viernes, 20 de julio de 2007

Atasco en la Nacional (2007, Josecho Sanmateo)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.


Atasco en la Nacional nace de un monumental atasco de siete horas que su director, Josetxo Sanmateo, experimentó en la carretera de Valencia hace un par de años. La experiencia recurre al imaginario colectivo -¿quién no ha sufrido alguna vez la pesadilla del asfalto y el verano?- y a partir de él construye una comedia con la estética realista y cutre, caracteres paródicos, y ambiente costumbrista, de la comedia española de los años sesenta, la reconocible ‘españolada’.

Josetxo Sanmateo, veterano ayudante de dirección con cineastas como Gonzalo Suárez, Gillo Pontecorvo, o Berlanga (Todos a la cárcel, 1993), a quien va dedicada, dirige esta mala película, cosa que ya hizo en el 2000 con el drama de Báilame el agua.


Siete años más tarde cambia de género y narra las andanzas, desventuras y mixtificaciones de la familia Montoro durante sus imaginadas vacaciones en Cullera. Según su director, Atasco en la Nacional es una mezcla entre el cine de Berlanga y los Simpson, lo primero por nacer con vocación de comedia, y lo segundo por versar sobre una familia de clase media-baja, compendio de las mezquindades, miserias y otras procaces tribulaciones de la sociedad actual. Por cultura e idiosincrasia, los tipos recuerdan más a los personajes de Aída (Nacho García Velilla, 2005). En este sentido, no son casuales las presencias en el elenco de Ana María Polvorosa -hija de Aída en la serie, en Atasco en la Nacional hace prácticamente el mismo papel que en su rol televisivo-, y de Anabel Alonso –Diana Freire en 7 vidas, origen del spin-off de Aída-, por lo que sería más propio tomar como referencia las últimas sitcom españolas a las hora de evaluar Atasco en la Nacional.

La película es una sucesión de gags de mayor o menor fortuna, muchos de ellos brevísimos, independientes entre sí, e integrados dentro de la hipotética, e inexistente, unidad de la escena. En este sentido es Pablo Carbonell quien protagoniza los momentos más brillantes de la película, que no son muchos (sobresale la escena con la pareja de Guardias Civiles en el control de alcoholemia). Esta construcción, tanto a nivel de guión como de dirección, y a diferencia de lo que pueda ocurrir en el formato televisivo, hace que la película no tenga ningún ritmo. Eso, añadido a una estructura en flash-back, y a una autoconsciente narración a cámara de Estíbaliz, convierten Atasco en la Nacional en un despropósito.

Septiembres (2007, Carles Bosch)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007. Ed. Mensajero, Bilbao.


Septiembres
es un interesante ejercicio cinematográfico que nos sirve para evaluar algunas cuestiones sobre la ficción, el documental y el reportaje periodístico, y las fronteras que los delimitan. Su realizador, Carles Bosch, que trabaja habitualmente como realizador para TV3, obtuvo un éxito mundial con Balseros (2002), otro documental que llegó a estar nominado al Oscar de Hollywood. Septiembres narra las historias de amor de algunos de los presos con las novias y esposas que esperan en el exterior, o con otros presos con los que comparten el espacio intramuros.


Con Septiembres, Bosch lleva a la práctica algunas ideas sobre el documental y sobre la forma con la que el audiovisual debe enfrentarse a la realidad para capturar la verdad que encierra. Según su director, en Septiembres no hay ‘casting’: los personajes que aparecen fueron elegidos por ser los participantes del Festival de la Canción que anualmente organiza Instituciones Penitenciarias. Se pretendía con ello tomar de modo aleatorio una muestra del colectivo de presos, con el fin de plasmar otra de las ideas que rigen la película, la primacía de la colección de ejemplos sobre el caso individual y único, como vía para hallar la verdad sobre una realidad. De esta forma, durante los 113 minutos que dura la película se alternan fragmentos de las distintas historias con objeto de ilustrar una tesis sin sombras: los presos son también personas que aman.

Las propuestas estéticas son bastante discutibles. En primer lugar, escoger a los presos que participan en un concurso de canto, no solo es introducir un filtro –como lo habría sido seleccionar los que trabajan en la lavandería o en la biblioteca-, sino que además implica un tipo de presos con vocación pública, más proclives que otros a desnudarse emocionalmente ante una cámara. En segundo lugar, desde siempre, y exceptuando a Eisenstein y algunos ejemplos de coralidad, el arte ha buscado la verdad a través de la experiencia individual, e incluso en las buenas películas con varios protagonistas (v.gr., Short cuts, 1993; Magnolia, 1999; Traffic, 2000; Babel, 2006), el director se ha aproximado a ellos ahondando en lo particular, en lo único de cada historia y personaje. Por otro lado, El acorazado Potemkin (1925) u Octubre (1927) son películas de ficción, en las que el protagonista es el pueblo, entendido este como un único personaje. La verdad de un muestreo y de su extrapolación a un conjunto es fruto de la estadística, no del audiovisual.


La puesta en escena de Septiembres además denota cierto sentimentalismo y una mirada en exceso dulce sobre sus personajes. El rodaje de un año de duración ha acercado hasta tal punto a director y criaturas, que no hay distancia entre ellos. Abundan los abrazos con la cámara circulando alrededor de ellos, exhibicionistas movimientos de grúa, e inexplicables planos detalle y de conjunto, que no logran transmitir la verdad de lo que muestran.

Otro problema que presenta es la falta de arco de los personajes. Las dos horas se hacen largas, y quizá un formato televisivo de menor duración habría convenido más al material.


Septiembres
no sigue el camino de la estilización artística de obras maestras del género como El sol del membrillo (1992, Víctor Erice) o Noche y niebla (1955, Alain Resnais), y tampoco recurre a los recursos del reportaje periodístico, como la voz en off de un narrador. Se queda en tierra de nadie, y desde ahí sucumbe en una autocomplacencia que aburre.

viernes, 13 de julio de 2007

Red Road (2006, Andrea Arnold)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.


Bajo el epígrafe de Advance Party, Lars Von Trier lanza su último proyecto audiovisual, una trilogía de películas rodadas por autores noveles, con tres personajes fijos y cuya acción discurre en Escocia. Red road es la primera de las serie y llega avalada por el Premio Especial del Jurado del Festival de Cannes 2006.


Su directora es Andrea Arnold, ganadora de un Oscar al Mejor Cortometraje por Wasp (2003). Su primer largometraje es una obra narrada con inteligencia, en la que el orden de la información suministrada es vital para el sostenimiento de la tensión dramática. Red road es la historia de una solitaria mujer que descubre con pavor que el asesino de su marido y su hija ha sido excarcelado. Decide entonces contactar con él, ocultando su identidad, con objeto de ejecutar una venganza, que al final se revelará estéril y excusa de un sentimiento de culpa más profundo que intentará expiar mediante su relación con el asesino.

La elección de un punto de vista extradiegético y no omnisciente –o vídeo- es clave. La tensión del relato se construye a partir del misterio que encierra la figura hermética de Jackie, de quien Andrea Arnold no da la clave definitiva de su enigma psicológico hasta la resolución del film. A su vez, la figura de Clyde –el asesino de la familia- es un misterio para Jackie, por quien sus sentimientos irán evolucionando a medida que vaya cobrando luz a sus ojos. Como Jackie para el espectador, su enemigo íntimo cobrará sentido en la resolución del film. La arquitectura del relato es notable, y esto se puede decir únicamente cuando el discurso construido es el más adecuado para la historia que se pretendía contar.

Otra cosa habría que decir de la propia historia, cuyo final raya la autocomplacencia y una desmedida fe en la humanidad más propia de un musical que de un drama. La catarsis final –su diálogo cara a cara con el asesino en el lugar del crimen- con la que pretendidamente Jackie consigue expiar su pecado –liberarse de la culpa que siente al haber discutido con su marido justo antes de su muerte- es difícil de asumir y muestra poca imaginación por parte de su autora. Quizá diga demasiado de lo que me buye por dentro, pero como espectador prefiero la determinación inquebrantable y enfermiza de Julie Kohler en La novia vestía de negro (François Truffautt, 1968).

En cambio, la atmósfera creada a partir de los espacios y las condiciones sociales, destaca por ser uno de los pilares que mayor riqueza aportan a la obra. Los monstruosos edificios de Red road, varados en medio del páramo y habitados por expresidiarios; los descampados llenos de basura; los muros de palabras tristes y obscenas; las calles grises; las habitaciones inhóspitas; todo contribuye a intensificar la tensión latente por contraste con Jackie, que se convierte gracias a él, en un topo a punto de ser descubierto por Clyde y su compañero de piso Stevie.

Otro aspecto notable de Red road son la inclusión de las imágenes de las cámaras de seguridad. Jackie trabaja como gente en el centro de control de vigilancia de la ciudad de Glasgow. Su puesto de trabajo acentúa su soledad y la convierte en una ‘voyeur’, ajena a la vida que observa. La fantasmagórica aparición de Clyde en uno de los monitores obliga al personaje a atravesar el espejo y formar parte de esa realidad de la que, hasta ese momento, era mera observadora. La ausencia de un tercer personaje observador –por ejemplo, un compañero testigo de la relación de Jackie con Clyde- limita el alcance de un recurso dramático que podría haber dado a la obra una dimensión más, tanto en el relato como en la puesta en escena –véase La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1956), en donde la inteligente decisión de romperle la pierna a L.B. Jefferies mantiene su condición de espectador-.

Al margen de lo que es y podía haber sido, o de autocomplacencias del final, lo que no se pude negar es el poder de las imágenes de Andrea Arnold. Cuando en una película el espectador encuentra una sola escena que le pone los pelos de punta, se puede decir que el dinero de la entrada estuvo bien empleado. En Red road, brilla especialmente la escena en la que Jackie baila con Clyde: sus planos cortos, su intensa luz roja en rostros y manos, imprimen una tensión desacostumbrada y turbadora. Esa tensión se extiende a todos los planos del film, gracias a la información no suministrada, bien a través del fuera de campo, del uso de planos cerrados, o de la indefinición de la imagen.

Se trata pues del esperanzador bautizo del Advance Party, el nuevo invento publicitario del creador del Dogma, y sobre todo, del tardío –tiene 46 años- pero feliz nacimiento de una poderosa realizadora llamada Andrea Arnold.

viernes, 6 de julio de 2007

Hana (2006, Hirokazu Kore-eda)

Se publicará en Cine para leer.Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.


Hana es el quinto largometraje del japonés Hirokazu Ko
re-eda. Premiado realizador de documentales, Kore-eda dirigió su primer largometraje en 1995 (Maborosi), y alcanzó el éxito internacional en el Festival de Cannes de 2004 cuando Yuya Yagira recibió la Palma de Plata al Mejor Actor por su film Nadie sabe (Dare mo shiranai), el primero estrenado en España.


A pesar de ser un drama histórico, Hana halla su génesis en el Japón actual. Tras los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, se produjo en Japón un resurgimiento popular del Bushido –el código de honor de los samurais-, que reivindica la venganza y según el cual “la vía del samurái reside en la muerte”. Como reacción a una corriente nacionalista y hostil hacia el extranjero que se extiende por su país, Kore-eda ha rodado un drama histórico ambientado en el Tokio de principios del siglo XVIII, que narra la historia de un samurái que busca al asesino de su padre para vengar su muerte.

Contriariamente a lo que marca la tradición, Soza es un enclenque y cobarde samurái, torpe en el uso de la espada, que no hace gala del título que pretende portar. Si bien Kore-eda ha manifestado que no fue su intención hacer un alegato político, la moraleja que desprende Hana es tan obvia que raya el panfleto. No sólo el protagonista es la antítesis del arquetipo, sino que además la historia es resuelta con una exhibición de buenos sentimientos. Soza toma cociencia de la inutilidad de la venganza cuando observa al hijo de su víctima y al hijo de la joven viuda de la que está enamorado, resolver con imaginación una disputa con otros niños que exigen pelea. Es entonces cuando decide resolver su compromiso con el clan de samuráis simulando, gracias a la colaboración de su pretendida víctima, la muerte del asesino de su padre, poniendo así fin a la cadena homicida de la venganza.

La comedia distanciadora se entremezcla constantemente en los entresijos de este drama que pretende revisitar una amplia tradición que glorifica la venganza como dadora de sentido, y que ha encontrado en el cine de samuráis y en el western americano sus principales muestras (sin ir más lejos, Sin perdón, 1992, Clint Eastwood).

Dudo que la reflexión moral que torpemente se esconde en el film pueda sernos útil a los ciudadanos del siglo XXI, periodo en el que el terrorismo está provocando un ansia de venganza entre sus víctimas, para la que el teatro de Kore-eda no es otra cosa que la ingenua propuesta de uno más de los optimistas que pueblan el mundo actual. Quizá nos sea más útil, y más que útil necesario, recordar la Orestíada de Esquilo, el Hamlet de Shakespeare, o El Padrino de Coppola, para educar los corazones de aquellos que confunden la justicia con la venganza.

Yo (2007, Rafa Cortés)

Se publicará en Cine para leer. Julio-Diciembre 2007, Ed. Mensajero, Bilbao.


En el Festival de Cannes 2007 Yo fue distinguida como la Película Revelación del Año; en el Festival de Málaga recibió la Mención Especial del Jurado, y en el Festival de Rotterdam el Premio de la Crítica Internacional. Aun así, una de las mejores películas españolas de los últimos diez años se ha estrenado con cinco copias en toda España.


Yo es una película deslumbrante por su coherencia formal, pero fundamentalmente porque es una película que plantea, con el personaje de Hans y la historia que narra, una reflexión sobre el hombre de nuestro tiempo. La mera decisión de tratar el tema de la identidad de una forma tan abrupta es una muestra inequívoca del talento de su director, el primerizo Rafa Cortés. Aunque se trate de un lugar común, no está de más recordar que el único tema del arte es el hombre, y cualquier relato responde, de una u otra forma, a dar un sentido y hacer soportable la escisión provocada por la conciencia entre lo que somos y la imagen que nos forjamos de nosotros, entre el mundo y su representación.

La historia surge de los recuerdos de infancia de su propio director. La llegada de un alemán enfermo al pueblo donde veraneaba le inspiró para crear a Hans. La odisea interior de este personaje es de dimensiones homéricas. A diferencia de Ulises, este moderno y existencialista héroe no necesita atravesar el Mediterráneo para recuperar su particular Ítaca. Su mar, su tierra prometida, se hallan en un pequeño pueblo mallorquín. Yo cuenta la historia de Hans, un inmigrante alemán que llega a Estellencs para trabajar como peón y chico para todo en la casa de Tanca, otro alemán instalado en la isla desde hace años.


Hans es un ser solitario, que busca desesperadamente encontrar su lugar en el mundo. Al llegar a la isla se encuentra con la desconfianza y la distancia que imponen los habitantes del pueblo; se topa de frente con la ira y el desprecio de quien le contrata; y con la inesperada e insidiosa memoria del anterior peón y huésped de su casa, otro alemán también llamado Hans, que desapareció sin dejar rastro. El sutil castigo a que es sometido por los habitantes del pueblo, suscita en Hans un kafkiano sentimiento de culpa que adquiere forma, por confusión, en una desaparecida botella de Cardhu del bar del pueblo. El miedo al rechazo y a la expulsión le llevan a verter todas sus energías en reponer la botella de whisky. Al mismo tiempo debe soportar la sombra del antiguo Hans a través de las enojosas visitas de Miquelet, un pobre viejo con la cabeza ida que busca con desesperación a su amigo alemán.


Gracias a su trabajo, Hans se gana lentamente la confianza de los habitantes del pueblo y de su patrón, quien le cuenta, entre dos copas de Cardhu, cómo llegó a la isla hace años y le compró la casa, por entonces el decadente y ruinoso fruto de una herencia, a su anterior propietario, otro alemán de nombre Tanca. Hans se sorprende, pues pensaba que Tanca era él. Y su patrón le explica: el nombre proviene de la propiedad, quien posee la casa, ese es Tanca. La revelación actúa de resorte para la transformación de Hans.


Lo contemporáneo de la historia se ubica en la forma a contracorriente en que Hans resuelve su problema de identidad. Inmersos en una sociedad de un individualismo extremo, en la que el compromiso con el prójimo o con la comunidad parecen limitar la libertad del individuo, Yo planta un drama en las antípodas. Hans es un ser desubicado e inseguro que se transforma gracias a su inserción en la comunidad. La sociedad no es un elemento alienante, sino el pilar básico sobre el que Hans construye su identidad. Su acto de valor no consiste en desprenderse del yugo que la sociedad le ha impuesto desde pequeño, sino en lograr la reconciliación con ella mediante la ‘usurpación’ del trabajo, casa, amante y amigo, del anterior Hans. Hay en Yo una reivindicación del hombre como ser social, y una legitimación de los símbolos y la lucha, como medios para alcanzar un lugar en la sociedad.


El guión, obra conjunta de director y actor, es un trabajo sólido, que se aleja de las ortodoxias acostumbradas, y recuerda a los ejercicios de Kubrick en La naranja mecánica (A clockwork orange, 1971) o Polanski en El quimérico inquilino (Le locataire, 1976). El relato está cargado de elementos simbólicos que subrayan el carácter mítico de la historia. El arco del personaje es expresado con brillantez y economía a través de pequeños actos cotidianos que aportan una gran intensidad dramática a la narración. La primera comida de Hans en el pueblo, el trabalenguas en mallorquín, la botella de Cardhu, la lavadora y la ropa sucia, el dinero escondido de Hans, la partida de truc, el alemán del autobús, todos estos elementos son introducidos en una atmósfera de familiaridad, casi costumbrista, frente a la que Hans se siente un extraño, un desheredado.


La toma de conciencia de Hans se expresa a través de ellos con un movimiento de ida y vuelta en el que adquieren sentido y tintes de revelación. El dinero que le sirve para reponer la botella, la lavadora que está a punto de delatarle, la matanza del cerdo, el clímax mesiánico en el que Hans cree decir el trabalenguas a la perfección, son el reflejo liberador de la realidad de la que antes era preso.


El Hans de Álex Brendemühl recuerda al personaje huidizo e introvertido de Las horas del día (Jaime Rosales, 2003), otro de los puntales del último cine español. El actor catalán, hijo de padre alemán y madre española, vuelve a hacer un trabajo soberbio y es sin duda el intérprete más sobresaliente de su generación. En este aspecto, es también necesario subrayar el trabajo de dirección de actores. Profesionales comparten espacio con aficionados. Rafa Cortés tuvo que alternar los métodos de trabajo con ellos, con el objeto de evitar los vicios de los neófitos, extraer el máximo rendimiento de Brendemühl y, lo que es más importante, otorgar al conjunto una unidad a pesar de la disimilitud de los elementos. El resultado es espléndido y congruente con la obra. Esta misma oposición de elementos aparentemente contradictorios, la encontramos en la puesta en escena.


En Yo la puesta en escena es resuelta de una manera ciertamente paradójica, pues al tiempo que logra transmitir el sentimiento de extravío existencial de Hans, mediante planos cortos de un omnipresente Brendemühl, la cámara adopta una posición distanciada del personaje, como si el fantasma del antiguo Hans siguiera los pasos del nuevo Hans. El punto de vista tiene algo de taxonómico, con la cámara introduciéndose de manera subrepticia y aséptica en el rostro de Hans y en el contracampo de su mirada, pero sin la objetividad e invisibilidad de la cámara del cine clásico.


La puesta en escena transmite el espíritu de Hans, pero la mirada está fuera de él, y esto, más allá de ser una paradoja, es un gran logro formal. La omisión de planos de conjunto desubican al espectador tal y como lo está el personaje desde los mismos títulos de crédito, con los planos cerrados de las fachadas del pueblo. En la última secuencia, la metamorfosis experimentada por el personaje es trasladada a la puesta en escena con planos abiertos, desahogados, que sin romper la unidad orgánica gracias al empleo de las mismas ópticas, sirve de contrapunto luminoso al resto de la película.


El paradigma de todo esto se halla en un plano, capital por su poder simbólico y su trascendencia narrativa. Cuando de repente empieza a salir agua del grifo con un tono marrón, Hans se asoma al aljibe del que se alimenta la casa. Allí, en el fondo, iluminados por una pequeña linterna, aparecen su rostro reflejado y el del cadáver tumefacto del antiguo Hans: la dualidad de personaje, relato y puesta en escena, son resueltas en un mágico plano, síntesis de un personaje, una historia y un pensamiento que subyace.


Como se puede ver, Yo es una obra completa, total, en la que guión, música, interpretaciones, puesta en escena, montaje y ambientación están regidos con suma sabiduría para contar una historia que es reflejo de nuestro tiempo. Estamos ante una extraordinaria película, una de las mejores de la última década, y espero que estas líneas sirvan para paliar en la medida de lo posible su paupérrima distribución.