viernes, 28 de julio de 2006

Caterina se va a Roma (2003, Paolo Virzi)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Gran película italiana que se cuela en nuestra cartelera tres años más tarde de su producción. Heredera de las mejores raíces del cine italiano, esta tragicomedia tiene el espíritu del neorrealismo de Vittorio de Sica y de las comedias de Mario Monicelli o Ettore Scola.


Caterina presenta el mismo conflicto en tres niveles distintos y con dos protagonistas: Giancarlo, y su hija Caterina. Como un ronroneante gato rubio, salta del esperpento cómico al dolor trágico, del ridículo al patetismo, con una agilidad que sólo muestran las grandes películas.

Esta permanente tensión entre lo sublime y lo decadente alcanza la mayor intensidad en el personaje interpretado por Sergio Castellito. Giancarlo, profesor de provincias, es trasladado a Roma donde aspira a que su genio y sus ideas se vean por fin reconocidas. Su incontenible prurito de gloria le conminan a inscribir a Caterina en un elitista colegio al que acuden los hijos de las fuerzas vivas del país. Tanto Giancarlo como Caterina sufren la marginación de la Italia dividida, la de “comunistas” y “fascistas”, que excluyen de su circo al payaso de provincias, triste y resentido, que necesita desesperadamente sentir que pertenece al mundo. Giancarlo busca ese sentido vital en la gloria, la fama. Caterina, todavía pura y sin el resentimiento del padre, busca ese reconocimiento en el afecto, en el abrazo sincero.

A nivel interno, Caterina es la metáfora perfecta de la soledad concurrida, del patito feo rodeado de gente que la adula, engaña y devuelve hecha un despojo, y que agudiza el sentimiento de soledad heredado de su padre. Inteligente es el uso de la música, con piezas de Verdi y Donizzeti que se elevan por encima del ruedo salvando momentáneamente a la bella Caterina de la dura batalla. Giancarlo, por su parte, tiene el mezquino propósito de mezclarse con la aristocracia cultural y política del país a través de las compañeras de Caterina. Pero no pertenece a ellos, y sus intentos por hacerse querer, ora por el intelectual de prestigio, ora por el ministro de Berlusconi, se vuelven patéticos por la evidencia del desencuentro.

A nivel social, Caterina expone esa división esperpéntica de la sociedad italiana, reflejada periódicamente en las urnas, entre los partidarios de Forza Italia y los prosélitos de una Izquierda resentida. Las aventuras de Caterina con Margherita, la diletante amiga con pañuelo palestino al cuello, y más tarde con la pija ministrona Federica, muestran a la perfección el papel de marioneta que le corresponde al ciudadano de a pie, aquel que quiere mantener su independencia de ciudadano libre, que no se adscribe a ningún círculo de poder, pero le fastidia que le mangoneen los líderes políticos y culturales. La inmaculada Caterina es como el votante iluso que se hace querer, y que después es despreciado por quienes la alaban. Esa pérdida de identidad que se experimenta al seguir los cantos de sirena del poder queda también maravillosamente mostrada en la secuencia en que Caterina se va de compras con la pija Federica y regresa a casa disfrazada de Lolita femme fatal. También es un hecho significativo que el personaje que salva a Caterina de esa vorágine dualista de la que es víctima sea un extranjero, concretamente su joven vecino australiano, como si sólo una mirada “de fuera” –tanto por estar al otro lado del patio y ser testigo de la cotidianidad de Caterina, como por ser de otro país-, pudiera revelar la verdad que duerme debajo del encarnizamiento social y doméstico.

Por último, a nivel abstracto, el universo de Caterina es una constante pulsión entre fuerzas antagonistas cuya lucha es el principio básico que lo impulsa hacia adelante. Es un mundo con una conciencia humana que se encuentra por encima de la individual, y que rechaza de plano la voz disidente del que quiere hacer la guerra por su cuenta. Las fuerzas supraindividuales en forma de representación, de teatro –significativo es el encuentro en el colegio entre el ministro y el intelectual- son las que mueven este mundo. Por ello, en el universo de Caterina sólo sobrevive la máscara, el personaje consciente del teatro en el que se encuentra y del papel que le toca representar. A este respecto, Caterina y Giancarlo resuelven su conflicto de formas antagónicas: mientras Giancarlo desaparece de la escena, abatido y humillado, para Caterina, su encuentro salvador con el joven australiano le abre un camino de esperanza en el que hallar su lugar en la escena.

La clarividencia del retrato social de Italia debe mucho a la labor de dirección artística y de vestuario, y a un casting soberbio: los protagonistas están bien, pero los secundarios están mejor. Con un trabajo de campo encomiable, el vestuario de los personajes los declara con precisión en un solo plano. Y una vez que entran en escena, los ambientes terminan de vestir a los personajes hasta definirlos como las caras de un prisma: en casa Caterina es una; Caterina tímida en el colegio es la una reflejada; Caterina disfrazada de fiesta, en la mansión con piscina, es la una reflajada doblemente, y así hasta componer un personaje poliédrico, vivo, menos estridente y más sutil que el del padre.

Como los grandes alpinistas, que Caterina va in città haya llegado a las pantallas españolas es una prueba ineludible de su calidad. Pero además, detrás de la proeza, se esconde una bellísima película.

viernes, 21 de julio de 2006

Desde que amanece apetece (2005, Antonio del Real)

Publicada en Cine para leer. Julio-Diciembre 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.


Este largometraje de título y cartel elocuentes tiene su principal virtud en su coherencia. No es otra cosa que lo que el título y el cartel anticipan, y una tras otra, sus secuencias resucitan el espíritu olvidado durante más de veinte años de la españolada, la auténtica película made in Spain encargada de dibujar al héroe español.


Así como No desearás al vecino del 5º (Ramón Fernández, 1970),
Yo hice a Roque III (Mariano Ozores, 1980) o El turismo es un gran invento (Pedro Lazaga, 1968) fijaron como iconos las imágenes de Alfredo Landa, Pajares y Esteso, y Paco Martínez Soria respectivamente, Desde que amanece apetece gira en torno a otro de los imaginarios del cine español, el truhán y señor, personaje seductor y perdedor a partes iguales, que creó Arturo Fernández. En torno a él gira toda la producción, que está ejecutada con una determinación encomiable, desde el argumento hasta el título, el cual ilustra perfectamente el espíritu de la película. Cualquier español que entre en una sala a ver esta película sabe perfectamente lo que va a ver.

Así, Desde que amanece apetece es una comedia de estructura dramática clásica, con un conflicto nimio que da pie a los encuentros y desencuentros, amorosos y profesionales, que se suceden hasta el resolución esperada. El protagonista no es el crápula de Lorenzo en contra de lo que cabría esperar, sino su sobrino Pelayo (Gabino Diego) quien es enviado por sus padres desde Cangas a Madrid para que su tío, del que saben que ha prosperado notoriamente, le encarrile en la vida. Al llegar a Madrid, Pelayo ve que su triunfador tío no es más que un arruinado playboy que aspira a casarse con una prostituta retirada (Loles León) para dirigir su local de boys. El personaje de Gabino Diego recuerda, por su dependencia de Lorenzo, y su carácter inmaduro y algo grosero, al Cuco de Misión en Marbella.

En una solución que ilustra a la perfección la sencillez del relato, el joven Pelayo escribe en un papel los objetivos por los que luchará en Madrid: hacerse un hombre, prosperar en la vida, conseguir una buena chica, y regresar al pueblo en un cochazo. Con la ayuda voluntaria o involuntaria de su tío, Pelayo va logrando uno a uno sus objetivos. En medio, tendrá que hacer de gigoló para mujeres ricas, ancianas, y gordas, se enamorará de una prostituta venezolana, y compartirá sus cuitas con el pintoresco grupo de boys de su tío, integrado por Miguel Ángel Muñoz (Un paso adelante), Antonio Hortelano (Compañeros) y Juan Muñoz (del dúo Cruz y Raya).

Completan el elenco Loles León, Pepe Sancho y una larga lista de secundarios españoles, cuya presencia recuerda a la forma industrial que tenían las producciones españolas de los 60 y 70, en las que se incluía un número notable de populares actores españoles que enriquecían el espectro humano que se mostraba.

Se podrá discutir la calidad cinematográfica de la cinta, pero por encima de ese aspecto se encuentra su honestidad, y su loable objetivo de conectar con un público español que, gracias a Parada y a su Cine de Barrio, se ha reconciliado con un cine español popular que la llegada de la democracia y de un cine cultural y “profundo”, censurado durante la dictadura franquista, se encargaron de enterrar durante más de veinte años.