viernes, 28 de abril de 2006

De latir, mi corazón se ha parado (2005, Jacques Audiard)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006, Ed. Mensajero, Bilbao.

De latir, mi corazón se ha parado en IMDB

Esta película de título tan tremendo es un 'remake' de una película de los años setenta que protagonizó Harvey Keitel y escribió y dirigió James Toback (Fingers, 1978). En la adaptación, los guionistas –el propio director y su colaborador Tonino Benacquista- han trasladado el ambiente mafioso de Nueva York al mundo inmobiliario de París.


En este contexto crece y se desarrolla Thomas, quien sigue los pasos de su padre en la extorsión de morosos, mediante técnicas de dispersión tan ilegales como la suelta de ratas o las palizas a domicilio bate de béisbol en mano. El conflicto para el héroe Tom surge cuando casualmente se encuentra a la entrada de un teatro al que fue mentor de su madre, famosa pianista. El profesor, recordando el cariño hacia la madre y el talento de Tom, le invita a que concierte una audición con él. Esta secuencia con el mentor de su madre llega tras una serie de secuencias iniciales en las que se nos presenta a un Thomas bastante odioso, capaz de las acciones más mezquinas.

La ubicación de las funciones del relato –en la terminología de Propp- es esencial en cine para la construcción del ritmo y la verosimilitud de la diégesis planteada. En este caso, creo que su encuentro con el mentor y su repentino despertar musical habrían funcionado mejor si se hubiesen introducido antes. Como estos experimentos de montaje sólo podrían darse en una hipotética versión de la película director’s cut, lo que se plantea en esta reseña, como otras tantas cosas que planteamos los que jugamos a cineastas desde la butaca, es bastante improbable que se pueda comprobar. Pero como escribimos para comprender por qué una película funciona o por qué no, continuaré enumerando algunos puntos de la construcción del relato que me parecen fallidos.

El conflicto de Thomas está en decidir qué camino vital sigue: si el inmobiliario de su padre, o el musical de su madre. El primero es el que le llena el bolsillo; el segundo el que le llena el alma. En su preparación para la audición, contrata los servicios de una pianista china, que no habla una palabra de francés, para que le forme. En las secuencias en las que aparece la pareja ensayando, que son varias, la evolución apenas se muestra. Las clases son prácticamente idénticas, y lo que es más grave, no se ve un camino en ellas, lo que ralentiza el relato y hace que pierda interés la audición final.

La ausencia de la madre en el relato (está muerta) también es un handicap para el director a la hora de exponer la relación de Tom con el piano. En este sentido, el vínculo afectivo con el padre y con la mujer de un compañero de la agencia enriquece mucho más ese lado oscuro del personaje. Le humaniza más el amor que siente hacia su padre que su relación con el piano. Ésta, tanto por lo repetitivo de las secuencias, como por la interpretación sufrida de Duris al tocar el piano, cercana al paroxismo o al ataque epiléptico, no se fija como debiera para que fuese esencial en la resolución del conflicto. La muerte violenta del padre a manos de un mafioso ruso y el fracaso en la audición son un puno y seguido en el proceso vital del joven Thomas.

Y en ese momento llega la gran elipsis, el “dos años más tarde” que nos muestra a un Tom, convertido en agente y pareja de su pianista china, que se encuentra de modo tan fortuito como lo hizo con su mentor musical, con el mafioso ruso que acabó con la vida de su padre. Este agujero en el tiempo es un artificio de guión bastante tramposo, puesto que en la hora y media previas no se halla latente, ni de una forma ni de otra, esa evolución personal que experimenta nuestro héroe. Es como si Homero se hubiese ahorrado toda la odisea para contar exclusivamente el regreso de Ulises a Ítaca. Esta escena culminante en la que Thomas duda entre acabar o no con la vida del mafioso supone elegir entre retomar la vida de gángster inmobiliario de su padre, o proseguir con su plácida vida vinculada a la música, pero no alcanza la misma fuerza que tendría de haber llegado a este punto de una forma más convincente y honrada. Los actos de fe en el cine se dan en el primer cuarto de hora. Todo lo que no se halle en esos primeros quince minutos no será admitido por el espectador, y en De latir, mi corazón se ha parado, su director Jacques Audiard se columpia peligrosamente sobre el abismo de la desconfianza.

Cambiando de tercio, hay que reseñar que los actores están muy bien elegidos, incluidos los secundarios, desde los compañeros de Thomas, hasta la amante del mafioso ruso. París, sucio y tenebroso, se aleja como nunca del París idílico que la imaginería cinematográfica se ha encargado de fomentar. La inmigración desintegrada y abandonada en la banlieu, junto a la parte civilizada en la que vive Thomas, genera un contraste tan fuerte como el interno del héroe, y es uno de los principales valores de la película.

Aunque no sea una película extraordinaria, ha sido uno de los éxitos de este año del cine francés, y la ganadora de los principales premios César.

viernes, 21 de abril de 2006

Remake (2006, Roger Gual)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


El proceso de creación artística es delicado y tiene dos movimientos: uno de ida y otro de vuelta, que configuran un círculo que nunca se cierra, puesto que el punto de cierre de un viaje no puede ser el mismo que el de inicio, ya que el propio viaje lo transforma, ineluctablemente, en otro distinto.



Remake es un viaje de ida pero no de vuelta. Es la historia de dos generaciones durante un fin de semana: la generación que hace treinta años estableció una comuna hippie en una masía perdida en la montaña; y la generación de los hijos que nacieron en la comuna, ahora con treinta años, tan adolescentes como sus padres treinta años atrás, pero con el vacío de una vida en la que ni siquiera hay una utopía en la que creer.

El director es Roger Gual (Smoking room, 2001), quien ha partido de su experiencia personal a finales de los setenta para componer la historia de unos personajes, padres y niños, que regresan a la masía por última vez antes de que sea vendida para ser convertida en casa rural.


La primera contradicción que surge en los personajes es su propio planteamiento vital: ¿cómo hacer compatibles su acomodamiento burgués con su pasado vindicativo, en el que buscaron construir un mundo paralelo, al margen de las reglas sociales, de los patrones de conducta, del mundo al fin y al cabo? Los mayores intentan justificar su recorrido vital ante sus hijos, quienes no admiten ese juicio autocomplaciente, porque, en parte, les culpan de su propia desilusión y desidia. A partir de este re-hacer de los años pasados en un fin de semana, surge una contradicción permanente, profunda e hiriente, que se traduce dramáticamente en las permanentes disputas de los personajes. El film no deja lugar a la reconciliación; su mirada es autodestructiva, y a la vez tópica, y éste es el principal problema de Remake.


Al autor de lo que sea, canciones, libros, películas, no le queda otra que partir de su propia experiencia para componer su obra: es el viaje de ida, la zambullida en el océano del ser. Aunque se trate de un material ajeno, el drama atraviesa al autor para adoptar una forma diferente. Si además, el autor parte de un material muy cercano, corre el riesgo de perder perspectiva, de no tomar conciencia, de no salir a flote y quedarse cómodamente bajo el agua, en las profundidades abisales de sus recuerdos o de su inconsciente. En el fondo del mar, la gravedad es equilibrada por la presión del agua, y se permiten todo tipo de ajustes morales con el mundo de la superficie donde sólo existe la gravedad de las cosas. Abajo, la óptica cambia, el sonido de las cosas cambia. El único problema es que bajo el agua no se puede permanecer mucho tiempo.


Sin profundizar demasiado en la cuestión práctica de hacer una película, Remake se queda en el fondo del océano. Hay un rencor reconocible no sólo en la los personajes, sino en el propio autor, que hace demasiado evidente la intención y conduce a los personajes a un agujero negro, a un remolino que se traga todo. En este caso, su nihilismo no funciona del todo porque el camino es demasiado acostumbrado y tan cómodo como los propios personajes, y porque la propuesta estética de la película es el realismo. Y en ese escenario, el mundo de Remake no sale a la superficie. Es lo que ocurre con Víctor, el hijo guionista que está preparando una película sobre un alienígena patata atrapado en un asteroide; lo que ocurre con Laura, ensimismada, hablando de sí misma sin parar, de los cursos a los que le apuntó su estupenda mamá; lo que ocurre con Carol, irritada de una forma exagerada por las incomodidades del campo, por las impertinencias de su hijo Víctor, al que reprocha comportarse como un niño pero sin enseñarle a ser adulto. Es lo que ocurre con toda la película, que lleva a los personajes a unos extremos de adolescencia estúpida sin permitirles la redención a través de la toma de conciencia, catártica o racional.


Todo esto está resuelto desde el realismo, con una austeridad formal tramposa que no le va bien. A los primeros planos sucios se añaden los planos generales contemplativos, para dotar al conjunto de un pretendido equilibrio; la desnudez del sonido directo y del montaje, se combina del otro lado con la verborrea barroca y pretenciosa de los personajes. El final es el paradigma de toda la película, con la pira en la que arden los restos del pasado y del presente, en una pretendida paz que se intenta lograr mediante la puesta en escena con el largo plano general de la masía, que recuerda al estilo del iraní Kiarostami.


Remake
es una obra que respira de sus personajes, critica su inmadurez desde la inmadurez, y al ser todo ello insoportable, decide hundirse en el abismo. No es una buena película.

viernes, 14 de abril de 2006

The Libertine (2004, Laurence Dunmore)

Publicada en Cine para leer. Enero-Junio 2006. Ed. Mensajero, Bilbao.


The Libertine
es la adaptación cinematográfica de una obra de teatro de Stephen Jeffreys en la que dramatiza la vida de John Wilmot, conde de Rochester, escritor que vivió en Inglaterra durante el reinado de Carlos II. Wilmot se convirtió en leyenda tanto por su talento para la literatura como por su talento para el libertinaje. Murió a los treinta y tres años por los efectos del alcohol y, probablemente, a una definitiva sífilis. Tras su muerte, su satírica obra literaria fue estimada por escritores como Voltaire, Goethe o Daniel Defoe, y su libro Sodom or the Quintessence of Debauchery es una de las más antiguas muestras que se conservan de pornografía.


La evolución de Rochester a lo largo del film es confusa y concluye con su prematura muerte. En el camino se muestran su implacable cinismo, su misoginia y su tendencia autodestructiva que dará fin no sólo a su propia vida sino a su amistad con el rey Carlos II, y a su matrimonio con Elisabeth Mallet. Las luces del abyecto Rochester están en el teatro, en su amor por la representación. Un diálogo de Rochester condensa a la perfección el espíritu del personaje: (de memoria) “En la vida todo da igual, da lo mismo actuar de una forma que de otra; en cambio, en el teatro las acciones tienen una repercusión irreversible”. Esa convicción hace que caiga enamorado de la actriz Elisabeth Barret, a la que formará hasta convertirla en una estrella de las tablas londinenses y en el único ser digno de su amor.

La presencia hipnótica de Johnny Depp es imprescindible para comprender al personaje. Es sin lugar a dudas lo mejor de la película, ya que el actor muestra siempre una ambigüedad que, en este caso, es más necesaria que nunca para poder asumir a un personaje como Rochester, que ha crecido al margen de cualquier regla y ha hecho de sí mismo su propia ley, de la que acaba siendo a la vez víctima y verdugo ejecutor. Sus monólogos en el prólogo y en el epílogo tiene gran fuerza, gracias a Depp y a una brillante puesta en escena, y a pesar de las excesivas longitud y reiteración de los textos. El trabajo de Malkovich es simplemente correcto. Funciona bien, pero el mérito es más de las directora de casting que del propio actor, a quien se le ve acomodado en su papel de monarca. En cambio, Samantha Mortion y Rosamund Pike resuelven brillantemente sus interpretaciones, nada fáciles, pues tienen que hallar la parte amable del crápula de Rochester para expresar un amor que muchas, no digo mujeres sino seres humanos, tendrían difícil de encontrar.

También es destacable en este The Libertine la puesta en escena. Abunda la cámara en mano; el grano de la película es ostensible, y hay una vocación de realismo sucio que no funciona mal, pero del que a veces abusa su director, el debutante Laurence Dunmore. Para ejemplo sirva la secuencia en la que libertino y actriz ensayan una escena una y otra vez, y la cámara da vueltas y vueltas en torno a la figura femenina hasta terminar encuadrando al hombre en primer plano.

Capítulo adicional es la música de Michael Nyman, el asiduo de Greenaway, que dota a Rochester, por eso del inconsciente colectivo o la memoria histórica, de un aura despreocupada cercana a El contrato del dibujante y El ladrón, el cocinero, su mujer y su amante (Peter Greenaway, 1982, 1989).

El personaje es sin duda atractivo, deslumbrante, pero la película no lo es, y la culpa la tiene un guión endeble. Un biopic no puede ser una ilustración de las peripecias vitales del biografiado. Un biopic que guarde cierto respeto a la realidad histórica del personaje debe hallar en él su sentido como ser humano al que la naturaleza suelta en el mundo para que se resuelva a sí mismo. La pregunta que el autor debe hacerse es ¿para qué diablos nació el conde de Rochester? Aun en la tumba como Don Quijote, en la cruz como Espartaco, el personaje (o sencillamente el autor a través de la forma) debe hallar sentido al tiempo reconstruido de la película. Si no lo hace, el que va a verla sale del cine diciendo “vale, ¿y qué?”, un grandioso Johnny Depp interpretando a un crápula que encuentra sosiego a su angustia existencial en el teatro, las mujeres y el vino, y que acaba muriendo en una profunda miseria espiritual. La principal consecuencia de esto es el aburrimiento.

The Libertine es pues una película con buenos elementos en la que se demuestra la diferencia que hay entre filmar bien y hacer una buena película.