viernes, 30 de noviembre de 2007

Reservation road (2007, Terry George)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.



El guionista de En el nombre del padre (1993, Jim Sheridan), y director de Hotel Rwanda (2004) toma como punto de partida una novela de John Burnham Schwartz sobre la culpa y la venganza para rodar su cuarto largometraje.

Un cruce en el destino narra la historia del fortuito y mortal atropello de un niño de diez años y la obsesiva búsqueda del conductor asesino por parte del padre.

Hace unos meses se estrenó Red road (2007, Andrea Arnold), que aparte de compartir el nombre de una calle o carretera como título, también compartía argumento y tema. En aquel caso el personaje central no era el padre, sino la madre, y el asesino no estaba prófugo, sino que acababa de salir de prisisón por buena conducta. Minucias argumentales aparte, resulta interesante ver cómo estas dos películas del mismo año han resuelto narrativamente una misma historia, principalmente en lo que respecta al punto de vista.

En Red road el punto de vista era extradiegético y no ominisciente, lo que convertía en misterio el motivo de la venganza de la que era objeto el asesino por parte de su víctima. No es hasta la resolución del film que nos enteramos del verdadero motivo –un atropello- que causó la muerte del marido y de la hija.

Reservation road, por contra, juega a una narración con un doble punto de vista: el de la víctima y el del asesino, que se van alternando desde la primera secuencia del film. Las bases sobre las que se asienta permiten a sus director tratar, de un lado el dolor y la necesidad de venganza del padre herido, y de otro, el sentimiento de culpa que experimenta el conductor asesino y prófugo. Este planteamiento confluye necesariamente en el encuentro final de asesino y víctima, bien resuelto desde el guión.

La preparación de este clímax es cuidadosa e inteligente al intensificar el vínculo emocional entre asesino (Dwight Arno) y víctima (Ethan Lerner). El acercamiento comienza al descubrirse que la ex mujer de Dwight era la profesora de cello del niño, y se hace punzante cuando Dwight es elegido como abogado para buscar al conductor prófugo y defender a Ethan en los tribunales. El arco se tensa poco a poco hasta alcanzar el clímax, donde la piedad del vengador y el arrepentimiento del culpable se resuelven, y el arco finalmente se destensa.

Así pues, Reservation road cuenta con un guión en general bien construido, a excepción quizá del final del segundo acto en el que Dwight apenas evoluciona y simplemente espera a que Ethan descubra quién es en realidad su abogado.

A pesar del brillante guión, Reservation road tiene un ligero tufo a telefilme que proviene de una pacata puesta en escena, con encuadres estrambóticos para significar la turbación emocional del personajes, y otros planos encuadrados e iluminados de un modo excesivamente convencional.

En las escenas más importantes, la del atropello y la del encuentro final, cristalizan las virtudes y defectos de esta película: por un lado, la brillantez dramática, y por otro, la torpeza de la puesta en escena y la edición, donde la confusión y la suciedad se hacen dueñas.

Otro de los aspectos brillantes de esta película es el elenco, en el que destacan por encima del resto Joaquin Phoenix y Mark Ruffalo. La interpretación que Phoenix hace de padre dolido es contenida y refinada, y recuerda a veces al John Wayne de Centauros el desierto (1956, John Ford). En este sentido, no debe de ser casualidad que el protagonista comparta nombre de pila con Ethan Edwards.

Con estos mimbres tan heterogéneos y que tanto prometían, el resultado final es un tanto decepcionante.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Dinero caído del cielo (1981, Herbert Ross)

Se publicará en Cine de los 80, Ed. Mensajero, Bilbao.



Argumento

“Hace mucho tiempo, las mejores cosas de la vida eran completamente gratis. Pero nadie apreciaba el cielo azul, y nadie felicitaba a una luna que siempre era nueva. Por eso se planeó que, de vez en cuando, desaparecieran y que uno tuviera que pagar para recuperarlas. Y para eso se hicieron las tormentas, porque cada vez que llueve, llueve dinero del cielo...”

Así canta Arthur Parker, un iluso vendedor de canciones con un claro deseo, vivir en un mundo donde las canciones sean la realidad. Casado con una gris, frígida y castrante mujer, Parker conoce en uno de sus viajes a Eileen, una maestra de escuela de la que se enamora perdidamente, un alma gemela con la que compartirá sus sueños de felicidad musical. En ese mismo viaje, se encuentra con un vagabundo que se gana la vida con su acordeón.

Su fortuito encuentro con una joven ciega, y el posterior asesinato de ésta a manos del acordeonista, le conducirán accidentalmente al patíbulo, devolviéndole de una forma tan rotunda como trágica a la realidad de la que pretendía huir.

Sobre Herbert Ross

En 1981, el musical, como el western, estaba en horas bajas, y las propuestas de la época (Grease, 1978, v.gr.) distaban bastante de los patrones utilizados en la época dorada de Hollywood. Herbert Ross (Brooklyn, New York, 1927-2001) tenía una amplia experiencia, por un lado como coreógrafo, y por otro como director cinematográfico. Lejos de adaptarse a las corrientes imperantes, dirigió un musical nostálgico, en el que recogió y recreó una gran parte del musical clásico americano.

Sobre Dinero caído del cielo

Dinero caído del cielo (1981) es la adaptación de una miniserie de seis capítulos, protagonizada por Bob Hoskins, realizada en 1978 para la BBC británica por Dennis Potter, quien firmaría el guión de ésta. A su vez, la miniserie tomaba su título de un largometraje musical de 1936 protagonizado por Bing Crosby, y en el que se incluía por primera vez la canción escrita por Johnny Burke y Arthur Johnston. Posteriormente, Billie Holliday, Louis Armstrong o Frank Sinatra incluirían la canción en su repertorio. En la película de 1981, la canción es interpretada por Arthur Martin. La presencia consciente de las fuentes que le inspiran es tal, que la película es tanto un homenaje a una época, como un ejercicio metacinematográfico derivado del juego inmanente entre la realidad y la ficción.

El propio argumento de la película es propicio a ese juego y la reflexión que conlleva: ¿es la vida como es o como imaginamos que sea? Éste es precisamente el abismo que se abre en la mente de Arthur Parker, cuya vida oscila sin solución de continuidad entre el mundo real y un mundo cantado, fruto de sus ensoñaciones, al que se agarra desesperadamente para sobrevivir. Arthur es un iluminado, un ingenuo que goza de los paraísos artificiales a los que le conducen las canciones que habitan en su mente. Sin embargo, en Dinero caído del cielo la frontera entre la realidad y la ficción es diáfana.

La conciencia de ficción de la parte cantada que tiene Arthur, y que el autor imprime, es un punto de madurez del que los musicales clásicos carecían. En ellos, los personajes se ponían a cantar y bailar como si fuese lo más natural del mundo, mientras que en Dinero caído del cielo los números musicales forman parte de una realidad, ansiada por Arthur y Eillen, pero claramente paralela y ajena a la real. Veinte años más tarde, Rob Marshall utilizaría el mismo recurso en Chicago (2002).

Un aspecto formal derivado del carácter fantástico de los números musicales son las canciones, que no son interpretadas por los actores, sino que mantienen las voces de las grabaciones originales, tal y como haría Alain Resnais dieciséis años más tarde en On connaît la chanson (1997). Sin embargo, el doblaje nostálgico de las canciones es sólo una más de las medidas adoptadas para Herbert Ross para remarcar el carácter ilusorio de los números musicales.

Transformaciones y desplazamientos de los decorados, repentinos cambios de iluminación, cambios de registro en los intérpretes, constantes violaciones de la lógica narrativa... todos estos recursos son utilizados para marcar al transición de un mundo real a otro ficticio. Por encima de todos ellos, destaca la brillante fotografía de Gordon Willis, uno de los más grandes directores de fotografía de Hollywood. A la oscuridad, sobriedad y realismo de las escenas del mundo real, contrapone la rica, brillante y sutil composición cromática de los números musicales. El ejercicio de creatividad es deslumbrante: un número está dominado por el blanco de los esmóquines infantiles, otro por los diabólicos rojos y violetas de una antro seductor, otro por los grises del blanco y negro del cine clásico. Cada número está concebido de una forma distinta, presentando una galería de posibilidades compositivas y cromáticas que convierten a Dinero caído del cielo en un catálogo para el director de fotografía.

Esta autoconciencia de la fantasía se expresa sin ambages y de un modo sintético en la escena final, en la que Arthur, a punto de introducir su cuello en el lazo de la horca, se baja del patíbulo y corre hacia Eileen reclamando un final feliz para el relato. Es la única escena de toda la película en la que Steve Martin canta, y marca la completa asunción por parte de su personaje de la trágica realidad que le aguarda. La historia de un hombre que vive en la inopia de su imaginación sólo puede concluir con la quijotesca aceptación de la realidad.

La permanente recurrencia al musical clásico mantiene la congruencia con la fantasía de los números musicales, pues estos responden a las construcciones mentales de Arthur y Eileen, y por tanto, a su acervo. Las situaciones que viven encienden una chispa en sus memorias, que coincide con la memoria colectiva del espectador. En ella residen los musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers, dando lugar a una de las mejores escenas del film, en la que Arthur y Eileen se cuelan en la pantalla de un cine para reproducir los pasos de Siguiendo la flota (Follow the fleet, Mark Sandrich, 1936). También están los musicales de Gene Kelly (Levando anclas, Anchors weigh, George Sidney, 1945; Siempre hace buen tiempo, It’s always fair weather, Stanley Donen, 1955), que inspirarán los primeros pasos de claqué de un sorprendente Christopher Walken. Y las coreografías del mítico Busby Berkeley (42nd Street, Lloyd Bacon, 1932; Dames, Ray Enright, 1934), de las que se nutre el número en el banco. Dinero caído del cielo constituye, en el fondo, el nostálgico repaso de treinta años de musical americano.

A pesar de su singularidad y calidad artísticas, Dinero caído del cielo (1981) resultó un fracaso. En Estados Unidos apenas recaudó 9 de los 22 millones de dólares que costó. En España se estrenó en 1986, cinco años más tarde de su producción, y la cifra de espectadores fue irrisoria: 28.463. La industria tampoco le fue muy propicia, pues apenas tuvo tres nominaciones a los Oscar, entre las que no estuvo la fotografía de Gordon Willis.

Dinero caído del cielo (1981) es el último musical clásico, y encierra la melancolía de otros tiempos en que las mejores cosas de la vida sólo costaban una entrada de cine.

Algo más
En el año 2000, Lars Von Trier daría una vuelta de tuerca más en el musical autoconsciente con Dancer in the dark. En ella, Selma (la ciega interpretada por Björk) tenía el mismo destino que Arthur y acababa en el patíbulo, con la soga en el cuello.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Escuchando a Gabriel (2007, José Enrique March)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mesajero, Bilbao.



Película cuya mayor virtud es su estilizada puesta en escena y composición del cuadro, muy distintas a las que nos tiene acostumbrado el cine español, y que representan una opción de indudable riesgo. Hay en Escuchando a Gabriel una meditada concepción del encuadre, con elementos de la puesta en escena como puertas y espejos que reencuadran a los personajes, y que remiten –con mayor o menor acierto- a la psicología del personaje que gobierna la escena.

Es una lástima que el material dramático que acompaña a esta propuesta pictórica sea tan pobre. La historia de un adolescente prodigio del piano, que dejó de tocar años ha, traumado por la pérdida del instrumento y posterior encarcelamiento del padre, se hace inverosímil, no solo por el guión, sino también por unas interpretaciones que son incapaces de revelar al personaje.

No creo que sea tanto culpa de los actores, como de unos personajes y un conflicto casi imposibles de defender. La inverosimilitud del conjunto produce tal desapego que hace muy difícil la identificación con ninguno de los personajes principales. A medida que avanza el metraje, el rocambolesco desarrollo de las tramas hace la película cada vez más insostenible e inadmisible. La débil fe del espectador en sus personajes se desvanece y desaparece, y uno está deseando ver los títulos de crédito.

El tándem Maxi Valero-José Enrique March regresa al terreno del largometraje tras La estancia (2004), un film que no llegó a estrenarse en salas comerciales. Tras ella, Escuchando a Gabriel fracasa, tanto por sus personajes como por el conflicto, afectando directamente al corazón de la película.

viernes, 16 de noviembre de 2007

La habitación de Fermat (2007, Luis Piedrahita y Rodrigo Sopeña)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.



La habitación de Fermat es la ópera prima de dos jóvenes guionistas que, hasta la fecha, habían desarrollado su carrera en televisión, con programas como El Club de la comedia o El hormiguero. De hecho, el Piedrahita que firma la película es el mismo que inventara eso de “¿Un cacahuete flotando en una piscina sigue siendo un fruto seco?”.

Sorprende por sus antecedentes cómicos, que su primer largometraje sea un thriller, ajeno al costumbrismo de sus monólogos y sketches televisivos, y con un claro antecedente argumental en aquella escena de La guerra de las galaxias (1977, George Lucas) en la que Luke Skywalker, Han Solo y la princesa Leia estaban a punto de morir, aplastados por las paredes de un cuarto menguante.

Porque más o menos de eso va La habitación de Fermat, de cuatro matemáticos encerrados en una habitación, condenados a morir aplastados por sus paredes, si no son capaces de resolver los acertijos a los que se ven examinados por una identidad desconocida.

La estimulante y atractiva propuesta argumental guarda debajo del abrigo una clara intención de alejarse lo más posible de los modos costumbristas y cómicos que, según algunas voces, condenan al cine y a la televisión española a su eterno desencuentro con el público. El tan cacareado cine de género en torno al que, esas mismas voces, proponen articular un nuevo modelo narrativo de cinematografía, ha tenido en el cine de Amenábar, Fresnadillo, Guillermo del Toro, y más recientemente, a J.A. Bayona y su Orfanato, el principal de sus argumentos. Y La habitación de Fermat pertenece por concepto a ese club.

Sin embargo, hay determinados aspectos de la película que no están bien resueltos, y que me hacen pensar que, detrás de la brillante propuesta, tanto argumental como estética, no hay unos sólidos cimientos que la sustenten, ni en lo narrativo, ni lo dramático, ni en lo plástico.

El guión está construido en torno a las revelaciones que los personajes van haciendo de su pasado, a partir del cual deberían encontrar solución al verdadero enigma de la habitación, que es por qué están encerrados y por qué van a morir. El valor simbólico que posee la habitación y sus elementos, exige que el descubrimiento del enigma esté ligado a la salvación de los personajes, en este caso, escapar del cuarto antes de que los aplaste. Sin eso, el relato se queda en un melodrama en el que los personajes verbalizan sus pasiones, sus miedos y sus frustraciones, sin que encuentren encarnación dramática en ninguno de los elementos que propone el argumento y la puesta en escena.

La habitación de Fermat es un film que guarda un estrecho vínculo con La huella (1972, Joseph L. Mankiewicz), por el protagonismo que tienen las apariencias y las simulaciones, por el desarrollo en un único y claustrofóbico espacio, y por las oscuras motivaciones de los personajes, pero se queda en el envoltorio, en la fachada, en el llamativo juego de artificio.

La accidental caída de Hilbert y la iluminación final que experimenta Pascal para encontrar la salida son dos soluciones deus ex machina que no resuelven ni son consecuencia de la resolución de ninguno de los conflictos planteados. Tampoco tiene mucha lógica la muerte de Fermat. Existe, pues, una disociación permanente entre el fondo y la forma, entre el qué y el cómo, que casi nunca se diluye.

En esta misma línea, tampoco es muy acertada la simultaneidad constante entre la resolución de los acertijos y las confesiones reveladoras. Se presenta de nuevo esta disociación entre las motivaciones de los personajes y sus actos. En estas escenas existe una importante contradicción entre la imperiosa necesidad de resolver el problema matemático y la calma de las confesiones, una contradicción ilógica por la psicología de los personajes, y que va más allá de la pantalla diluyendo la atención de un espectador que piensa: “A ver, o intentamos salvarnos, o nos ponemos a contar milongas”.

En cuanto a los personajes, estos también se mueven en un ambiguo terreno entre la parodia y el drama que tampoco les favorece. Los detalles cómicos que aderezan la película tienen gracia, pero son guiños paródicos al espectador que también alejan a los personajes y a la película de su concepto inicial.

En esto tiene que ver no solo la dirección de actores, sino la misma elección del elenco, tres actores españoles garantes de un buen resultado en taquilla, pero muy alejados, tanto por su acerbo como por su trayectoria profesional, de los brillantes cerebros que supuestamente son. Ni Alejo Sauras, ni Elena Ballesteros, ni Santi Millán logran hacer verosímiles sus personajes, un problema que no se halla solo en sus interpretaciones, sino en algunas frases del guión, y en la mano que les dirige.

La planificación y el montaje siguen a rajatabla los principios del cine de acción, con planos cortos y un montaje muy picado. Se echa de menos una mayor presencia de ese ojo que todo lo ve, capaz de romper las reglas de la diégesis, pero la cámara siempre está dentro del cuarto, con la intención de subrayar la claustrofobia, y el Gran Hermano solo nos regala unos planos cenitales que dan la medida real del tamaño de la habitación.

Este film vuelve a plantear el eterno debate de la identidad del cine español, y su necesidad de encontrar un camino alternativo al costumbrismo en el cine de género. Me parece que La habitación de Fermat es una película sin identidad, partida en dos, que no logra insertar el mecanismo genérico del thriller en la herencia cultural que tenemos por el hecho de ser españoles.

No creo que el cine de género sea incompatible con nuestra idiosincrasia, pero lo que sí creo es que solo unos pocos han logrado enraizarlo (Álex de la Iglesia, Enrique Urbizu, Antonio Hernández), y que en esa “unión de contrarios” está uno de los retos del cine español.