la Juani supone otro paso evolutivo. En ella ha pretendido reflejar toda una nueva cultura underground nacida en las aglomeraciones urbanas de los extrarradios de las grandes ciudades que, como todos los movimientos emergentes y espontáneos que han alcanzado un determinado tamaño, se convertirá con el paso del tiempo en el marco cultural de toda una generación, de la misma forma que el movimiento hippie ha terminado enmarcando los años 60 y 70.

En la banda sonora figuran algunas de los artistas más representativos de esta cultura, como Haze, Ruido, la
Mala Rodríguez, o Facto Delafé. También se cuela alguna referencia retrospectiva: el Así me gusta a mí de Chimo Bayo, que ya utilizara en Jamón, jamón.

Bigas Luna aprovecha las secuencias oníricas para recrear con total libertad esta estética posmoderna, con colores saturados como sacados del graffiti, luces metálicas, botas y trajes de látex, y un maquillaje recargado con líneas muy definidas. Tal y como soñaría la Juani. Los títulos de crédito iniciales son un vídeo-clip, y a lo largo de la película, muchas escenas también son resueltas en esta clave, con un montaje trepidante, y la mezcla de imágenes y grafismo en el cuadro. El resultado es deslumbrante. Sin saber si la imagen que se ofrece se corresponde o no con la realidad, el universo reconstruido por Bigas Luna es coherente, vigoroso y original, e irrumpe en la corriente del cine español con una fuerza poco corriente.

Asimismo, Bigas Luna vuelve a recurrir a jóvenes talentos, y como ocurriera con Penélope Cruz, Javier Bardem y Jordi Mollá tras
Jamón, jamón, Dani Martín y sobre todo, Verónica Echegui, lo tienen todo para convertirse en auténticas estrellas. Dani Martín, estudió en la Escuela de Cristina Rota y ya tuvo su primera incursión en el cine con un papel secundario en Sin vergüenza (Joaquín Oristrell, 2001) antes de dedicarse de lleno a la música con El canto del loco. Por su parte, Verónica Echegui fue descubierta en un monstruoso casting que recorrió todo el país y por el que pasaron más de tres mil candidatas. Con una gran personalidad y control, tiene lo necesario para ser una gran actriz, y gran parte del valor de Yo soy la Juani estriba en su soberbia interpretación.

Sin embargo, la Juani tiene un “movidón” que no se resuelve en ningún momento. Se trata de un problema de orden dramático. Con las subtramas poco desarrolladas, el guión adolece de una falta de conflicto. Apenas pasa nada en sus noventa minutos: la Juani quiere ser actriz; tras una escena de su padre y una infidelidad del Jonah, coge a la Vane y se marchan juntas a Madrid; allí van de compras, la Vane se opera, y la Juani inicia sus primeros pasos para convertirse en actriz; se apunta a una escuela de teatro, a una academia de inglés; tras varios reveses, su madre le avisa de la hospitalización del padre y regresa a casa; pretende volver con el Jonah, pero lo vuelve a pillar con la otra, y vuelve a decidir: quiere ser actriz.

El personaje evoluciona interiormente y alcanza una madurez que no tenía al principio, pero es difícil ver dicha metamorfosis porque sus relaciones con el Jonah, la Vane y su padre están pobremente desarrolladas, y no hay un objetivo lo suficientemente sólido que sea metáfora de esa transformación interior. La Juani quiere ser actriz. Lo sabemos a los tres minutos, pero no marcha a Madrid hasta que pasa una hora, y las peripecias en la capital para lograr su meta apenas constituyen unas pocas secuencias antes de su vuelta a casa.

Con estos mimbres, Bigas Luna pone cachondo al espectador, y al cabo de hora y media, se despide y lo deja a medias. Aun así, merece la pena.

viernes, 6 de octubre de 2006

Las partículas elementales (2006, Oskar Roehler)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Se trata de la adaptación cinematográfica de la novela homónima de Michel Houellebecq (Ampliación del campo de batalla, 1994; Las partículas elementales, 1998; Plataforma, 2001), un “galáctico” de la literatura francesa que le ha llevado a firmar un contrato millonario con la editorial Hachette.


La película dista de ser el ejercicio de nihilismo lógico que constituye la novela. Fuera se quedan las reflexiones sin esperanza sobre los temas fundamentales en la sociedad actual, como el hedonismo exacerbado que nos domina, el sentido de la descendencia, el cuestionamiento de la libertad del ser humano, o el fracaso de la representación (“Una mentira es útil cuando permite transformar la realidad, [...] pero cuando la mentira fracasa, sólo queda la mentira, la amargura y la conciencia de la mentira.”). La digresión en el libro sobre la figura de Aldous Huxley apenas alcanza una breve escena sin ninguna trascendencia en la película. También se echa de menos el desarrollo del extravagante Francesco di Meola.

La película no sólo es menos pesimista, tanto por la concepción de los personajes, que se traduce en el elenco escogido y en la dirección de los actores, como en la propia evolución dramática, que ofrece un final esperanzador para uno de los dos hermanos protagonistas de la historia, sino que diluye hasta hacer inexistente el espíritu desolador que empapa la novela. La película sólo toma del libro el argumento, la historia de dos hermanos, Michel y Bruno, en su encuentro paroxístico con la cuarentena: Michel es un prestigioso investigador científico, guarecido en su edificio intelectual de las inclemencias de la vida; Bruno, imagen en negativo de su hermano, es un profesor de Literatura, obsesionado por el sexo, que se ve obligado a ingresar en una clínica psiquiátrica tras un episodio de exhibicionismo con una de sus alumnas. En ese mínimo existencial de ambos, Michel se reencuentra con Annabelle, su adolescente y único amor verdadero, y Bruno inicia una relación de amor desesperado con Christiane.

El libro es abiertamente trágico; la película es tragicómica: su tono es menos cáustico, más amable y conciliador, pero no por ello más consolador. La película es una adaptación sin brío, sin identidad, y con ella se experimenta “la amargura y la conciencia de la mentira.”

De producción alemana –lo que ha implicado una adaptación transfronteriza de los escenarios franceses originales-, es la segunda adaptación de una novela de Houllebecq, tras la que realizara Philippe Harel en 1999 de Ampliación del campo de batalla. Aparte de estas dos experiencias como guionista, Houellebecq ha escrito los guiones y es el realizador de un par de cortometrajes. En el futuro, se dispone a llevar él mismo a la pantalla su última novela La posibilidad de una isla, pretensión que ha propiciado un pleito público del propio autor con su editorial ante la negativa de ésta de acometer el proyecto. Tras la decepción de estas partículas elementales, aguardaremos que la posibilidad de una isla sea no sólo una isla posible, sino la isla de Houellebecq en imágenes.

viernes, 8 de septiembre de 2006

Arena en los bolsillos (2006, César Martínez Herrada)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Arena en los bolsillos es otra película por y para adolescentes, otra muestra más para regocijo del espectador adormecido por el opio balsámico de los buenos sentimientos, hoy del buen talante.


Arena en los bolsillos narra la historia de cuatro jóvenes que emprenden un viaje a la costa huyendo de la circunstancia insoportable que cada uno de ellos acarrea en Madrid: Iván huye del centro de acogida en el que vive desde los ocho años porque su madre no tiene el valor suficiente para enfrentarse a su pareja y hacerse cargo de él; Lionel huye de sus compatriotas rumanos a quienes ha traicionado por rajarse en un atraco; Clara huye de un padre que la ahoga con su control; y Jennie lo hace de su madre, del bar astroso y grasiento en el que tiene que ayudar para sacar la familia adelante.

La película deambula por toda una serie de clichés sobre la “marginalidad”, clichés que se van sucediendo uno tras otro. Así, vemos al educador social “idealista” (Daniel Guzmán), que pretende salvar a Iván de su circunstancia, frente a la compañera “conformista” que intenta reincorporar a su compañero en la realidad; vemos a los padres maltratadores, que exorcizan toda su frustración e impotencia en sus hijos; vemos a las mafias rumanas, malas, malas...; a la madre avergonzada que oculta a su hijo su condición de indigente; al taxista machista, chuloputas; y así, hasta llegar al definitivo lugar común del español temeroso acerca del inmigrante: “¿no tenéis suficiente con venir y quitarnos el trabajo?”.

Es una película de espíritu enfermo que se transmite a las interpretaciones, tan poco convincentes, a un guión sin originalidad, y a un uso reiterativo de la música.

La película es heredera de Barrio (1998), y de El Bola (2000), y refleja la debilidad de la sociedad actual, profundamente inmadura, incapaz de hacer frente a la realidad, una sociedad que se atrinchera en el bienestar, la seguridad y una falsa solidaridad para evitar enfrentarse a su destino. Lejos quedan los años de Eloy de la Iglesia y del Jaro (Navajeros, 1980), ese héroe extraordinario “con más rabo que la Pantera Rosa” que se asumía hasta los tuétanos.

viernes, 28 de julio de 2006

Caterina se va a Roma (2003, Paolo Virzi)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Gran película italiana que se cuela en nuestra cartelera tres años más tarde de su producción. Heredera de las mejores raíces del cine italiano, esta tragicomedia tiene el espíritu del neorrealismo de Vittorio de Sica y de las comedias de Mario Monicelli o Ettore Scola.


Caterina presenta el mismo conflicto en tres niveles distintos y con dos protagonistas: Giancarlo, y su hija Caterina. Como un ronroneante gato rubio, salta del esperpento cómico al dolor trágico, del ridículo al patetismo, con una agilidad que sólo muestran las grandes películas.

Esta permanente tensión entre lo sublime y lo decadente alcanza la mayor intensidad en el personaje interpretado por Sergio Castellito. Giancarlo, profesor de provincias, es trasladado a Roma donde aspira a que su genio y sus ideas se vean por fin reconocidas. Su incontenible prurito de gloria le conminan a inscribir a Caterina en un elitista colegio al que acuden los hijos de las fuerzas vivas del país. Tanto Giancarlo como Caterina sufren la marginación de la Italia dividida, la de “comunistas” y “fascistas”, que excluyen de su circo al payaso de provincias, triste y resentido, que necesita desesperadamente sentir que pertenece al mundo. Giancarlo busca ese sentido vital en la gloria, la fama. Caterina, todavía pura y sin el resentimiento del padre, busca ese reconocimiento en el afecto, en el abrazo sincero.

A nivel interno, Caterina es la metáfora perfecta de la soledad concurrida, del patito feo rodeado de gente que la adula, engaña y devuelve hecha un despojo, y que agudiza el sentimiento de soledad heredado de su padre. Inteligente es el uso de la música, con piezas de Verdi y Donizzeti que se elevan por encima del ruedo salvando momentáneamente a la bella Caterina de la dura batalla. Giancarlo, por su parte, tiene el mezquino propósito de mezclarse con la aristocracia cultural y política del país a través de las compañeras de Caterina. Pero no pertenece a ellos, y sus intentos por hacerse querer, ora por el intelectual de prestigio, ora por el ministro de Berlusconi, se vuelven patéticos por la evidencia del desencuentro.

A nivel social, Caterina expone esa división esperpéntica de la sociedad italiana, reflejada periódicamente en las urnas, entre los partidarios de Forza Italia y los prosélitos de una Izquierda resentida. Las aventuras de Caterina con Margherita, la diletante amiga con pañuelo palestino al cuello, y más tarde con la pija ministrona Federica, muestran a la perfección el papel de marioneta que le corresponde al ciudadano de a pie, aquel que quiere mantener su independencia de ciudadano libre, que no se adscribe a ningún círculo de poder, pero le fastidia que le mangoneen los líderes políticos y culturales. La inmaculada Caterina es como el votante iluso que se hace querer, y que después es despreciado por quienes la alaban. Esa pérdida de identidad que se experimenta al seguir los cantos de sirena del poder queda también maravillosamente mostrada en la secuencia en que Caterina se va de compras con la pija Federica y regresa a casa disfrazada de Lolita femme fatal. También es un hecho significativo que el personaje que salva a Caterina de esa vorágine dualista de la que es víctima sea un extranjero, concretamente su joven vecino australiano, como si sólo una mirada “de fuera” –tanto por estar al otro lado del patio y ser testigo de la cotidianidad de Caterina, como por ser de otro país-, pudiera revelar la verdad que duerme debajo del encarnizamiento social y doméstico.

Por último, a nivel abstracto, el universo de Caterina es una constante pulsión entre fuerzas antagonistas cuya lucha es el principio básico que lo impulsa hacia adelante. Es un mundo con una conciencia humana que se encuentra por encima de la individual, y que rechaza de plano la voz disidente del que quiere hacer la guerra por su cuenta. Las fuerzas supraindividuales en forma de representación, de teatro –significativo es el encuentro en el colegio entre el ministro y el intelectual- son las que mueven este mundo. Por ello, en el universo de Caterina sólo sobrevive la máscara, el personaje consciente del teatro en el que se encuentra y del papel que le toca representar. A este respecto, Caterina y Giancarlo resuelven su conflicto de formas antagónicas: mientras Giancarlo desaparece de la escena, abatido y humillado, para Caterina, su encuentro salvador con el joven australiano le abre un camino de esperanza en el que hallar su lugar en la escena.

La clarividencia del retrato social de Italia debe mucho a la labor de dirección artística y de vestuario, y a un casting soberbio: los protagonistas están bien, pero los secundarios están mejor. Con un trabajo de campo encomiable, el vestuario de los personajes los declara con precisión en un solo plano. Y una vez que entran en escena, los ambientes terminan de vestir a los personajes hasta definirlos como las caras de un prisma: en casa Caterina es una; Caterina tímida en el colegio es la una reflejada; Caterina disfrazada de fiesta, en la mansión con piscina, es la una reflajada doblemente, y así hasta componer un personaje poliédrico, vivo, menos estridente y más sutil que el del padre.

Como los grandes alpinistas, que Caterina va in città haya llegado a las pantallas españolas es una prueba ineludible de su calidad. Pero además, detrás de la proeza, se esconde una bellísima película.

viernes, 21 de julio de 2006

Desde que amanece apetece (2005, Antonio del Real)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Este largometraje de título y cartel elocuentes tiene su principal virtud en su coherencia. No es otra cosa que lo que el título y el cartel anticipan, y una tras otra, sus secuencias resucitan el espíritu olvidado durante más de veinte años de la españolada, la auténtica película made in Spain encargada de dibujar al héroe español.


Así como No desearás al vecino del 5º (Ramón Fernández, 1970),
Yo hice a Roque III (Mariano Ozores, 1980) o El turismo es un gran invento (Pedro Lazaga, 1968) fijaron como iconos las imágenes de Alfredo Landa, Pajares y Esteso, y Paco Martínez Soria respectivamente, Desde que amanece apetece gira en torno a otro de los imaginarios del cine español, el truhán y señor, personaje seductor y perdedor a partes iguales, que creó Arturo Fernández. En torno a él gira toda la producción, que está ejecutada con una determinación encomiable, desde el argumento hasta el título, el cual ilustra perfectamente el espíritu de la película. Cualquier español que entre en una sala a ver esta película sabe perfectamente lo que va a ver.

Así, Desde que amanece apetece es una comedia de estructura dramática clásica, con un conflicto nimio que da pie a los encuentros y desencuentros, amorosos y profesionales, que se suceden hasta el resolución esperada. El protagonista no es el crápula de Lorenzo en contra de lo que cabría esperar, sino su sobrino Pelayo (Gabino Diego) quien es enviado por sus padres desde Cangas a Madrid para que su tío, del que saben que ha prosperado notoriamente, le encarrile en la vida. Al llegar a Madrid, Pelayo ve que su triunfador tío no es más que un arruinado playboy que aspira a casarse con una prostituta retirada (Loles León) para dirigir su local de boys. El personaje de Gabino Diego recuerda, por su dependencia de Lorenzo, y su carácter inmaduro y algo grosero, al Cuco de Misión en Marbella.

En una solución que ilustra a la perfección la sencillez del relato, el joven Pelayo escribe en un papel los objetivos por los que luchará en Madrid: hacerse un hombre, prosperar en la vida, conseguir una buena chica, y regresar al pueblo en un cochazo. Con la ayuda voluntaria o involuntaria de su tío, Pelayo va logrando uno a uno sus objetivos. En medio, tendrá que hacer de gigoló para mujeres ricas, ancianas, y gordas, se enamorará de una prostituta venezolana, y compartirá sus cuitas con el pintoresco grupo de boys de su tío, integrado por Miguel Ángel Muñoz (Un paso adelante), Antonio Hortelano (Compañeros) y Juan Muñoz (del dúo Cruz y Raya).

Completan el elenco Loles León, Pepe Sancho y una larga lista de secundarios españoles, cuya presencia recuerda a la forma industrial que tenían las producciones españolas de los 60 y 70, en las que se incluía un número notable de populares actores españoles que enriquecían el espectro humano que se mostraba.

Se podrá discutir la calidad cinematográfica de la cinta, pero por encima de ese aspecto se encuentra su honestidad, y su loable objetivo de conectar con un público español que, gracias a Parada y a su Cine de Barrio, se ha reconciliado con un cine español popular que la llegada de la democracia y de un cine cultural y “profundo”, censurado durante la dictadura franquista, se encargaron de enterrar durante más de veinte años.

viernes, 9 de junio de 2006

La profecía (2006, John Moore)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Treinta años después de que Richard Donner rodara esta historia con Gregory Peck como protagonista, un tal John Moore, que ya había dirigido en su primer largometraje a Gene Hackman y Owen Wilson (Behind the enemy lines, 2001), toma las riendas de este remake, para hacer una película bastante peor que la original.


Ahora bien, ¿por qué es peor? ¿Cuáles son las decisiones que determinan que un mismo texto se convierta en una buena o en una mediocre película? El caso de las dos versiones de The omen encuentra decenas de analogías en todas las parejas original-remake, pero quizá la que más se le asemeje sea la de Psycho (Alfred Hitchcock, 1961; Gus Van Sant, 1998) con la que se pudo verificar cómo, aun manteniendo el guión y la planificación, los resultados pueden ser tan dispares.

El cine es tiempo, y la base de su fabricación, el ritmo. El ritmo es la pulsión interna que genera la corriente que nos mece o que nos sumerge en el aburrimiento más profundo. La profecía de Richard Donner fluye mejor que la de John Moore, a pesar de que, como ocurre en la versión Psycho de Gus Van Sant, el guión es prácticamente el mismo y algunos planos son clavados. Son las diferencias en diégesis, puesta en escena, y fundamentalmente elenco, las que marcan el abismo que media entre ambas.

En primer lugar, la versión 2006 toma a Liev Schreiber, de 39 años, para interpretar al embajador Robert Thorn; en la versión 1976, Thorn es Gregory Peck, y por entonces tenía 60 años. Sin tener en cuenta la interpretación, la elección de un actor tan joven para encarnar al embajador de Estados Unidos en el Reino Unido es una complicación innecesaria para el director, ya que le obliga a introducir elementos que apuntalen la verosimilitud del relato. En este sentido, en la v. 2006 hay una par de secuencias adicionales que pretenden tapar este “agujero”. En la primera de ellas, Thorn es nombrado en primera instancia secretario del embajador; en la segunda, el embajador sufre un rocambolesco accidente en el que un camión lleno de combustible se empotra contra su coche oficial, que acaba saltando por los aires con el dentro. Estas dos escenas no estaban en la versión original. En la v. 2006, son dos piedras en el camino, introducidas para justificar su nombramiento como embajador, que además tienen un efecto secundario muy negativo en el relato: queman demasiada pólvora, y el contrate entre la vida apacible del embajador, su mujer y su hijo, y lo extraordinario desaparece de un plumazo.

La versión 1976 mantenía durante más tiempo un contraste que era precisamente en lo que se fundamentaba la fuerza del film: cómo el mismísimo demonio podía habitar el cuerpo angelical de un niño de cinco años. Sin ese contraste entre lo cotidiano y lo misterioso, entre la luz y la sombra, no habría existido la tensión necesaria que exigía el relato. En la v. 2006, Damien es un mal bicho desde la primera escena. Nunca dudamos de que se trate del auténtico Demonio, con esos guiños y esas sonrisas maliciosas que nos regala. El misterio se diluye más y el propio director parece darse cuenta de la carencia, porque intenta solventarla de la forma más fácil y menos efectiva. Así, abusa del movimiento en la puesta en escena; del montaje, que aparece excesivamente fragmentado; y como traca final, de la música, con la que parece querer acojonarnos subiendo el volumen al máximo. Tampoco hay contraste con el plano fijo, las tomas largas, y el silencio. Y sigue sin haber misterio.

Un punto adicional es que los actores están muy mal. Liev Schreider –y ahora no nos ocupamos de su edad- parece un pelele. El relato tiene un problema que lo lastra irremediablemente. El personaje que lo articula deambula a lo largo de toda la película, no tiene madera de héroe, no tiene misterio: es un perdedor y la va a cagar. La implicación emocional del espectador se ve mermada y, en este tipo de relatos de principios aristotélicos, la empatía del espectador con el héroe es esencial para que funcione. Su partenaire, Julia Stiles, tampoco tiene la suficiente presencia para hacer frente al Demonio de su hijo. El trío protagonista resulta incluso cómico, por lo exagerado de Damien, y el patetismo de sus padres. Contrastan con los secundarios, que componen unos buenos roles, tanto David Thewlis interpretando al fotógrafo, como Pete Postlethwaite encarnando al padre Brennan. Mención aparte merece Mia Farrow, que nunca pierde ese sentido del misterio del que hablamos. La actriz, que ya había sido madre del Demonio en Rosemay’s baby (1968), interpreta a Mrs. Baylock, la niñera de Damien, al que cuida, protege e instiga para que siga haciendo el mal. Su interpretación es sobria, exacta, y excepto algunos excesos provenientes de los clichés de las películas de acción, hace en líneas generales un muy buen trabajo.

Por último, en la v. 2006 la acción se desarrolla en la actualidad. Las historias pertenecen a una época, y si bien el Demonio ha sido un protagonista constante en la Historia del Cine, el tratamiento que recibe en Rosemary’s baby es distinto del que recibe en El exorcista (1976) o La profecía (1973), y radicalmente diferente del que Álex de la Iglesia le da en El día de la bestia (1995). Particularmente, dudo de la sintonía entre el mundo de hoy y el relato de La profecía. Aparte del guiño maquiavélico del final, con Damien cogido de la mano del presidente (¿Bush?), veo un relato extemporáneo, principalmente por el escepticismo que impera en nuestros días, que lo conduce irremediablemente hacia lo cómico.

Concluyendo. El ritmo de un film depende tanto de los elementos temporales como espaciales. Aunque se parta del mismo texto, e incluso del mismo texto visual, es necesaria hacer una revisión de su vigencia, y de los cambios necesarios para que el relato –el tiempo recreado- se entienda con la época –el tiempo original- en la que se realiza, no sólo porque la fluidez del relato dependerá de la fluidez de sus creadores –empezando por el director y terminando por los eléctricos-, sino porque el relato va dirigido a los espectadores de hoy con la angustia y las dudas de hoy. Las dos versiones de La profecía ilustran, por omisión, la necesidad de esa revisión.

Amor en defensa propia (2006, Rafa Russo)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Meritoria película del debutante Rafa Russo, quien hasta ahora había desarrollado principalmente su carrera cinematográfica como guionista. Suyos son los guiones de Lluvia en los zapatos (María Ripoll, 1998) y de Aunque tú no lo sepas (Juan Vicente Córdoba, 2000), así como de sus trabajos previos como realizador, entre lo que destaca con fulgor el cortometraje Nada que perder (2002), que concluyó su paso arrasador por la temporada de Festivales ganando el Goya al Mejor Cortometraje de 2002.


Con este currículum, Rafa Russo se lanza a la conquista del largometraje del que también compone la música. Destacan por encima de todo los trabajos de sus dos actores protagónicos, actores maduros, que dominan su oficio lo suficiente para comenzar a volar ante la cámara. Ana Fernández interpreta a una pintora con dos divorcios y un hijo cuyo rencor la confina al aislamiento; por su parte, Gustavo Garzón encarna a un futbolista retirado que va dando tumbos por la vida. Se encuentran en la barra de un bar. Enseguida se reconocen: son dos perdedores que, pasados los cuarenta, se reconocen solos y abatidos por el fracaso. Sólo el amor los puede salvar de la defunción en vida, y a él se agarrarán como náufragos a un madero.

Una historia de amor, bien narrada, bien interpretada y correcta, que se realizó, en parte, gracias al apoyo que obtuvo el proyecto al vencer en el concurso que Universal convocó en 2002, certamen que nunca vio su segunda edición, y cuyo proyecto ganador de la primera ha tardado cuatro años en llegar a las pantallas y tres semanas en desaparecer de cartel.

Quizá los personajes de esta película sean metáforas de la propia película, o del cine español en general, que se agarra a medias verdades y a torpes mentiras para justificar su soledad. Pero la realidad que yo percibo es que una película interesante, y más interesante que otras muchas, nace condenada al ostracismo mediático. El número de salas no asegura el éxito. Nadie sabe qué asegura el éxito. Pero una historia bien narrada es una historia bien narrada y su circunstancia, y esconder la circunstancia es la mejor forma de ahogar a la criatura antes de que empiece a llorar.

viernes, 12 de mayo de 2006

El mundo alrededor (2006, Álex Calvo-Sotelo)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Película muy mala de la que sólo es reseñable como positivo el trabajo de Críspulo Cabezas (Barrio, 1998), quien interpreta a un joven introvertido, y es el único que proporciona a su personaje algo de realidad. El resto de los actores, entre los que figura Antonio Molero –el Fiti de Los Serrano, 2003-, deambulan por un guión muy malo del que es difícil adivinar la verdad de sus personajes. El resultado es una cáfila de clichés que se desmoronan desde el primer fotograma.


Nada en El mundo alrededor es verosímil salvo la participación de un histórico de Radio 3 en sus comentarios radiofónicos. El encuentro con la Guardia Civil, la confusión de Vina-rós por Viña Rock, la homosexualidad del heavy hipertrófico, el accidente de la furgoneta, la historia de los hermanastros, el desamor de Mamen, el paso del tiempo en un fin de semana: la película es una sucesión de episodios autocomplacientes, que retratan a un grupo de perdedores desde un punto sádico, ya que estos se muestran como estúpidos, o tramposos, o ingenuos, y sin ninguna aparente posibilidad de salvación.

Sólo las subtramas amorosas se contraponen al espíritu “freak”, pero son concluidas con una mirada tan adolescente como la “tragedia” en la que se sumergen sus vidas. Al final todos se quieren, cada oveja con su pareja, sin que haya lógica ni magia a la que agarrarse para justificar estos cierres, puesto que son arbitrarios y responden más a la necesidad de respetar los esquemas narrativos, y de introducir un contrapunto “positivo” al fracaso general del grupo. Como si nos quisieran decir “la vida es una mierda pero nos queda el amor”.

La película, rodada con vídeo digital, tiene una producción pobre que, en este caso, tampoco es lo más indicado para una road-movie que recorre casi toda España. Aun así, es destacable que la película cuente con las colaboraciones de profesionales tan destacables como Antonio Resines, Luis Tosar y Raimundo Amador.

En definitiva, segundo largometraje de Álex Calvo-Sotelo (Se buscan fulmontis, 1999), muy malo, en el que sólo destaca por lo bueno el actor Críspulo Cabezas.

Tránsito (2005, Marc Forster)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


La última película del autor de Monster Ball, 2001, y Descubriendo nunca jamás, 2004, se ha estrenado en un único cine en el municipio de Madrid y en versión doblada. Aunque se trata de una película bastante irregular, sigue siendo más meritoria que muchas de las que ocupan posiciones de privilegio en la cartelera madrileña. Además, Tránsito cuenta con la participación de Ewan MacGregor y la extraordinaria Naomi Watts en los roles protagónicos, circunstancia que en principio vuelve más extraña aún su reclusión al Liceo de Marcelo Usera.


En cualquier caso, Tránsito es una de esas arriesgadas películas de fábula deconstruida en las que es difícil comprender lo que ha ocurrido, es decir, que es difícil responder a la pregunta “¿de qué va?”, porque la distancia entre la intriga –la historia tal y como está contada en la película- y la fábula –la historia manteniendo el orden lógico y cronológico de los acontecimientos- es abismal. Es evidente que la lógica y el orden temporal no son condiciones necesarias para contar una historia, pero en cualquier relato debe existir una lógica interna que coexista más allá de la ruptura temporal o de los saltos entre dos, tres o cincuenta universos paralelos que se alternen entre sí. Esa lógica interna parte de que el director sepa lo que está contando –la fábula– y sea consciente del desorden que introduce en su relato. Cuando el guionista y el director no son la misma persona, existe el riesgo de que esas dos nociones fundamentales (fábula, y sentido en el desorden) se pierdan al viajar de una cabeza a otra. Tránsito tiene esa esquizofrenia autoral que le hace extraviar el sentido de lo que está contando. A diferencia de Mulholland Drive (David Lynch, 2001), la película de Forster carece de la capacidad hipnótica que debe sostener una película de la que no se ve hacia dónde camina. Si ese poder hipnótico de las secuencias se pierde, entonces el relato pierde gran parte del interés, que es precisamente lo que ocurre.

Ya son lejanos los tiempos en los que se usaba esa nieblecilla para marcar la transición entre la vigilia y el sueño, el presente y el pasado, o la realidad y la ficción. Hoy en día, estos “tránsitos” son marcados por la propia lógica del relato con efectos retroactivos, es decir, que el paso de un universo a otro no es establecido con el cambio de plano, sino con el retardo añadido por el desarrollo de la acción.

Tránsito narra el mundo imaginario de un joven, Henry Letham, que acaba de sufrir un accidente de tráfico en el puente de Brooklyn. Henry es asistido por otros dos conductores, Ewan MacGregor y Naomi Watts. En el tránsito entre la vida y la muerte, Henry imagina que Sam Foster (el personaje de MacGregor) es su psiquiatra y Lila (el personaje de Naomi Watts) su pareja. En ese mundo imaginario que se inventa sobre la carretera, Henry es un paciente que oye voces que le desvelan el futuro; en una de las sesiones, Henry revela a Sam su intención de suicidarse en tres días. En esos tres días hasta la fecha señalada, Sam investiga la vida de su paciente con objeto de salvarle; en ese proceso de búsqueda, empieza a sufrir una serie de trastornos que ponen en juicio su identidad: varios déjà vu, encuentros con muertos, extrañas coincidencias... precisamente, todos los síntomas que presentaba el joven Henry, como si se produjese una transferencia de identidades entre el accidentado y el auxiliador. Prolongando esa transferencia, en el pasado Lila también intentó cometer suicidio. Tras múltiples peripecias con todos los conocidos de Henry, Sam descubre que se suicidará en el puente de Brooklyn. De esta forma, todos los personajes se encuentran de nuevo en el lugar del accidente que inicia la fábula.

Este destripamiento de la película no pretende estropear su visión a futuros espectadores. Es simplemente un juego con el que se pretende verificar si Tránsito sería una mejor película conociendo de antemano el final de la intriga, que es el inicio de la fábula.

Al margen de su estructura narrativa, Tránsito es muy interesante desde el punto de vista de la puesta en escena. El último plano de una secuencia guarda una lógica con el primero de la secuencia siguiente, de tal forma que el salto en tiempo y espacio no existe en el relato. Es una manera interesante de producir el efecto de permanencia a través de la transferencia de los atributos del joven Henry en el tiempo, en el espacio, y en la identidad de sus alter ego. Igual intención tienen los saltos de eje en sus conversaciones con el psiquiatra Sam Foster, los juegos visuales con espejos, o los cambios de dirección y de ubicación espacial de los personajes dentro del plano. Si bien se aprecia una intención y una inteligencia en todo ello, el resultado es excesivamente racional y sofisticado. Tránsito acaba siendo un juego hueco porque el fondo psicológico de la fábula se pierde en la complejidad de la intriga, y en la sofisticación de la puesta en escena. En este caso, la forma de contar las cosas va, a mi modo de ver y a riesgo de equivocarme, va contra la historia y contra lo que se pretende decir con ella.

Tránsito es pues una película “un poco rara” que, a diferencia de otras excelsas rarezas, se queda en ello. No es de extrañar por tanto, a pesar de su ambición, su desastroso camino por las pantallas americanas y su reclusión madrileña en el distrito de Usera.

viernes, 5 de mayo de 2006

Rosas rojas (2005, Ol Parker)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Historia de amor a primera vista entre una lesbiana florista (Luce) y una recién casada (Rachel). Para dotar a la historia de romanticismo del trágico, el flechazo se produce cuando la novia está recorriendo el camino hacia el altar. Más cine para consumo de adolescentes, que además tiene la desgracia de carecer de originalidad y ser bastante previsible. Sin ánimo de estropear el final a nadie, acaban juntas.


Me pregunto cómo se ha podido hacer una película tan mala, cómo se ha producido la confluencia de astros necesaria para que seis productoras, tres Estados europeos y más de cien profesionales de la industria cinematográfica, se unan para traducir en imágenes esta historia para espíritus débiles. Imagino que son tiempos difíciles en los que, saturados de sexo, y con los estómagos y las neuronas embrutecidos, surgen productos para adormecer a los jóvenes, que sigan creyendo en el amor mientras se comen un Whopper y se meten mano. Aparte del interés económico en hacer este tipo de películas, de las que entretengan y no hagan pensar mucho, permanece intacta la responsabilidad del artista de educar los espíritus. En Imagine Me & You, su director y guionista, Ol Parker, ha atendido exclusivamente a la otra responsabilidad, la de llevar dinero a casa, que en el oficio del creador artístico, a veces genera un conflicto moral de difícil resolución.

Entre los actores que han colaborado en esta comedia romántica, figuran la protagonista del Bar Coyote (2000) Piper Perabo, que interpreta a su personaje sin gracia, y el gentleman de Match Point (2005) Matthew Goode, que está todo lo bien que puede estar, al igual que Lena Headey, que resuelve bien su papel.

Eso no quita que sea una mala película, con diálogos poco trabajados, y tramas y subtramas resueltas con una obviedad previsible, tanto a nivel de guión como de puesta en escena. Pero como no hay libro malo que no tenga algo bueno, en Imagine Me & You encontramos alguna secuencia divertida (el encuentro en el parque, nocturno e inesperado, con una pareja de gays en faena similar a la de Rachel y su marido), muy bien resuelta (que acaban presentándose como si de una recepción ante la Reina se tratara). Y ninguna más: el resto se dirime entre la falta de brillantez y el abuso de los clichés, tan habituales en el género de hoy, como insertar canción romántica para re-subrayar lo romántico de la secuencia, resolver el final haciendo un guiño al durante, o hacer un alegato en favor del colectivo homosexual.

En definitiva, que los problemas crecen, y cada vez más.

viernes, 28 de abril de 2006

De latir, mi corazón se ha parado (2005, Jacques Audiard)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.

De latir, mi corazón se ha parado en IMDB

Esta película de título tan tremendo es un 'remake' de una película de los años setenta que protagonizó Harvey Keitel y escribió y dirigió James Toback (Fingers, 1978). En la adaptación, los guionistas –el propio director y su colaborador Tonino Benacquista- han trasladado el ambiente mafioso de Nueva York al mundo inmobiliario de París.


En este contexto crece y se desarrolla Thomas, quien sigue los pasos de su padre en la extorsión de morosos, mediante técnicas de dispersión tan ilegales como la suelta de ratas o las palizas a domicilio bate de béisbol en mano. El conflicto para el héroe Tom surge cuando casualmente se encuentra a la entrada de un teatro al que fue mentor de su madre, famosa pianista. El profesor, recordando el cariño hacia la madre y el talento de Tom, le invita a que concierte una audición con él. Esta secuencia con el mentor de su madre llega tras una serie de secuencias iniciales en las que se nos presenta a un Thomas bastante odioso, capaz de las acciones más mezquinas.

La ubicación de las funciones del relato –en la terminología de Propp- es esencial en cine para la construcción del ritmo y la verosimilitud de la diégesis planteada. En este caso, creo que su encuentro con el mentor y su repentino despertar musical habrían funcionado mejor si se hubiesen introducido antes. Como estos experimentos de montaje sólo podrían darse en una hipotética versión de la película director’s cut, lo que se plantea en esta reseña, como otras tantas cosas que planteamos los que jugamos a cineastas desde la butaca, es bastante improbable que se pueda comprobar. Pero como escribimos para comprender por qué una película funciona o por qué no, continuaré enumerando algunos puntos de la construcción del relato que me parecen fallidos.

El conflicto de Thomas está en decidir qué camino vital sigue: si el inmobiliario de su padre, o el musical de su madre. El primero es el que le llena el bolsillo; el segundo el que le llena el alma. En su preparación para la audición, contrata los servicios de una pianista china, que no habla una palabra de francés, para que le forme. En las secuencias en las que aparece la pareja ensayando, que son varias, la evolución apenas se muestra. Las clases son prácticamente idénticas, y lo que es más grave, no se ve un camino en ellas, lo que ralentiza el relato y hace que pierda interés la audición final.

La ausencia de la madre en el relato (está muerta) también es un handicap para el director a la hora de exponer la relación de Tom con el piano. En este sentido, el vínculo afectivo con el padre y con la mujer de un compañero de la agencia enriquece mucho más ese lado oscuro del personaje. Le humaniza más el amor que siente hacia su padre que su relación con el piano. Ésta, tanto por lo repetitivo de las secuencias, como por la interpretación sufrida de Duris al tocar el piano, cercana al paroxismo o al ataque epiléptico, no se fija como debiera para que fuese esencial en la resolución del conflicto. La muerte violenta del padre a manos de un mafioso ruso y el fracaso en la audición son un puno y seguido en el proceso vital del joven Thomas.

Y en ese momento llega la gran elipsis, el “dos años más tarde” que nos muestra a un Tom, convertido en agente y pareja de su pianista china, que se encuentra de modo tan fortuito como lo hizo con su mentor musical, con el mafioso ruso que acabó con la vida de su padre. Este agujero en el tiempo es un artificio de guión bastante tramposo, puesto que en la hora y media previas no se halla latente, ni de una forma ni de otra, esa evolución personal que experimenta nuestro héroe. Es como si Homero se hubiese ahorrado toda la odisea para contar exclusivamente el regreso de Ulises a Ítaca. Esta escena culminante en la que Thomas duda entre acabar o no con la vida del mafioso supone elegir entre retomar la vida de gángster inmobiliario de su padre, o proseguir con su plácida vida vinculada a la música, pero no alcanza la misma fuerza que tendría de haber llegado a este punto de una forma más convincente y honrada. Los actos de fe en el cine se dan en el primer cuarto de hora. Todo lo que no se halle en esos primeros quince minutos no será admitido por el espectador, y en De latir, mi corazón se ha parado, su director Jacques Audiard se columpia peligrosamente sobre el abismo de la desconfianza.

Cambiando de tercio, hay que reseñar que los actores están muy bien elegidos, incluidos los secundarios, desde los compañeros de Thomas, hasta la amante del mafioso ruso. París, sucio y tenebroso, se aleja como nunca del París idílico que la imaginería cinematográfica se ha encargado de fomentar. La inmigración desintegrada y abandonada en la banlieu, junto a la parte civilizada en la que vive Thomas, genera un contraste tan fuerte como el interno del héroe, y es uno de los principales valores de la película.

Aunque no sea una película extraordinaria, ha sido uno de los éxitos de este año del cine francés, y la ganadora de los principales premios César.

viernes, 21 de abril de 2006

Remake (2006, Roger Gual)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


El proceso de creación artística es delicado y tiene dos movimientos: uno de ida y otro de vuelta, que configuran un círculo que nunca se cierra, puesto que el punto de cierre de un viaje no puede ser el mismo que el de inicio, ya que el propio viaje lo transforma, ineluctablemente, en otro distinto.



Remake es un viaje de ida pero no de vuelta. Es la historia de dos generaciones durante un fin de semana: la generación que hace treinta años estableció una comuna hippie en una masía perdida en la montaña; y la generación de los hijos que nacieron en la comuna, ahora con treinta años, tan adolescentes como sus padres treinta años atrás, pero con el vacío de una vida en la que ni siquiera hay una utopía en la que creer.

El director es Roger Gual (Smoking room, 2001), quien ha partido de su experiencia personal a finales de los setenta para componer la historia de unos personajes, padres y niños, que regresan a la masía por última vez antes de que sea vendida para ser convertida en casa rural.


La primera contradicción que surge en los personajes es su propio planteamiento vital: ¿cómo hacer compatibles su acomodamiento burgués con su pasado vindicativo, en el que buscaron construir un mundo paralelo, al margen de las reglas sociales, de los patrones de conducta, del mundo al fin y al cabo? Los mayores intentan justificar su recorrido vital ante sus hijos, quienes no admiten ese juicio autocomplaciente, porque, en parte, les culpan de su propia desilusión y desidia. A partir de este re-hacer de los años pasados en un fin de semana, surge una contradicción permanente, profunda e hiriente, que se traduce dramáticamente en las permanentes disputas de los personajes. El film no deja lugar a la reconciliación; su mirada es autodestructiva, y a la vez tópica, y éste es el principal problema de Remake.


Al autor de lo que sea, canciones, libros, películas, no le queda otra que partir de su propia experiencia para componer su obra: es el viaje de ida, la zambullida en el océano del ser. Aunque se trate de un material ajeno, el drama atraviesa al autor para adoptar una forma diferente. Si además, el autor parte de un material muy cercano, corre el riesgo de perder perspectiva, de no tomar conciencia, de no salir a flote y quedarse cómodamente bajo el agua, en las profundidades abisales de sus recuerdos o de su inconsciente. En el fondo del mar, la gravedad es equilibrada por la presión del agua, y se permiten todo tipo de ajustes morales con el mundo de la superficie donde sólo existe la gravedad de las cosas. Abajo, la óptica cambia, el sonido de las cosas cambia. El único problema es que bajo el agua no se puede permanecer mucho tiempo.


Sin profundizar demasiado en la cuestión práctica de hacer una película, Remake se queda en el fondo del océano. Hay un rencor reconocible no sólo en la los personajes, sino en el propio autor, que hace demasiado evidente la intención y conduce a los personajes a un agujero negro, a un remolino que se traga todo. En este caso, su nihilismo no funciona del todo porque el camino es demasiado acostumbrado y tan cómodo como los propios personajes, y porque la propuesta estética de la película es el realismo. Y en ese escenario, el mundo de Remake no sale a la superficie. Es lo que ocurre con Víctor, el hijo guionista que está preparando una película sobre un alienígena patata atrapado en un asteroide; lo que ocurre con Laura, ensimismada, hablando de sí misma sin parar, de los cursos a los que le apuntó su estupenda mamá; lo que ocurre con Carol, irritada de una forma exagerada por las incomodidades del campo, por las impertinencias de su hijo Víctor, al que reprocha comportarse como un niño pero sin enseñarle a ser adulto. Es lo que ocurre con toda la película, que lleva a los personajes a unos extremos de adolescencia estúpida sin permitirles la redención a través de la toma de conciencia, catártica o racional.


Todo esto está resuelto desde el realismo, con una austeridad formal tramposa que no le va bien. A los primeros planos sucios se añaden los planos generales contemplativos, para dotar al conjunto de un pretendido equilibrio; la desnudez del sonido directo y del montaje, se combina del otro lado con la verborrea barroca y pretenciosa de los personajes. El final es el paradigma de toda la película, con la pira en la que arden los restos del pasado y del presente, en una pretendida paz que se intenta lograr mediante la puesta en escena con el largo plano general de la masía, que recuerda al estilo del iraní Kiarostami.


Remake
es una obra que respira de sus personajes, critica su inmadurez desde la inmadurez, y al ser todo ello insoportable, decide hundirse en el abismo. No es una buena película.

viernes, 14 de abril de 2006

The Libertine (2004, Laurence Dunmore)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


The Libertine
es la adaptación cinematográfica de una obra de teatro de Stephen Jeffreys en la que dramatiza la vida de John Wilmot, conde de Rochester, escritor que vivió en Inglaterra durante el reinado de Carlos II. Wilmot se convirtió en leyenda tanto por su talento para la literatura como por su talento para el libertinaje. Murió a los treinta y tres años por los efectos del alcohol y, probablemente, a una definitiva sífilis. Tras su muerte, su satírica obra literaria fue estimada por escritores como Voltaire, Goethe o Daniel Defoe, y su libro Sodom or the Quintessence of Debauchery es una de las más antiguas muestras que se conservan de pornografía.


La evolución de Rochester a lo largo del film es confusa y concluye con su prematura muerte. En el camino se muestran su implacable cinismo, su misoginia y su tendencia autodestructiva que dará fin no sólo a su propia vida sino a su amistad con el rey Carlos II, y a su matrimonio con Elisabeth Mallet. Las luces del abyecto Rochester están en el teatro, en su amor por la representación. Un diálogo de Rochester condensa a la perfección el espíritu del personaje: (de memoria) “En la vida todo da igual, da lo mismo actuar de una forma que de otra; en cambio, en el teatro las acciones tienen una repercusión irreversible”. Esa convicción hace que caiga enamorado de la actriz Elisabeth Barret, a la que formará hasta convertirla en una estrella de las tablas londinenses y en el único ser digno de su amor.

La presencia hipnótica de Johnny Depp es imprescindible para comprender al personaje. Es sin lugar a dudas lo mejor de la película, ya que el actor muestra siempre una ambigüedad que, en este caso, es más necesaria que nunca para poder asumir a un personaje como Rochester, que ha crecido al margen de cualquier regla y ha hecho de sí mismo su propia ley, de la que acaba siendo a la vez víctima y verdugo ejecutor. Sus monólogos en el prólogo y en el epílogo tiene gran fuerza, gracias a Depp y a una brillante puesta en escena, y a pesar de las excesivas longitud y reiteración de los textos. El trabajo de Malkovich es simplemente correcto. Funciona bien, pero el mérito es más de las directora de casting que del propio actor, a quien se le ve acomodado en su papel de monarca. En cambio, Samantha Mortion y Rosamund Pike resuelven brillantemente sus interpretaciones, nada fáciles, pues tienen que hallar la parte amable del crápula de Rochester para expresar un amor que muchas, no digo mujeres sino seres humanos, tendrían difícil de encontrar.

También es destacable en este The Libertine la puesta en escena. Abunda la cámara en mano; el grano de la película es ostensible, y hay una vocación de realismo sucio que no funciona mal, pero del que a veces abusa su director, el debutante Laurence Dunmore. Para ejemplo sirva la secuencia en la que libertino y actriz ensayan una escena una y otra vez, y la cámara da vueltas y vueltas en torno a la figura femenina hasta terminar encuadrando al hombre en primer plano.

Capítulo adicional es la música de Michael Nyman, el asiduo de Greenaway, que dota a Rochester, por eso del inconsciente colectivo o la memoria histórica, de un aura despreocupada cercana a El contrato del dibujante y El ladrón, el cocinero, su mujer y su amante (Peter Greenaway, 1982, 1989).

El personaje es sin duda atractivo, deslumbrante, pero la película no lo es, y la culpa la tiene un guión endeble. Un biopic no puede ser una ilustración de las peripecias vitales del biografiado. Un biopic que guarde cierto respeto a la realidad histórica del personaje debe hallar en él su sentido como ser humano al que la naturaleza suelta en el mundo para que se resuelva a sí mismo. La pregunta que el autor debe hacerse es ¿para qué diablos nació el conde de Rochester? Aun en la tumba como Don Quijote, en la cruz como Espartaco, el personaje (o sencillamente el autor a través de la forma) debe hallar sentido al tiempo reconstruido de la película. Si no lo hace, el que va a verla sale del cine diciendo “vale, ¿y qué?”, un grandioso Johnny Depp interpretando a un crápula que encuentra sosiego a su angustia existencial en el teatro, las mujeres y el vino, y que acaba muriendo en una profunda miseria espiritual. La principal consecuencia de esto es el aburrimiento.

The Libertine es pues una película con buenos elementos en la que se demuestra la diferencia que hay entre filmar bien y hacer una buena película.